Zumalacárregui/XIII
XIII
Se alejaron, dejándole en la proximidad de la cruz en actitud de oración. A distancia como de cien pasos, Gorria cogió una piedra, diciendo: «¿Quieren que se la estampe en mitad de la frente para que se le aclaren las entendederas a ese viejo estúpido?
-No, no; déjale... O es un bienaventurado de muy pocos alcances -dijo Fago- o un vividor de mucha trastienda. Sea lo que quiera, ha resuelto el problema de la vida, y es un hombre feliz. No se le haga ningún daño, pues él a nadie ofende, y vámonos, que es tarde».
Con toda felicidad bajaron al anochecer a Larza, y sin ningún percance pasaron el Oria, donde tenían parejas preparadas, siguiendo inmediatamente hacia Lazcano y Ataún, monte arriba, en busca de la sierra de Araquil. Ya no temían el encuentro de tropas cristinas; iban tranquilos, contando las horas que faltaban para llegar al término de su arriesgado viaje. Sanos y salvos los nueve, se creían ostensiblemente favorecidos de la Providencia, por la felicidad con que se les habían allanado los obstáculos y conjurado los peligros en su difícil aventura. En San Gregorio, donde en alegre descanso y esparcimiento pasaron el domingo, encontraron personas amigas, entre ellas el cura, a quien Gorria y Chomín trataban con bastante confianza, por haber sido el tal fusilero en el 5.º de Navarra durante un mes no más, distinguiéndose por su entusiasmo, ya que no por sus condiciones militares. El General fue quien le disuadió de sus guerreras aficiones, mandándole recoger los hábitos que ahorcado había, y convencido el hombre, mas no curado de su entusiasmo, se hizo soldado platónico, siguiendo con afán desde su iglesia el desarrollo de la campaña. Con Fago hizo o quiso hacer al instante buenas migas, alabándole su expedición, y atribuyendo el éxito de ésta a su consumada pericia; lo que él sentía era no poder agregarse a ellos para entrar nuevamente en filas. Pero no podía, no; estaba visto que no servía para el caso, pues su fiereza y acometividad se enfriaban enormemente al empezar el fuego, y le entraba un insano temblor, que si no era miedo, se le parecía como un huevo a otro.
Hablando, hablando, propuso a Fago que, para festejar dignamente la feliz llegada del cañón, dijese misa; y si al pronto el aragonés no rechazó la idea, luego sintió en su alma secreta repugnancia de celebrar: no se creía digno; no se encontraba en la disposición de conciencia que el acto requiere, y al suponerse revestido ante el altar, se le contraía el corazón y se le enfriaba toda la sangre, afectado de un miedo semejante al de su colega cuando sonaban los primeros tiros de una batalla. El uno temblaba ante los escopetazos; el otro ante la grave solemnidad del altar sagrado, ante el Evangelio abierto sobre el atril, ante el crucifijo. Este singular encogimiento de su espíritu le tuvo en gran tristeza todo aquel día, y necesitó de toda su voluntad para poder aguantar, con la conveniente cortesía, los despotriques belicosos del otro cura. A la noche continuaron el arrastre del cañón por ásperas pendientes pobladas de bosque. Felizmente, tenían en su ayuda a los mejores guías del país, enteramente afecto a la causa, y si no pudieron procurarse más de dos parejas, porque no las había, las suplieron con el tiro personal. Hombres y mujeres dejáronse enganchar gozosos, y hasta el cura, mejor dotado de musculatura que de corazón, se puso a tirar de la narria uncido con el sacristán. ¡Hala, hala por empinados senderos!... y a las tres de la madrugada llegaban al alto de Lizarrasti, divisoria entre las aguas de Navarra y Guipúzcoa. Ya estaban en casa, ya veían a sus pies el valle de la Borunda. Despidiéronse los de San Gregorio para regresar a sus hogares, y los compañeros de Fago, no pudiendo contener su júbilo por ver coronada de un éxito feliz la empresa que habían acometido, lanzaron en lo alto del monte el grito céltico Hiújujú, característico de las razas cántabras y éuskaras, relincho salvaje, pastoril, guerrero, pues todo lo expresa y dice sin decir nada. Resuena en la silenciosa cavidad de los valles profundos, como voz de los montes, convertidos en genios de piedra, con cabellera y pelambre de bosques, con túnica de nieblas y cimera de celajes desgarrados. A poco de lanzar su grito, oyeron la respuesta lejana. Hiújujú dijeron las profundidades de la Borunda, y el corazón de los expedicionarios palpitó de alegría. Volvieron a soltar el relincho, que quería decir: «Aquí estamos; volvemos con felicidad. Traemos el cañón, la esperanza». Y los de abajo, los hermanos, los compañeros de armas y de fe, respondían: «Os aguardamos, valientes. Al amanecer nos reuniremos. ¡Viva Carlos V!»
Viéndose en el término y remate de su arriesgada empresa, los expedicionarios, con la sola excepción del jefe, se entregaron a extremos de alegría delirante, y a la media noche se durmieron. Fago estaba triste, caviloso, y sus pensamientos tuviéronle en vela hasta hora muy avanzada. Se paseaba por entre los grupos de los compañeros entregados al sueño, o se sentaba en la narria para contemplar a su gusto el cielo, que en aquel punto y hora se espejó, cual si quisiera recrearle mostrándole su azul inmensidad poblada de estrellas.
