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Visión de paz/Jaffa

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VISIÓN DE PAZ


JAFFA

Pasamos la noche a la capa, en medio de un temporal desencadena. Al despuntar del alba el Niffkiacof se acerca a la costa. Se nos dice que en aquel mar reinan a veces momentos de calma que permiten descender. El sultán desea el aislamiento de Jerusalén y pone en práctica varios medios : por eso no hay puerto en Jaffa ; y así, los buques, cargados de pasajeros, se vuelven muy a menudo sin obtener comunicación con tierra.

Las aguas se estrellan en los cantiles. Las bases de las rocas surgen envueltas en espumas, y las cretas en el humo de las evaporaciones. Allí ha colocado la leyenda la lucha de Perseo, Andrómeda y el monstruo. Casiopea se permitió disputar a Juno el reino de la hermosura, y en venganza, su hija fué amarrada por los tritones al peñón. Sus cabellos esplendorosos le sirvieron de cadenas. Para darle libertad, Perseo tenía que cortarlos: alado y esbelto, al blandir el acero proyectaba su cuerpo en el mar azul. El monstruo, surgido del abismo, como relámpago real de la muerte, se lanzó sobre el impalpable reflejo. El héroe, ultimándolo, escapó del torbellino de olas y sangre. Cupido apreció, sonriendo, al pie de la roca: los alegres vientos cantaban el epitalamio de Andrómeda y Perseo... Con ese recuerdo clásico nos despedimos de la Grecia, que acabamos de recorrer, y versículos de la Biblia se mezclan ya a los últimos hexámetros de Homero.

El comandante del Niffkiacof, se acerca:

—He aquí el momento—dice;—acaban de izar en la Capitanía bandera de desmebargo.

Apenas tenemos tiempo de agradecer sus atencions. Un marinero, en efecto, nos ata. Sube una ola hasta el puente, y en la ola, un bote; nos lanzan en el aire, nos recogen manos de hierro, y, violentamente, descendemos con el bote y las aguas. Dos docenas de remeros hincan los leños: el timonel profiere un grito; la gente responde; los cuerpos se levantan y caen; los músculos de los torsos desnudos se tienden y parecen estallar cual de tritones salvajes convertidos en hombres; la melopea, entrecortada por las respiraciones, es desesperado clamor de combate, y al llegar a las rompientes de una pretendida rada, el bote se revuelve enloquecido en el vértigo de una montaña rusa.

A un lado dos botes, no adelantan; se antojan de pescadores.

—Vaya un momento de faena —decimos al agente de la Compañía.

—Señor—nos responde:—estaban ahí por si nos dábamos vuelta.

En fin, henos al pie del desembarcadero. La gente de equipaje nos defiende de los mozos de cordel, que nos llevan un verdadero asalto. Y oímos de nuevo el berrido gutural de las expresiones turcas y árabes, mezclado a las palabras inglesas, francesas y españolas; el clamor exasperante de todos los puertos levantinos, en que el vaho pestilencial de las personas fraterniza con el de las bestias de carga.

Llegamos a la Aduana. Al drogmán que pasa nuestro tesqué le responden que la autorización de Constatinopla no se re3fiere a Jerusalén. Perplejidad de nuestra parte. Primero, el fantasma de la cuarenta en un lazareto turco; después, el temor de no desembarcar por el temporal; ahora, la prohibición de entrar en la ciudad. Protesta violenta. Consejo afectuoso de bajar la voz, pues no hay allí cónsul argentino. De seguida parlamento misterioso entre el drogmán y el aduanero. Nos muestran en el tesqué los hieroglíficos turcos, donde falta, según la autoridad, el Sésamo ábrete de la Judea; pero, añaden, que por dos libras lo visarán. En tanto, ajeno a las miserias humanas, el jefe, sentado sobre un cojín, lee el Corán, y espanta al os ángeles malos con el movimeinto de su cabez, convertgida en péndulo.

El empleado mete las monedas en un bolsillo de su chaleco, sca del otro un sello adherido a una especia de ombligo rojo, y timbra el pasaporte. Antes de slair miramos con curiosidad al piadoso lector: ni un segundo ha dejado su canturreo, ni levanta los ojos, ni advierte nuestra presencia, ni sabe nada de lo que pasa. ¡Todo sea en loor de la gravedad serena! Penetramos a los callejones cubiertos de barro, sobre pavimentos de guijarros alzados en punta. Bulle la multitud en la vía del bazar: algunos mucharabieds exhalan perfumes de pastillas quemadas. Las mujeres, cubiertas, nos miran misteriorsas, completamente ocultas en sus mantos espesos: a meida que el viajero se interna en el Oriente, su alejamiento del mundo se hace más absoluto.

