Zumalacárregui/XX

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XX

La noche le cogió en el arrabal de Acedo: pidió y le cedieron albergue en una choza humilde, y a la mañana siguiente, muy temprano, se agregó a una cuadrilla de campesinos que le llevaron en borrico unas cuatro leguas. El tiempo había mejorado; pero al deshacerse la nieve, los caminos y senderos se ponían intransitables. Sin desmayar por esto, el peregrino seguía, y a medida que se aproximaba a las alturas de la Amézcoa, iba encontrando gente que iba o venía, caballerías cargadas de provisiones, y alguna descubierta de soldados a pie o a caballo. En Galbarra encontró a dos conocidos: el uno, aragonés; el otro, navarro, y por ellos se informó de las posiciones de la tropa, sin dar a entender que deseaba conocerlas para evitar su encuentro. Agregaron que el Cuartel Real estaba en Artaza, y que allí permanecería cuando el ejército saliese a operaciones, pasada la fiesta de Navidad. Con estas noticias determinó emprender un largo rodeo, a fin de meterse en Artaza sin pasar por los pueblos donde acampaban las tropas de Zumalacárregui. Esto le ocasionó una tardanza de tres días, durante los cuales iba viendo el Mé, Mé, ya representado por la huella de cabras, ya por letreros diferentes, trazados con negro en esquinazos de iglesias o en tapiales de caserones.

Llegó a Artaza de noche. El pueblo dormía; los centinelas obligáronle a esperar el día para entrar en las calles, y arrimose a un vivac, donde encontró conocidos y amigos, entre ellos uno del propio Oñate. Éste le notificó que se le tenía por muerto en la batalla de Arquijas, y que el Sr. Arespacochaga había mandado echarle responsos. Hablando de operaciones, díjole el mismo que pasada Navidad se emprendería la guerra por la parte de Guipúzcoa, donde andaban muy envalentonadas las divisiones de Espartero y Jáuregui.

No sentía Fago ningún interés por estas noticias de guerra; pero se guardó de dar a conocer su desencanto. Tales confianzas no podía tenerlas más que con su protector y amigo, el Sr. Arespacochaga, ante quien se presentó por la mañana, no causándole menos impresión que si fuese alma del otro mundo. Era el tal cortesano de D. Carlos persona de muy cortas luces, ambicioso forrado en beato, de ideas comunes y palabras rebuscadas y ampulosas. Su edad no pasaba de los cincuenta años; era de buenas carnes, de rostro frío y redondo, afeitado; facciones que podrían llamarse eclesiásticas, con la salvedad de que carecían de toda expresión mística. Su mirada se esforzaba en ser aguda y luminosa; pero no lograba la vanidad lo que sólo es privilegio de la inteligencia: resultaba un mirar de desconfianza oficinesca, o de comerciante en mercedes palatinas. Usaba en el trato social tosecillas, pausas, caídas de ojos y otros medios auxiliares de expresión que conceptuaba indicadores de pensamientos recónditos: realmente eran un juego que respondía a la vaciedad de su inteligencia. Y como había otros más negados que él, para éstos tenía un repertorio de frases comunes, adquiridas en lecturas o cosechadas en el trato de otros prohombres burocráticos, las cuales le servían para deslumbrar a la muchedumbre de casacón y sombrero de tres picos, que es sin duda la más fina y selecta variedad en la familia extensísima del humano vulgo.

Pues bien: serían las nueve de la mañana cuando el asendereado presbítero se presentó al Sr. Arespacochaga, el cual habría desmentido su carácter si no le recibiera con toda la gravedad que gastar solía, así en los actos ordinarios como en los más solemnes de la vida. A poco de entrar Fago, sirvieron a los dos el chocolate. Su Excelencia oyó, frunciendo el ceño, las explicaciones que el capellán le diera de su desaliento militar, de aquella inesperada fuga, que parecía una deserción, pues no estando herido debió incorporarse inmediatamente al 5.º de Navarra. «Con estas cosas, Sr. de Fago, y estas rarezas de su carácter -dijo el Consejero de Castilla-, me ha puesto usted en ridículo, pues yo le aseguré al señor General en jefe que usted era un gran soldado y un sagaz estratégico: así me lo manifestaron personas que le conocen desde su juventud. Y ahora pregunto: ¿usted sirve o no sirve para las armas? Porque si en el terreno militar no ha de hacer nada en gloria y provecho de nuestro augusto Soberano, lo mejor será que vuelva a ponerse la sobrepelliz y procure sernos útil en la esfera eclesiástica...

