Zalacaín el aventurero/Libro I/Capítulo II

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Zalacaín el aventurero
Libro Primero: La infancia de Zalacaín

de Pío Baroja
Capítulo II


DONDE SE HABLA DEL VIEJO CÍNICO MIGUEL DE TELLAGORRI


Algunas veces, cuando su madre enviaba por vino o por sidra a la taberna de Arcale a su hijo Martín, le solía decir:

— Y si le encuentras, al viejo Tellagorri, no le hables, y si te dice algo, respóndele a todo que no.

Tellagorri, tío-abuelo de Martín, hermano de la madre de su padre, era un hombre flaco, de nariz enorme y ganchuda, pelo gris, ojos grises, y la pipa de barro siempre en la boca. Punto fuerte en la taberna de Arcale, tenía allí su centro de operaciones, allí peroraba, discutía y mantenía vivo el odio latente que hay entre los campesinos por el propietario.

Vivía el viejo Tellagorri de una porción de pequeños recursos que él se agenciaba, y tenía mala fama entre las personas pudientes del pueblo. Era, en el fondo, un hombre de rapiña, alegre y jovial, buen bebedor, buen amigo y en el interior de su alma bastante violento para pegarle un tiro a uno o para incendiar el pueblo entero.

La madre de Martín presintió que, dado el carácter de su hijo, terminaría haciéndose amigo de Tellagorri, a quien ella consideraba como un hombre siniestro. Efectivamente, así fué; el mismo día en que el viejo supo la paliza que su sobrino había adjudicado al joven Ohando, le tomó bajo su protección y comenzó a iniciarle en su vida.

El mismo señalado día en que Martín disfrutó de la amistad de Tellagorri, obtuvo también la benevolencia de «Marqués». Marqués era el perro de Tellagorri, un perro chiquito, feo, contagiado hasta tal punto con las ideas, preocupaciones y mañas de su amo, que era como él; ladrón, astuto, vagabundo, viejo, cínico, insociable é independiente. Además, participaba del odio de Tellagorri por los ricos, cosa rara en un perro. Si «Marqués» entraba alguna vez en la iglesia, era para ver si los chicos habían dejado en el suelo de los bancos donde se sentaban algún mendrugo de pan, no por otra cosa. No tenía veleidades místicas. A pesar de su título aristocrático, «Marqués», no simpatizaba ni con el clero ni con la nobleza. Tellagorri le llamaba siempre «Marquesch», alteración que en vasco parece más cariñosa.

Tellagorri poseía un huertecillo que no valía nada, según los inteligentes, en el extremo opuesto de su casa, y para ir a él le era indispensable recorrer todo el balcón de la muralla. Muchas veces le propusieron comprarle el huerto, pero él decía que le venía de familia y que los higos de sus higueras eran tan excelentes, que por nada del mundo vendería aquel pedazo de tierra.

Todo el mundo creía que conservaba el huertecillo para tener derecho de pasar por la muralla y robar, y esta opinión no se hallaba, ni mucho menos, alejada de la realidad.

Tellagorri era de la familia de los Galchagorris, la familia de los pantalones colorados, y este consonante, entre el mote de su familia y su nombre había servido al padre de la sacristana, viejo chusco que odiaba a Tellagorri, de motivo a una canción que hasta los chicos la sabían y que mortificaba profundamente a Tellagorri.

La canción decía así:


Tellagorri
Galchagorri
Ongui etorri
Onera.
Ostutzale
Erantzale
Nescatzale
Zu cerá.


(Tellagorri, Galchagorri, bien venido seas aquí. Aficionado a robar, aficionado a beber aficionado a las muchachas, eres tú.)

Tellagorri, al oír la canción, fruncía el entrecejo y se ponía serio.

Tellagorri era un individualista convencido, tenía el individualismo del vasco reforzado y calafateado por el individualismo de los Tellagorris.

— Cada cual que conserve lo que tenga y que robe lo que pueda —decía.

Ésta era la más social de sus teorías, las más insociables se las callaba.