Almorzamos en un hotel inglés, limpio como una patena católica; banal como una papa protestante. Un vecino colegio de niños cristianos eleva sus cantos dominicales. Hay una amable bienvenida en el acento alegre de lsa voces, y en la oración tierna de las notas. Dispersando las últimas nubes, un sol triunfal brilla en los azulejos de los próximos edificios. Se abren largas perspectivas a nuestro frente, y echamos a caminar por las sendas.

Muros de catos enredan con espinillos sus pomas erizadas, y muestran, en sus verdores, reflejos internos de sangre blanca. Sobre esas claras sombras de esmeralada, los naranjos inclinan el peso de sus frutas de oro. Más allá, las palmeras alzan al cielo la elegancia natural de sus troncos y ramajes. Los caminos se cruzan separando los huertos, y los huertos se multiplican en un oasis riente. Algunas casas aparecen con sus ojos arábigos y sus ventanas ojivales, y sus azoteas, tendidas sobre muros de cal blanca, arcos azules y lienzos rojizos. En las rutas duermen mendigos, de cara al sol: guardan netre las manos sus báculos de caminantes. Otros, en rigidez profunda, mueven los labios, y rezan sin pedir limosna. Parecen los budas de la indigencia en la dirección de una selva sagrada. Los cubren andrajos coloreados, y por los agujeros de los turbantes escapan sus mechas terrosas. Bajo el brillo de palmeras, naranjos y catos, dan la sensación de adherirse al suelo, no a semejanza de los árboles sino como las piedras. Así, sus colores se marchitan, sus pingajos caen, y devorados por la mugre, lejos de las savias, esperando la muerte, ostentan entre el lujo de las vegetaciones su miseria impávida.

Llegan a la ciudad mercaderes de legumbres, cacharros y baratijas. Envueltos en mantos talares, con turbantes pintorescos, forman hormigueros bullentes en la dirección de la plaza. Cruzan también, sobre camellos, beduínos con el fusil a la espalda, y tocas de trenzas crinosas, obscuras y recias; otros, reparten leche desde aquel alto trono, más alto que las naranjas, y casi tocando las palmeras. Varias mujeres pasan. Llevan túnicas de múltiples pliegues, y en la cabeza un odre, que el movimiento ennoblece. Han heredado la gracia negligente y elegante de lejanas abuelas, y el agua de sus barros lustraros, más que para los labios del cuerpo se antoja para los sueños del alma. Caminamos siempre. Se diseñan dos fuentes, y nuevas mujeres, que charlan, colman sus odres. El rumor de sus acentos se mezcla al de la suave linfa en que canta un versículo del Exodo: «En aquellos días llegaron los hijos de Israel a Elim, donde había doce fuentes y setenta palmeras, y acamparon allí, junto a las aguas".

Nos detenemos. Las imágenes se enlazan y las reminiscencias se buscan; la brisa juega entre las plantas, hace chispear las hojas y toca las cuerdas del espíritu, tendidas como las de un arpa. Los animales, que cruzan, sirviendo para los usos de la vida, no pueden ir, ni en idea, a los lugares sagrados de los sacrificios antiguos. Pero pensamos en ellos. Oímos al Cirene, de la geórgica virgiliana, aconseja a su hijo: "En los cuatro altares de las Diosas, inmola cuatro becerras de la cumbre del Licio, de cerviz no usada por el yugo. Ofrécelas a las sombras de Orfeo y de Eurídice; por su virtud, en las carnes disueltas brotarán abejas del licor caliente de los huesos, abejas que saquen miel de las rosas, cantando los amores del héroe y de la virgen.»

La tradición se perpetúa. A su entrada en Jerusalén Jesús elige a su vez la más humilde de las bestias, y dice a dos de sus discípulos: «ld al lugar que está enfrente de vosotros, y hallaréis un pollino, sobre el cual no ha subido ningún hombre: desatadlo y traedlo.»

Desfilan hoy, ante nosotros, burros diminutos y fuertes. Algunos muchachos, los cabalgan y barren el suelo con las palmeras que arrastran. Son ramos destinados a la fabricación de chozas, pero la ilusión emociona, en el domingo de sol, al pisar la Tierra Santa.

Estos animales descienden de aquellos que temblaron bajo la mano de Cristo; estas palmeras de aquellas que con las vestiduras se tendían al paso del séquito.

Jesús, añadió: «Si al desatar el asna y su pollino, alguno os replicase algo, decid que el Señor los necesita, y luego los dejará». Y, sin duda, allí donde sembrara el amor para recoger el sufrimiento, todo le pertenecía: el agua de la fuente, el fruto de la higuera, el ramo del olivo, la frescura de las brisas y el alma de los hombres.

Turbadora tristeza se apodera del viajero: traen las sandalias el polvo de las sendas impuras; y es menester, antes de proseguir, besar el rastro de los pies divinos.

