Zumalacárregui/XII

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XII

Llegaron por allí dos mujeres que Fago no vio con buenos ojos. No temía de ellas la traición deliberada, sino la infidencia inocente, por indiscretas habladurías.

«¿Saben ustedes -les preguntó- si están en la venta los miqueletes?

-Ya se fueron, pues, con tropa. Volver ya harán, pues, a las diez. La cena ya pedirle han hecho a Casiana.

-Chapelgorris dormir hacen por la noche... y algunas noches ya hemos visto, pues, subir monte, y hablar confianza con partidas.

-No me fío -dijo Fago-; y ahora van ustedes a hacer lo que yo les mande, pero sin tratar de engañarme, porque en este caso lo pasarán mal.

-Serviremos ya, pues.

-Ahora se van ustedes a buen pasito por este sendero arriba, y en el primer caserío que encuentren se enteran de si hay pareja de bueyes, y la tratan, ofreciendo una dobla por media noche, y me la traen aquí; y si en vez de un par me consiguen dos, les daré a ustedes media onza de oro, con la cual paga este leal trabajo nuestro rey Carlos V. Accedan o no a prestarme este servicio, sepan que mientras estemos aquí no les permito pasar el puente para volver a la venta. Y no traten de engañarme, dando un rodeo para vadear el río, porque mi gente las vigila, y no hay forma de escapar. La que intentare pasar a la otra orilla antes que yo se lo permita, será pasada... por las armas. Conque... ya saben. Si me obedecen, media onza y viva Carlos V; si no, la muerte. Decídanse pronto».

Ambas gustaban en verdad de servir a la causa; pero la una tenía que volver a su casa con leña; las urgencias de la otra, que era corpulentísima, consistían en la obligación de dar la teta a su niño. «Tú llevarás la leña después -les dijo Fago-; y el crío tuyo, que espere. Por nada del mundo os permito volver a la venta». Ante tan resuelta actitud, diéronse prisa las dos a desempeñar su comisión, y con paso ligero emprendieron la marcha. Advirtioles el jefe que si encontraban a los dos hombres de la partida que habían salido con el mismo encargo de buscar yuntas, les diesen exacto conocimiento del lugar donde él y los suyos se encontraban. «Y otra cosa -agregó llamándolas después que echaron a correr-: que no me traigáis parejas con carro. Como yo sienta el chirrido de ruedas con los ejes desengrasados, hago un escarmiento en vosotras, en los boyeros y en los bueyes mismos... ¡Eh, andando!»

Antes que las mujeres, se presentaron de regreso los dos hombres con una sola yunta, pues no habían podido conseguir más. Transcurrieron las primeras horas de la noche en gran ansiedad, con el temor de que apareciesen los miqueletes reforzados con tropa cristina; pero nada de esto ocurrió. No se oía más ruido que el del Urola saltando entre las peñas de su lecho. El vigía que pusieron junto al puente, ordenándole que permaneciese tumbado con el oído sobre la tierra, comunicó que los boinas rojas habían llegado, y después de permanecer un rato en la venta, cenando quizás, habían vuelto a salir, alejándose río arriba. Receló después Fago que las familias de las dos mujeres, que en aquel momento servían la causa del Rey, se inquietaran por su tardanza y saliesen en su busca; recelo que se confirmó antes de las once con la aparición de una vieja y un chico preguntando por las ausentes. Una y otro confirmaron la ausencia de los chapelgorris; la vieja, con su ardiente adhesión a la causa, manifestada espontáneamente, inspiró confianza al jefe; era madre de la mujerona que criaba: el esposo de ésta servía con Zumalacárregui. Expresados el nombre y la filiación del tal, resultó que Chomín le conocía; eran grandes amigotes. «¡Vaya, Tomás Mutiloa!» Echándose a llorar, dijo la vieja que el apóstol Santiago se le había aparecido la noche anterior, asegurándole que ella no se moriría sin ver a D. Carlos en el trono, ya la santa religión triunfante. Preguntole Fago si no había en su casa algún hombre forzudo que quisiese trabajar; a lo que respondió la anciana que en su familia no había más hombre que su hija Ignacia, la cual tenía una fuerza como la de una vaca. Tiraba de un carro de abono tan guapamente; araba como la mejor pareja, y para romper la tierra no había otra. «Pues tráele aquí la cría para que le dé la teta en cuanto venga, y así podrá ayudarnos». No quería la vieja más que obedecer, poniéndose decididamente a las órdenes de aquel personaje desconocido, en quien su senil imaginación y su fanatismo veían a un príncipe de la familia real, disfrazado. Pronto regresó con el chico, que parecía un ternero; media hora después volvían el marimacho y su compañera con una pareja de bueyes, única que habían podido encontrar.