Provenía la tristeza de Fago de una repentina intranquilidad de su conciencia. Todo aquello que hacía, ¿no era contrario a la ley de Dios? Las ideas toscamente expresadas por el ermitaño Borra se habían aferrado a su espíritu, y las antiguas dudas acerca de la divinidad de la causa defendida por la facción volvieron a atormentarle. «¿En qué consiste -se decía-, que a veces me siento guerrero, tan guerrero como el que más, y dotado de las esenciales miras y talentos de un caudillo militar, y a veces me siento profundamente religioso, con anhelos vivísimos de perfección? ¿Será posible que entre uno y otro sentimiento pueda existir concordia? El hombre de guerra, maestro de tropas, organizador de combates, y el hombre consagrado a las espirituales batallas del Evangelio, ¿pueden fundirse, como si dijéramos, en una sola persona? Para resolver este problema, he de asentar previamente que en el cúmulo de causas o banderías humanas, puede haber alguna que Dios apadrine, haciéndola suya. Las historias, y antes que las historias los profetas, nos dicen que hubo un pueblo de Dios, un pueblo a quien Dios protegió ostensiblemente en sus esfuerzos para librarle de la esclavitud, y después le guió en sus campañas contra la idolatría, inspirando a sus caudillos, dándoles el divino aliento estratégico y táctico. Sobre esto no hay duda».
Y continuando en la contemplación de las estrellas como si con ellas hablara, y ellas le respondieran dando vigor a sus argumentos, prosiguió en su ardiente soliloquio: «En tiempos relativamente modernos, tenemos la épica guerra secular contra los moros desde Pelayo a Isabel la Católica, y vemos la intervención divina en las batallas. Creo en la presencia militar del apóstol Santiago en Clavijo y en los estragos materiales causados por su acero; creo en los prodigios de la Cruz en las Navas de Tolosa; y viniéndome más acá, casi a un ayer cercano, veo en Lepanto la intercesión milagrosa de la Virgen del Rosario. No hay duda que el Cielo autoriza las guerras, que toma partido por los que salen a la defensa de la ley cristiana. Y ahora, ya veo muy claro que puede existir y ha existido lo que yo buscaba, la amalgama o fusión del hombre que acaudilla soldados y les lleva a la victoria, con el hombre que sirve a Dios en la paz soberana de la religión. Esta síntesis la veo clara en San Fernando: ¿quién me lo negará? San Fernando fue santo y Capitán General de los ejércitos de Castilla. San Fernando expugnó fortalezas, tomó ciudades y villas, ganó batallas campales, para lo cual hubo de matar grandes manadas de moros. Y al propio tiempo mereció por su virtud los honores de la canonización. Era místico y guerrero: sin duda rezaba en el momento de machacar cabezas de infieles...».
Tanto alborozo produjo en su alma esta idea, que se disparó a pasear de un lado para otro, inquieto, febril. Era como un incensario que va y viene, echando humo, y el humo eran las ideas. Pero de pronto le asaltó una que hubo de apagar repentinamente el hogar que las demás formaban. Fue una objeción que a su mente vino; hubiera podido creer que un espíritu invisible le apuntaba al oído: «San Fernando fue guerrero y santo, es verdad: peleó, porque a ello le indujo su condición de Rey, maestro y amo de los pueblos. Religioso y santo era, mas no sacerdote... Fíjate bien, hombre, y no desbarres: no era sacerdote».
Sentadito en el cañón volvió a contemplar las estrellas, y éstas le facilitaron, con su dulce centelleo, nuevos argumentos consoladores. «Pero casos hay, casos hay de sacerdotes guerreros. En las Cruzadas y en nuestra Reconquista, más de un obispo, más de un abad montaron a caballo, o en mula, y acaudillaron tropas... El cardenal Albornoz es otro ejemplo... Tenemos, pues, innumerables ejemplos de guerreros religiosos o por la religión». Nuevas dudas, nuevo soplo de la voz misteriosa, que al oído le dijo: «Pero no fueron santos».
«¿Y por qué habían de ser santos? -se dijo volviendo a su febril paseo, con las manos en los bolsillos-. La santidad rara vez se alcanza. Basta con que fueran buenos cristianos y supieran cumplir sus dos ministerios: el ministerio sacerdotal y el otro... el de gobernar tropas y destruir con ellas la impiedad... Y ahora me pregunto: ¿estoy bien seguro, bien, bien seguro de que esta causa nuestra tiene por objeto destruir la impiedad y entronizar el reino de Dios? ¿Representa nuestro D. Carlos la ley divina? ¿Los de la otra parte, los que mandan Oraa, Córdoba o Mina, son realmente la maldad, la herejía, la ley del demonio? Este cañón que yo he traído, ¿será destructor del pecado? ¿Los proyectiles que salgan ardiendo de su boca, serán lenguas de la verdad? ¿Nuestro D. Tomás, recibe de los ángeles la virtud estratégica? ¿Lo que en nuestro Rey parece ambición, es convencimiento de una misión divina?... Sáqueme Dios de esta duda, y yo seré... ¡qué sé yo lo que seré!... el primer soldado de Dios y el primer eclesiástico de los hombres».
Terminó su soliloquio con una fervorosa oración, de rodillas, embebecido en contemplar el cielo, esmaltado de infinitas luces. «Señor, líbrame de esta horrible duda, y dime que puedo ser guerrero sin dejar de ser tuyo. Concédeme la gloria de restaurar la fe en la patria de San Fernando, sin menoscabo del sacramento que me otorgaste. Dime que puedo matar impíos con este cañón que he traído de Guipúzcoa, y celebrar tu santo sacrificio; coger la espada sin que mis manos se imposibiliten para tomar la Hostia; dirigir tropas, y perdonar los pecados».
El sueño le rindió al fin, y se quedó dormido diciéndose: «Grande, desmedida ambición es ésta... Guerrero Vencedor... y sacerdote militante... Triunfar del pecado con la espada y con...».