La voz del profeta, sacude, en tanto, los árboles, las aguas, los oídos y la mente:

«¡Oh! transpórtate de alegría, Hija: de Sión;
Lanza gritos de júbilo, hija de Jerusalén.
He aquí tu Rey que viene
Sobre un pollino, el pequeño de una asna.
Yo destruiré los carros de Efraín.
Y los caballos de Jerusalén,
Y los arcos de guerra serán aniquilados.
El anunciará la paz a las naciones
Y dominará desde una mar a la otra.»

La profecía necesitó diez siglos para cumplirse. Por ella, un mundo nuevo se iba a juntar a los dos antiguos, verificándose después de la entrada en Jerusalén un cambio profundo y universal en la Historia. San Justino, místicamente, saludó el asna, cual símbolo del pueblo judío, sometido al yugo de la ley y asistiendo al triunfo; y al pollino, cual emblema del paganismo, no sometido aún a la ley mosaica... Tropel de gentes se arremolinaba en torno del Maestro: «Salud y gloria al Hijo de David. Bendito el que viene en nombre del Señor». Muchos, alfombraban con sus vestiduras el camino; otros, cortaban ramas de los árboles; las mujeres, arrojaban flores; y todos tralan gajos de olivo, imagen del de la Paz, que paseara la paloma del Arca sobre la destrucción del Diluvio.

¿En dónde el carro de los reyes de Babilonia, el cetro de los faraones de Egipto, el laurel de los conquistadores griegos, la espada de los césares romanos? Caballero en la humilde bestia, iba la figura sin más símbolo que el resplandor de sus ojos, sin más corona que el oro de su pelo, sin más cetro que su pureza, sin más ejército que su palabra. Ni abanicos triunfales, ni bosques de lanzas, ni desfiles de tesoros, ni cortejos de cautivos: lo custodiaba, y era bastante, el grito jubiloso, pregón de la maravilla de su obra. Y las calles de Jerusalén se conmovían, y toda la ciudad se preguntaba:—«¿Quién es éste?»—y los distípulos respondían: —«Este es Jesús, el profeta de Nazaret, de Galilea. »

Al bronco acento de las multitudes, se unió entonces la cristalina voz de los niños: «Salud y gloria en las alturas». Esa voz, más fresca que los renuevos del olivo, era la posteridad saludando la: Resurrección sobre la Muerte. Los fariseos lo comprendieron:—«Maestro— murmuraron,—reprende a tus discípulos». El dulce acento de Jesús se hizo enérgico:—«Os digo que si estos callaren, las piedras darán voces.»

Una semana después, muchos de la misma turba pedirán la condenación ante el Pretorio, proferirán las blasfemias del Calvario, negarán el milagro del sepulcro. El drama se reproducirá eternamente: hoy, en toda una nación; mañana, en.sólo un alma. Pero las palmeras que vemos en Jaffa; el olivar que saludaremos en Getsemaní; los mirtos dejados en Grecia, se proyectarán siempre sobre el rosal de la Pasión, para decir a los hombres: «En nuestros rumores grita un inmortal prodigio; no importa que calléis un momento, las piedras darán voces

El instantáneo cuadro, intenso, evocado al paso de las bestias y de las palmas, se esfuma y se disuelve, dejándonos pensativos.

Volvemos a marchar. El rumor de los verdaderos ramos, agita aún las substancias inmateriales del espiritu. Las plantas de los jardines, truecan poco a poco sus radiantes verduras, por la melancolía callada de un instrumento acordado entre sublimes vuelos. ¿Quién se llevó la mano prodigiosa que estremeció sus cuerdas con rayos de sol y soplos de brisa? Suena la esquila de la escuela cristiana, murmurando palabras del Evangelio: «No entrará en el reino de Dios quien no lo recibiere como un niño». La misma mano que animó las palmeras tañe el bronce; las notas suben a lo azul; y esta vez el paisaje quiere fundirse con lo infinito, mientras la oración dominical se exhala de nuestros labios y de las cosas. «Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre...»

Por un camino travieso llegamos a la plaza de Jaffa. El sol brilla pintorescamente sobre las ropas talares de la multitud. En un rincón, varios camellos, echados, forman un círculo, y en su centro danza un mono, repugnante, de un cíngaro de feria. Los beduinos lo asustan imitando rugidos de leones. Chasquea el látigo del amo en vez de órgano o tambor, y la pobre bestia, al son de la suela, hace muecas de mártir ridiculo. Más lejos, de pie, otro grupo oculta su atención en la soñolencia de rostros bronceados. Los camellos, la cabeza en alto, abstraidos y despiertos, sometiéndose a un pensamiento en que parecen pesar varios siglos, se inmovilizan, y con desdeñosa majestad, esperan, para animarse, el latigazo del viento del desierto.