Zalacaín el aventurero/Libro I/Capítulo III

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Zalacaín el aventurero
Libro Primero: La infancia de Zalacaín

de Pío Baroja
Capítulo III


LA REUNIÓN DE LA POSADA DE ARCALE


La posada de Arcale estaba en la calle del castillo y hacía esquina al callejón Oquerra. Del callejón se salía al portal de la Antigua; hendidura estrecha y lóbrega de la muralla que bajaba por una rampa en zig-zag al camino real. La casa de Arcale era un caserón de piedra hasta el primer piso, y lo demás de ladrillo, que dejaba ver sus vigas cruzadas y ennegrecidas por la humedad. Era, al mismo tiempo, posada y taberna con honores de club, pues allí por la noche se reunían varios vecinos de la calle y algunos campesinos a hablar y a discutir y los domingos a emborracharse. El zaguán negro tenía un mostrador y un armario repleto de vinos y licores; a un lado estaba la taberna, con mesas de pino largas que podían levantarse y sujetarse a la pared, y en el fondo la cocina. Arcale era un hombre grueso y activo, excosechero, extratante de caballos y contrabandista. Tenía cuentas complicadas con todo el mundo, administraba las diligencias, chalaneaba, gitaneaba, y los días de fiesta añadía a sus oficios el de cocinero. Siempre estaba yendo y viniendo, hablando, gritando, riñendo a su mujer y a su hermano, a los criados y a los pobres; no paraba nunca de hacer algo.

La tertulia de la noche en la taberna de Arcale la sostenían Tellagorri y Pichía. Pichía, digno compinche de Tellagorri, le servía de contraste. Tellagorri era flaco, Pichía gordo; Tellagorri vestía de obscuro, Pichía, quizá para poner más en evidencia su volumen, de claro; Tellagorri pasaba por pobre, Pichía era rico; Tellagorri era liberal, Pichía carlista; Tellagorri no pisaba la iglesia, Pichía estaba siempre en ella, pero a pesar de tantas divergencias Tellagorri y Pichía se sentían almas gemelas que fraternizaban ante un vaso de buen vino.

Tenían estos dos oradores de la taberna de Arcale hablando en castellano un carácter común y era que invariablemente trabucaban las efes y las pes. No había medio de que las pronunciasen a derechas.

— ¿Qué te farece a tí el médico nuevo? --le preguntaba Pichía a Tellagorri.

— !Psé! --contestaba el otro--. La frática es lo que le palta.

— Pues es hombre listo, hombre de alguna portuna, tiene su fiano en casa.

No había manera de que uno u otro pronunciaran estas letras bien.

Tellagorri se sentía poco aficionado a las cosas de iglesia, tenía poca apición, como hubiera dicho él, y cuando bebía dos copas de más la primera gente de quien empezaba a hablar mal era de los curas. Pichía parecía natural que se indignara y no sólo no se indignaba como cerero y religioso, sino que azuzaba a su amigo para que dijera cosas más fuertes contra el vicario, los coadjutores, el sacristán o la cerora.

Sin embargo, Tellagorri respetaba al vicario de Arbea, a quien los clericales acusaban de liberal y de loco. El tal vicario tenía la costumbre de coger su sueldo, cambiarlo en plata y dejarlo encima de la mesa formando un montón, no muy grande, porque el sueldo no era mucho, de duros y de pesetas. Luego, a todo el que iba a pedirle algo, después de reñirle rudamente y de reprocharle sus vicios y de insultarle a veces, le daba lo que le parecía, hasta que a mediados del mes se le acababa el montón de pesetas y entonces daba maíz o habichuelas siempre refunfuñando é insultando.

Tellagorri decía: --Esos son curas, no como los de aquí, que no quieren más que vivir bien y buenas profinas.

Toda la torpeza de Tellagorri hablando castellano se trocaba en facilidad, en rapidez y en gracia cuando peroraba en vascuence. Sin embargo, él prefería hablar en castellano porque le parecía más elegante.

Cualquier cosa llegaba a ser graciosa en boca de aquel viejo truhán; cuando pasaba por delante de la taberna alguna chica bonita, Tellagorri lanzaba un ronquido tan socarrón que todo el mundo reía.

Otro, haciendo lo mismo, hubiese parecido ordinario y grosero; él, no; Tellagorri tenía una elegancia y una delicadeza innata que le alejaban de la grosería.

Era también hombre de refranes, y cuando estaba borracho cantaba muy mal, sin afinación alguna, pero dando a las palabras mucha malicia.

Las dos canciones favoritas suyas eran dos híbridas de vascuence y castellano; traducidas literalmente no querían decir gran cosa, pero en sus labios significaban todo. Una, probablemente de su invención, era así:


Ba dala sargentua
Ba dala quefia.
Erreguiñen bizcarretic
Artzen ditu cafia.

(Ya sea sargento, ya sea jefe, a costa de la reina, toma su café).


Esto, en boca de Tellagori, quiería decir que todo el mundo era un pillo.

La otra canción la tenía el viejo para los momentos solemnes, y era así:


Manuelacho, escasayozu
Barcasiyua Andresí.

(Manolita, pídele perdón a Andrés).


Y hacía, al decir esto Tellagorri, una reverencia cómica, y continuaa con voz gangosa:


Beti orrela ibilli gabe
majo sharraren iguesí.

(Sin andar siempre, de esa manera, huyendo de un viejecito tan majo).


Y después, como una consecuencia grave de lo que había dicho antes, añadía:


Napoleonen pauso gaiztoac
ondó dituzu icasi.

(Los malos pasos de Napoleón, bien los has aprendido).


No era fácil comprender qué malos pasos de Napoleón habría aprendido Manolita. Probablemente Manolita no tendría ni la más remota idea de la existencia del héroe de Austerlitz, pero esto no era obstáculo para que la canción en boca de Tellagorri tuviese muchísima gracia.

Para los momentos en que Tellagorri estaba un tanto excitado o borracho, tenía otra canción bilingüe, en que se celebraba el abrazo de Vergara y que concluía así:


¡Viva Espartero! ¡Viva erreguiña!
¡Ojalá de repente ilcobalizaque
Bere ama ciquiña!

(¡Viva Espartero! ¡Viva la reina! Ojalá de repente se muriese su sucia madre!).


Este adjetivo, dirigido a la madre de Isabel II, indicaba cómo había llegado el odio por María Cristina hasta los más alejados rincones de España.