Tellagorri no necesitaba de nadie para vivir. Él se hacía la ropa, él se afeitaba y se cortaba el pelo, se fabrica las abarcas, y no necesitaba de nadie, ni de mujer ni de hombre. Así al menos lo aseguraba él.

Tellagorri, cuando le tomó por su cuenta a Martín, le enseñó toda su ciencia. Le explicó la manera de acogotar una gallina sin que alborotase, le mostró la manera de coger los higos y las ciruelas de las huertas sin peligro de ser visto, y le enseñó a conocer las setas buenas de las venenosas por el color de la hierba en donde se crían.

Esta cosecha de setas y la caza de caracoles constituía un ingreso para Tellagorri, pero el mayor era otro.

Había en la Ciudadela, en uno de los lienzos de la muralla, un rellano formado por tierra, al cual parecía tan imposible llegar subiendo como bajando. Sin embargo, Tellagorri dió con la vereda para escalar aquel rincón y, en este sitio recóndito y soleado, puso una verdadera plantación de tabaco, cuyas hojas secas vendía al tabernero Arcale.

El camino que llevaba a la plantación de tabaco del viejo, partía de una heredad de los Ohandos y pasaba por un foso de la Ciudadela. Abriendo una puerta vieja y carcomida que había en este foso, por unos escalones cubiertos de musgo, se llegaba al rincón de Tellagorri.

Este camino subía apoyándose en las gruesas raíces de los árboles, constituyendo una escalera de desiguales tramos, metida en un túnel de ramaje.

En verano, las hojas lo cubrían por completo. En los días calurosos de Agosto se podía dormir allí a la sombra, arrullado por el piar de los pájaros y el rezongar de los moscones.

El foso era lugar también interesante para Martín; las paredes estaban cubiertas de musgos rojos, amarillos y verdes; entre las piedras nacían la lechetrezna, el beleño y el yezgo, y los grandes lagartos tornasolados se tostaban al sol. En los huecos de la muralla tenían sus nidos las lechuzas y los mochuelos.

Tellagorri explicaba todo detenidamente a Martín.

Tellagorri era un sabio, nadie conocía la comarca como él, nadie dominaba la geografía del río Ibaya, la fauna y la flora de sus orillas y de sus aguas como este viejo cínico.

Guardaba, en los agujeros del puente romano, su aparejo y su red para cuando la veda; sabía pescar al martillo, procedimiento que se reduce a golpear algunas losas del fondo del río y luego a levantarlas, con lo que quedan las truchas que han estado debajo inmóviles y aletargadas.

Sabía cazar los peces a tiros; ponía lazos a las nutrias en la cueva de Amaviturrieta, que se hunde en el suelo y está a medias llena de agua; echaba las redes en Ocin beltz, el agujero negro en donde el río se embalsa; pero no empleaba nunca la dinamita porque, aunque vagamente, Tellagorri amaba la Naturaleza y no quería empobrecerla.

Le gustaba también a este viejo embromar a la gente: decía que nada gustaba tanto a las nutrias como un periódico con buenas noticias, y aseguraba que si se dejaba un papel a la orilla del río, estos animales salen a leerlo; contaba historias extraordinarias de la inteligencia de los salmones y de otros peces. Para Tellagorri, los perros si no hablaban era porque no querían, pero él los consideraba con tanta inteligencia como una persona. Este entusiasmo por los canes le había impulsado a pronunciar esta frase irrespetuosa:

— «Yo le saludo con más respeto a un perro de aguas, que al señor párroco.»

La tal frase escandalizó el pueblo.

Había gente que comenzaba a creer que Tellagorri y Voltaire eran los causantes de la impiedad moderna.

Cuando no tenían, el viejo y el chico, nada que hacer, iban de caza con «Marquesch» al monte. Arcale le prestaba a Tellagorri su escopeta. Tellagorri, sin motivo conocido, comenzaba a insultar a su perro. Para esto siempre tenía que emplear el castellano:

— ¡Canalla! ¡Granuja! -le decía-. ¡Viejo cochino! ¡Cobarde!