Con los escasos elementos de que disponía, organizó Fago su marcha, y desenterrado en un momento el cañón, engancharon, y ¡hala monte arriba! Gorria formó yunta con la Ignacia, y daba gloria verles tirando de la pieza. La otra mujer también ayudaba, y el chico, que era su hermano, igualmente. Delante iba la vieja con el ternero en brazos, animando a los bravos campeones de ambos sexos con palabras de alegría y confianza en la causa: «¡Arrear, arrear ya, mutillac!, y háganse cargo de que al propio Rey a su palacio llevan. ¿Pesa, pesa? Ya vale, pues. Con este cañón que llevar hacéis, ya querrá Dios que D. Tomás hacer polvo a los negros... ¿Cansar hacéis? Aquí no cansar ninguno. Pensar, pues, que a rastra llevar el mismo religión, y quitar el de herejes... Pensar esto, pues, y Dios ya dará fuerzas a vos, hará que fuerzas tener como bueyes y caballos... ¡Arrear, arrear!»

La noche era oscura, glacial, y la neblina condensada se resolvía en lluvia menudísima, que habría enfriado los huesos de los expedicionarios si el rudo ejército del tiro no les hiciese entrar en calor. Ignacia echaba fuego de su rostro; pero, incansable, daba ejemplo de resistencia a los hombres. Sin detenerse más que breves momentos en los puntos que designaba el jefe para tomar descanso, llegaron al amanecer a las alturas que dominan a Villarreal, y de allí, sin perder tiempo, cuesta abajo ya, se dirigieron a la cuenca del Oria por Astigarreta, donde ya tenían contratadas yuntas para bajar hasta Beasaín. La vieja con su ternero, la gigantesca Ignacia y la otra con el chico se despidieron allí para volver a su casa, después de bien recompensadas en nombre de Su Majestad, encargando la mujer-vaca que dijeran a su marido Mutiloa el grande servicio que ella había prestado a la causa, y que no dejara de portarse en toda ocasión como un valiente, pues el Rey y Dios, de una manera o de otra, se lo habían de premiar.

Acordó Fago un descanso de medio día, cinco horas de sueño y una para comer, y Chomín propuso que visitaran a un ermitaño que en aquellas soledades gozaba opinión de santo, y aun se permitía milagrear un poco. Llamábanle Borra, y hacía doce años que se había dado a la vida ascética, construyendo su cabaña de piedra y barro, techo de juncos y tierra, en una de las vertientes del Murumendi. Vivía de limosnas y del fruto de un huertecito que cultivaba junto a la cabaña. Chomín y Gorria, mientras conducían a su jefe a visitar al ermitaño, contaron, que éste había militado en las partidas realistas del año 22, y que habiéndole sorprendido Mina en actos de espionaje, le condenó a muerte, conmutándole luego la pena por la menos cruel y más infamante de cortarle las orejas. Se las cortaron, ¡ay!, y el pobre hombre se fue a su casa, sin gana ya de volver a guerrear por los realistas ni por ningún nacido. Agobiado de tristeza y soledad, pues además de la falta de orejas lloraba la de familia, vendió su corta hacienda, y se fue al monte, ávido de quietud religiosa, lejos de las pasiones humanas y del loco trajín del mundo. No volvieron a entrar tijeras en su barba y cabello, y éstos le cubrían la mutilación nefanda. Vestía un capote de pastor, y se hallaba acompañado de una cabra y un perro. Como a veinte pasos de su cabaña había plantado una enorme cruz hecha con troncos, y allí rezaba las horas muertas: aquélla era su iglesia, y no tenía más, ni le hacía falta para nada. El huerto dábale coles y borrajas, alguna patata; no cazaba, ni poseía instrumentos para quitar la vida a ningún ser. Sus devotos, que en Beasaín y Larza los tenía muy fieles, solían subirle cosas de más sustancia: alguna trucha del Oria, queso, pan, y en las solemnidades, huevos y algún chorizo de añadidura.