-Señor -replicó Fago con efusión humilde-, yo no sirvo: ni en una ni en otra esfera podré hacer nada de mediano provecho.

-Pues entonces, ¿a qué aspira usted?

-Aspiro a encerrarme en un recogimiento, y a dar de mano a todas estas contiendas, así políticas como militares, pues unas y otras las creo de una vanidad absoluta.

-Hubiera usted empezado por manifestarme esas ideas egoístas -dijo el Consejero sin mirarle-, y yo no le habría sacado de Oñate. Le tuve por un gran hallazgo, como hombre de inteligencia; después salimos con que era usted hombre de acción, y, a la primera prueba, nos resulta fallido... Hábleme con franqueza: ¿es que le falta a usted la primera condición de todo militar, el valor?

-De sobra he tenido esa cualidad en algunos momentos; en otros, la verdad, me ha faltado.

-Pero yo pregunto: ¿el valor personal, el arrojo del soldado, son indispensables en quien, como usted, según repetidas veces me han dicho, descuella por el sentido estratégico y las combinaciones?

-El valor personal es necesario siempre. Sin él todas las aptitudes guerreras no sirven para nada.

-Hombre, hombre... no estamos conformes... Y yo pregunto: ¿cree usted poseer la ciencia estratégica, ese don innato, ese...?

-Francamente, señor, creí poseerla: en mi obcecación y soberbia llegué a imaginar que los pensamientos del General en jefe no eran más que una reproducción de mis propios pensamientos; pero ya me he curado de esa presunción ridícula... Yo no sé nada; yo no sirvo para nada.

-Hombre, hombre... Pues estamos bien. Me deja usted lucido... Aquí nos desvivimos por traer a la causa todos los elementos útiles, así religiosos como políticos y militares; descubro a Fago; creo haber hecho una adquisición, y ahora, usted mismo, con esa santa pachorra, me dice: «Señor, soy un necio» lo que significa que más necio fui yo al considerarle discreto».

Al llegar a este punto, el Sr. Arespacochaga, apurado el chocolate y bebida con gran fruición el agua, empezó a medir la estancia, las manos a la espalda, jugando con los faldones de su larga levita. Fago continuaba sentado, y aún mojaba bizcochitos en el soconusco.

«No, no, señor mío -prosiguió el cortesano, alardeando de penetración y agudeza-; aquí hay algo que usted no quiere decir, algo que se propone ocultarme con esos artificios de su ineptitud, de su supuesta cobardía, etcétera. Aquí hay algo, y yo, que veo mosquitos en el horizonte, veo el oculto pensamiento de usted, y le demostraré ahora mismo que a todos engañará, pero a mí no.

-Ni a usted ni a nadie -dijo el capellán mirando fijamente al Consejero, el cual se paró ante él, y puso entre ambos una silla, en cuyo respaldo reforzaba con golpes sus severas palabras.

-Toda esa historia que usted me cuenta es una fábula grosera con que quiere ocultarme sus recientes inclinaciones al cristinismo, al liberalismo, al bando infame contra el cual peleamos... ¡Ah!, es esto, y no puede ser otra cosa... ¿Por qué no lo dice usted claro?

-Ni claro ni oscuro puedo decirlo, porque no es verdad. Grandes turbaciones he sentido; pero eso... líbreme Dios. ¡Yo cristino, yo liberal! Sr. D. Fructuoso, es usted conmigo injusto, cruel, despiadado.

-¿Me negará usted que estuvo en el campo de Córdoba en la mañana siguiente al combate de Arquijas?

-Estuve, sí, señor, porque me perdí... porque...

- Se perdió usted... y tan perdido... Ya lo veo.

-Si yo me hubiera pasado al cristinismo, no estaría en este momento donde estoy...

