Zumalacárregui/XXI
XXI
-Es ella, es ella -dijo Fago poseído de febril inquietud, levantándose para espaciar su espíritu y respirar fuerte-. Pero, pero...
-¿Pero qué?... No sabe usted por dónde salir.
-¿La carta...?
-La mandé a su destino, y por mis vigilantes supe que el señor capellán acudió a la cita.
-Eso no es verdad, como no lo es que yo recibiera tal carta: se lo juro. Tiene usted un servicio de espías detestable. Le han engañado, señor mío.
-Para que vea usted que soy leal y que no quiero cogerle en una trampa -manifestó el Consejero empleando toda su gravedad-, le diré que mis informes sobre el particular no son de los que alejan toda duda. Al punto de cita acudió un hombre de balandrán. No me han asegurado que fuese usted. Bien pudo suceder que la señora Mé citara a varios clérigos para celebrar algún concilio, o junta de rabadanes».
Esta broma no le pareció bien a Fago, que sentándose otra vez dio un golpe en la silla que les separaba, diciendo: «La señora Mé no tiene por qué celebrar concilios, ni es persona capaz de andar en tratos de mala ley, en enredos políticos o militares.
-¿Qué no? ¿Se atreve usted a decir que no? Pues sepa que esa señora pasó la noche del 14 al 15 de Diciembre en el alojamiento de los ayudantes del General; sepa usted que algunos días antes, el 10 o el 11, estuvo en Los Arcos en compañía del capellán de Gerona, con quien parece ha vivido o vive en gran intimidad. Es indudable que ha pasado de un campamento a otro trayendo y llevando recados. Hay sospechas de que para sus espionajes se disfraza de monja, en compañía de otra mujer, figurando que pertenecen a la Comunidad de Dominicas de Los Arcos, desalojadas por los cristinos... ¿Qué tiene usted que decir? ¿Por qué me pone esa cara de estupor y atontamiento?
-Pongo esta cara porque realmente me siento atontado y estúpido. Paréceme que sueño; que oigo contar cuentos de duendes y trasgos. Yo me vuelvo loco, Sr. Arespacochaga, y no sé si creer o no creer lo que escucho.
-Pues yo, en mi sano juicio, sostengo que esa señora, disfrazada de monja, se ha visto con usted el día antes de Mendaza, quizás el mismo día, y le ha inducido a llevar proposiciones de componenda, quizás de traición al General D. Luis Fernández de Córdoba. Y usted ha visto a Córdoba, no me lo niegue, y usted, antes de venir aquí, ha llevado a Zumalacárregui algún mensaje del jefe cristino, y usted...
-Señor mío -dijo el capellán con acento solemne, dueño de sí, no turbado ni balbuciente, sino con la energía y el aplomo de quien expresa la verdad, y pone la verdad sobre todas las cosas, sin exceptuar la vida-; yo, José Fago, por la Orden sagrada que recibí, ante Dios que ha de juzgarme, ante los hombres a quienes entrego mi vida, juro que estoy inocente de todo delito de traición y espionaje, que no he visto a Córdoba ni a Zumalacárregui, que no he visto a esa mujer a quien suponen ocupada en traer y llevar recados de uno a otro campamento, que todo lo que usted me cuenta es absolutamente desconocido para mí. Y si no es verdad lo que juro, que me mate Dios ahora mismo, y mande mi alma a los infiernos; y si usted no me cree, disponga que me lleven ante un consejo de guerra y me fusilen inmediatamente, pues para nada quiero una vida calumniada. Honrado soy en mi conciencia, y me basta; por eso no temo la muerte; casi la deseo, y matándome se me da la gloria del martirio, que apetezco, que ambiciono».
Esta vez fue Arespacochaga quien palideció, afectado por la actitud arrogantísima del capellán, por su voz entera y vibrante, por el fuego de sus ojos.
«¿Me cree usted o no me cree? -añadió Fago, dando un paso hacia él».
No quiso el Consejero dar su brazo a torcer tan pronto ni declarar el efecto que la solemne manifestación del aragonés le había producido. Dominando su turbación, echó mano de su gravedad, del recurso de las medias palabras que nada dicen, y parecen revelar pensamientos hondos... «Tengamos calma... Yo opino... ¿Cree usted que a mí se me engaña... que no sé distinguir?... Poco a poco. Ya sabe que le aprecio, que le he protegido, que mi mayor gozo es verle triunfante de la calumnia...
-¿Me cree usted, sí o no?