Distaban aún cien pasos de la choza Fago y sus compañeros, cuando se encontraron al ermitaño, que paseaba al sol, precedido de la cabra y el perro. Era alto y huesudo, tan tieso que parecía de madera; figura semejante a muchas que se ven en nichos polvorosos de las iglesias, olvidadas de la devoción, sin ofrendas, sin culto. El cabello entrecano le caía hasta los hombros, y la barba era de variados colores, uno y otra de extraordinaria aspereza. Calzaba peales, y se cubría todo el cuerpo con un ropón de jerga, remendado con cierto esmero, ceñido a la cintura por cuerda de cáñamo. En una mano llevaba el garrote, y en la otra un cuenco de media calabaza, con el cual bebía el agua cristalina de una fuente próxima a su vivienda. Saludado por los visitantes, miré a Fago con recelo, que el capellán disipó con palabras afectuosas.

«Eres tú aragonés -le dijo el venerable-. Por el acento te conocí. Vi y traté a muchos aragoneses en mi tiempo de pecador, y todos guapos chicos, pero muy quijotes... camorristas, bebedores, cantadores y enamorados». Siguieron hablando de cosas indiferentes, y luego propuso Borra que le acompañasen a la fuente, donde catarían con él el agua más rica del mundo. De aquel líquido se daba el solitario, según dijo, grandes atracones mañana y tarde, y a ello debía su inalterable salud. Fueron, pues, al manantial, y sentados en el césped finísimo, bebieron de un agua cristalina y glacial, que a Fago le pareció como todas las aguas, y a Chomín inferior al peor vino. El de Navarra fue ardientemente elogiado por Gorria, y de aquí saltó la conversación a la guerra, diciendo Fago: «Nosotros tres y los compañeros que abajo quedan somos servidores del rey D. Carlos V, en favor de quien tú, bendito Borra, seguramente imploras los auxilios del cielo. Unos con las oraciones y otros con las armas, todos ayudamos a la causa». Respondió el ermitaño con frialdad, no inferior al agua que habían bebido, que él, desde que se retiró a la aspereza del monte, había hecho corte de cuentas con todo lo que fuera política, reyes y ambiciones armadas o pacíficas. Nada le importaba ya que mandase Juan o Pedro, y le gustaba más mirar a las estrellas que a los hombres. Hasta su soledad llegaban a veces rumores de tropas que pasaban por el fondo de los valles; pero él les hacía el mismo caso que si fueran las caravanas de hormigas que andan afanosas por la tierra.

«Óiganme, señores míos, y si quieren hacerme caso, bien, y si no, también. Yo les digo que la guerra es pecado, el pecado mayor que se puede cometer, y que el lugar más terrible de los infiernos está señalado para los Generales que mandan tropas, para los armeros que fabrican espadas o fusiles, y para todos, todos los que llevan a los hombres a ese matadero con reglas. La gloria militar es la aureola de fuego con que el Demonio adorna su cabeza. El que guerrea se condena, y no le vale decir que guerrea por la religión, pues la religión no necesita que nadie ande a trastazos por ella. ¿Es santa, es divina? Luego no entra con las espadas. La sangre que había que derramar por la verdad, ya la derramó Cristo, y era su sangre, no la de sus enemigos. ¿Quién es ese que llaman el enemigo? Pues es otro como yo mismo, el prójimo. No hay más enemigo que Satanás, y contra ése deben ir todos los tiros, y los tiros que a éste le matan son nuestras buenas ideas, nuestras buenas acciones».

Quiso Fago replicarle defendiendo las guerras cuyo fin es refrenar la maldad; pero el anacoreta no quiso escuchar tales argumentos, y levantándose y esgrimiendo el garrote, no con manera hostil, sino en forma oratoria, dijo estas palabras: «No, no, no... ¡A mí con ésas! Condenado Fernando VII, condenado D. Carlos María Isidro, y condenadas todas las reinas, magnates y archipámpanos que andan en este pleito.

-Y condenados también nosotros -dijo Fago, un poco mohíno, levantándose.