-Es que... bien podría suceder que acá se nos viniera con fines de espionaje... Valor se necesita para ello... De su conducta, señor capellán, deduzco que usted podrá ser todo lo que se quiera, pero cobarde no es.

-Sí que lo soy, Sr. D. Fructuoso -dijo el otro poniéndose en pie-, pues usted me injuria gravemente, usted me llama espía, y yo... lo aguanto; yo... continúo respetando al que ha sido mi protector y mi amigo».

Viendo pasear al Consejero con las manos en los faldones, Fago se sintió acometido de un vivísimo impulso: coger a su protector y tirarle por la ventana.

«Permítame usted que me retire -le dijo, temiendo que su sangre impetuosa le lanzara bruscamente a una brutal acción.

-¡Ah! no... ¿Cree usted que he concluido? ¿Cree que renuncio a obtener las explicaciones que estimo pertinentes?

-¿Explicaciones? Ya las he dado todas.

-Ahora lo veremos. Siéntese usted... Considere que, si se me alborota, me será fácil mandarle preso... y un consejo de guerra decidirá si el curita Fago es simplemente un desertor medroso, o un valiente vendido, a los enemigos de la Fe.

-Mándeme, si gusta, al consejo de guerra, pues nada temo, ni me importa. Que me juzguen como quieran.

-Le digo a usted que se siente, y oiga.

-Oigo sentado...

-Pues... yo pregunto al capellán Fago: ¿quién es una mujer, una mujer digo, que la víspera de la batalla de Arquijas, se presentó en el Cuartel Real pidiendo noticias de usted?

-¿De mí?... ¿Una mujer? Lo ignoro -replicó el capellán palideciendo.

-Y bien se comprendía que no preguntaba la tal por un desconocido. Su lenguaje y el interés de sus interrogaciones demostraban confianza y antiguo conocimiento con el señor capellán.

-¿La vio usted? -dijo Fago con apagada voz, tragando saliva-. ¿Qué señas tenía?

-Alta, buena presencia, ojerosa... vestida de negro.

-¿Edad?

-Como unos veinticinco años... quizás menos».

Y creyendo ver en la intensísima palidez del clérigo indicio seguro de culpa, prosiguió con hueca severidad: «Le vende a usted su turbación, y todo lo que diga no le servirá más que para enredarse en sus propias mentiras.

-Yo no miento... Por las señas, esa mujer es la hija de Ulibarri.

-¿Y cuándo hizo usted conocimiento con ella?

-¡Ah!, es cosa muy antigua, anterior a la época en que abracé el estado eclesiástico.

-¿Y qué clase de relaciones...? ¿Se puede saber...?

-Se puede saber; pero no se sabe, porque yo no he de decirlo, ni a usted le importa nada ese asunto, enteramente personal y que nada tiene que ver con la guerra.

-¿Que nada tiene que ver con la guerra? Muy pronto lo dice.

-Lo digo y lo sostengo, sin más explicaciones».

La actitud resuelta y valiente del aragonés desconcertó al Sr. Arespacochaga, que se pasaba la mano por la frente, anunciando con este movimiento la pronta emisión de una idea luminosa.

«Si no se tratara más que de los grandísimos pecados mortales cometidos por usted en su vida de seglar licencioso, nada tendría que decir. Debo creer que usted limpió su conciencia de aquellos crímenes contra la ley de Dios, y que fue absuelto en el tribunal de la Penitencia. Pero no se trata de eso. La mujer de quien hablamos no es, no puede ser extraña a la deserción de usted, ni a su visita al campamento enemigo.

-¡Qué absurdo! Pruébemelo usted.

-A eso voy. Dos días antes de aquel en que se presentó en Orbiso la señora esa, se recibió una carta dirigida al capellán D. José Fago.

-¿Y la abrió usted?

-Naturalmente. Su Majestad me ha encargado del servicio de correos y policía. El estado de guerra me autoriza a leer todas las cartas, y mayormente la de mis subalternos. Usted es mi capellán; pero aunque no lo fuera... aunque no lo fuera... La carta, muy mal escrita, le decía a usted que saliera al anochecer a la primera venta que hay en el camino de Antoñana, Parador del Manco se llama, donde la firmante le esperaba para hablarle de un asunto.

-¿Y firmaba...?

-Firmaba .