«Marqués» contestaba a los insultos con un ladrido suave, que parecía una quejumbrosa protesta, movía la cola como un péndulo y se ponía a andar en zig-zag, olfateando por todas partes. De pronto veía que algunas hierbas se movían y se lanzaba a ellas como una flecha.

Martín se divertía muchísimo con estos espectáculos. Tellagorri lo tenía como acompañante para todo, menos para ir a la taberna; allí no le quería a Martín. Al anochecer, solía decirle, cuando él iba a perorar al parlamento de casa de Arcale:

— Anda, vete a mi huerta y coge unas peras de allí, del rincón, y llévatelas a casa. Mañana me darás la llave.

Y le entregaba un pedazo de hierro que pesaba media tonelada por lo menos.

Martín recorría el balcón de la muralla. Así sabía que en casa de Tal habían plantado alcachofas y en la de Cual judías. El ver las huertas y las casas ajenas desde lo alto de la muralla, y el contemplar los trabajos de los demás, iba dando a Martín cierta inclinación a la filosofía y al robo.

Como en el fondo el joven Zalacaín era agradecido y de buena pasta, sentía por su viejo Mentor un gran entusiasmo y un gran respeto. Tellagorri lo sabía, aunque daba a entender que lo ignoraba; pero en buena reciprocidad, todo lo que comprendía que le gustaba al muchacho o servía para su educación, lo hacía si estaba en su mano.

¡Y qué rincones conocía Tellagorri! Como buen vagabundo era aficionado a la contemplación de la Naturaleza. El viejo y el muchacho subían a las alturas de la Ciudadela, y allá, tendidos sobre la hierba y las aliagas, contemplaban el extenso paisaje. Sobre todo, las tardes de primavera era una maravilla. El río Ibaya, limpio, claro, cruzaba el valle por entre heredades verdes, por entre filas de álamos altísimos, ensanchándose y saltando sobre las piedras, estrechándose después, convirtiéndose en cascada de perlas al caer por la presa del molino. Cerraban el horizonte montes ceñudos y en los huertos se veían arboledas y bosquecillos de frutales.

El sol daba en los grandes olmos de follaje espeso de la Ciudadela y los enrojecía y los coloreaba con un tono de cobre.

Bajando desde lo alto, por senderos de cabras, se llegaba a un camino que corría junto a las aguas claras del Ibaya. Cerca del pueblo, algunos pescadores de caña, se pasaban la tarde sentados en la orilla y las lavanderas, con las piernas desnudas metidas en el río, sacudían las ropas y cantaban.

Tellagorri conocía de lejos a los pescadores. -Allí están Tal y Tal, decía-. Seguramente no han pescado nada. No se reunía con ellos; él sabía un rincón perfumado por las flores de las acacias y de los espinos que caía sobre un sitio en donde el río estaba en sombra y a donde afluían los peces.

Tellagorri le curtía a Martín, le hacía andar, correr, subirse a los árboles, meterse en los agujeros como un hurón, le educaba a su manera, por el sistema pedagógico de los Tellagorris que se parecía bastante al salvajismo.

Mientras los demás chicos estudiaban la doctrina y el catón, él contemplaba los espectáculos de la Naturaleza, entraba en la cueva de Erroitza en donde hay salones inmensos llenos de grandes murciélagos que se cuelgan de las paredes por las uñas de sus alas membranosas, se bañaba en Ocin beltz, a pesar de que todo el pueblo consideraba este remanso peligrosísimo, cazaba y daba grandes viajatas.

Tellagorri hacía que su nieto entrara en el río cuando llevaban a bañar los caballos de la diligencia, montado en uno de ellos.

— ¡Más adentro! ¡Más cerca de la presa, Martín! -le decía.

Y Martín, riendo, llevaba los caballos hasta la misma presa.

Algunas noches, Tellagorri, le llevó a Zalacaín al cementerio.

— Espérame aquí un momento -le dijo.

— Bueno.

Al cabo de media hora, al volver por allí le preguntó:

— ¿Has tenido miedo, Martín?

— ¿Miedo de qué?

— «¡Arrayua!» Así hay que ser -decía Tellagorri-. Hay que estar firmes, siempre firmes.