-También, si no vuelven la espalda al demonio -agregó el ermitaño, poniéndose en camino pausadamente en dirección de su cabaña-. Y más les digo: dos cosas malas, remalas hay en el mundo: la guerra y la mujer... ¡La guerra!, por el son de la palabra, ya se ve que también es mujer. Detrás de las matanzas entre hombres hay siempre querellas, envidias y trapisondas de mujeres.

-¿Crees, también que está condenado el bello sexo? -le preguntó Fago con un poquito de socarronería.

-Condenadas todas no -replicó el otro con autoridad-, porque algunas hay buenas... aunque pocas... Pero que el infierno está lleno de mujerío, no lo duden ustedes.

-¿Verlo tú, pues, Padre? -preguntó Chomín.

-No necesito verlo -dijo el solitario alzando el garrote con alguna viveza- para saber lo que hay allí; y si lo dudas, pronto te desengañarás, porque pronto te has de morir, y has de morir matando.

-Y de mí, -preguntó Fago-, ¿qué piensas?, ¿cómo y cuándo crees que he de morir?»

El eremita se detuvo, y mirándole grave y detenidamente al rostro, le dijo: «De ti no sé nada... No te entiendo... En ti veo mucho malo y mucho bueno. En tus ojos hay dos ángeles distintos: el uno con rayos de luz, el otro con cuernos. Yo no sé lo que será de ti. Tú harás maldades, tú harás bondades... No sé».

Siguieron un buen trecho silenciosos, hasta que Gorria, queriendo soliviantar al solitario, se dejó decir: «¿No sabes, santo Borra? Tenemos ya de General en jefe de los cristinos a Mina». Al oír este nombre se inmutó ligeramente el solitario, y con un movimiento maquinal se llevó ambas manos a las orejas, mejor dicho, a los oídos, cubiertos por la enmarañada y polvorosa guedeja. «Mina, Mina... -dijo algo turbado y balbuciente...- no es ése más ni menos perro que otros perros asesinos.

-Tu religión, nuestra religión -le dijo Fago-, te manda perdonar a tus enemigos.

-Y los perdono. Pero Dios no los perdonará... digo, no sé. Allá Él. Yo rezo todos los días porque los militares abran los ojos a la verdad, y abominen de las matanzas. Pero nada consigo. Todos los que vienen a verme me dicen que cada día es más terrible la guerra, y ya no guerrean sólo los hombres, sino los viejos y hasta los niños. Vosotros, que venís a dar un consuelo al pobre ermitaño, guerreros sois también, y sin duda de los que andan al acarreo de armas y municiones.

-Así es: honra mucha -dijo Chomín impetuoso-. Llevar hacemos un cañón grandísimo para el Ejército Real, y muy pronto, pues, oír tienes sus disparos.

-Mientras tú rezas -dijo Gorria-, nosotros disparamos... quiere decirse que rezamos con pólvora.

-Ese rezo es para Satanás maldito.

-¿Estás bien seguro de lo que afirmas? -le dijo Fago, queriendo poner fin a la conferencia y volver a su obligación.

-Tan seguro -replicó amoscándose el desorejado eremita-, como lo estoy de que los tres sois alcahuetes de la guerra, y mequetrefes de Satanás. Ya os estáis marchando para abajo, que yo me encuentro mejor en la compañía de los pájaros y de las moscas que en vuestra compañía.

-Nos vamos, sí -dijo Fago tranquilamente, sacando del bolsillo una moneda-. Nos llama nuestra obligación. Te dejaré una limosna.

-¿Dinero?... Gracias. No me hace falta para nada -replicó el santón, alejándose de los tres-. Ahí tenéis otro motivo de condenación, el maldito dinero, que no sirve más que para hacer a los hombres codiciosos y avarientos. Por dinero salta el hombre y baila la mujer, y de estos brincos sale la guerra... Guárdate tu moneda, que yo no tengo bolsillo. Mira las hormigas cómo viven sin dinero. Pues lo mismo soy yo: como y estoy bueno sin ver un cuarto... ¡Cuartos! ¡Vaya una inmundicia...!

-También tengo plata...

-¡Plata!, ¡qué roña!

-Y oro.

-De plata tiene los cuernos Lucifer, y de oro la pezuña. Váyanse, váyanse con Dios... Ustedes matan, yo rezo...».