-Calma, señor capellán... Puede que de esta conferencia salga la certidumbre de que no es usted traidor... Yo la deseo... estoy dispuesto a admitir todas las explicaciones razonables.
-Y hay más -declaró Fago con enérgica resolución y acento firmísimo-: creo que todo eso que a usted le cuentan sus espías y polizontes, es falso. Unos por congraciarse con sus jefes y aparentar servicios ilusorios, otros por la recompensa pecuniaria que se les da, le traen a usted mil embustes y enredos... No hay, no hay, no puede haber tales tratos entre el ejército de la legitimidad y el ejército impío; yo lo niego: le engañan a usted, abusan de su credulidad, Sr. D. Fructuoso.
-¡Carape!... ahora sí que tengo a usted por un inocente, digno de que le entierren con palma -replicó el Consejero alardeando de hombre agudo, sabedor de secretos gravísimos-. Admito... ya ve usted si le considero... admito que mi capellán no tenga parte alguna en esos enjuagues y componendas... Las manifestaciones que usted acaba de hacerme serían una hipocresía monstruosa si no fuesen verdaderas. Admito su inocencia, Sr. Fago; pero dudar de que existen proyectos contrarios a las grandiosas aspiraciones de nuestro Rey augusto... ¡ah!... eso no, eso no puedo dudarlo; porque en mi mano tengo más de un hilo, que me traerá el ovillo de esta indigna conjura. Todos los servidores de Su Majestad no tienen el mismo grado de fe y entusiasmo. No diré que nos vendan al enemigo, eso no... Pero algunos, o por falta de convicción o por exceso de soberbia, buscan la alianza con determinados personajes cristinos, proponiéndoles concesiones políticas, señor mío; ofreciendo cosas tan absurdas como el otorgamiento de una Constitución prudente, y libertades que no están ni pueden estar en nuestro programa, porque son contrarias al dogma religioso... Total: que se quiere acelerar el triunfo de la causa, por medio de un arreglo en el cual quedarían por el suelo las sagradas prerrogativas de nuestro Soberano... Y yo pregunto: ¿triunfar de ese modo es verdadero triunfo?»
Fago no chistó. Las ideas expresadas por su patrono eran de tal extrañeza y novedad, que no podía, sin mayor detenimiento, admitirlas ni rechazarlas.
«No hablo de traición, no -dijo el Consejero en el tono de quien no quiere manifestar más que una parte de lo que sabe-, porque si ha llegado la hora de las intrigas, no ha llegado, ni quizás llegue, la hora de las traiciones. ¿Me entiende usted? Yo pregunto: ¿las operaciones de nuestro ejército obedecen a un plan conveniente y práctico? Yo creo que no. No se necesita ser estratégico de profesión para comprender que, derrotada la impiedad en Arquijas, nuestros soldados vencedores debieron perseguirla en el camino de Los Arcos, batirla aquí y en Viana, y después acometer sin miedo el paso del Ebro por Logroño, o por Cenicero, si el paso de Cenicero se creía más seguro. ¿Usted qué opina?
-Que por Cenicero.
-Y cuando todos creíamos que Zumalacárregui operaría sobre Los Arcos, nos hablan de una expedicioncita a Guipúzcoa. ¿Para qué? Para coger moscas, para perseguir a las columnas de Espartero, Jáuregui y Carratalá. ¿Usted no piensa como yo que esto es un disparate, y si no un disparate militar, una... ¿cómo diré? un pretexto para ganar tiempo, hasta que se pueda llegar a la pastelada política con Mina o con Córdoba?» Y viendo que Fago, la mirada fija tenazmente en el suelo, no decía nada, le incitó con instancias a manifestar su opinión.
«Creo -dijo al fin el capellán-, y ésta no es opinión técnica, sino de sentido común; creo que no estamos aún en disposición de pasar el Ebro. En Arquijas, según tengo entendido, no se cogió al enemigo ninguna pieza de artillería.
-Ta, ta, ta... siempre el mismo cuento. A eso replico que si no las tomaron, fue porque no quisieron. Mis noticias son que el 5.º de Navarra tuvo los cañones cristinos poco menos que entre las manos.
-Eso no es verdad: lo niego como testigo que fui.
-Los batallones que mandaba Villarreal también pudieron ganar algunas piezas, y no las ganaron.
-Lo dudo».
Callaron ambos, y mientras el Consejero se paseaba, Fago retrotraía su imaginación al día y campo de la refriega de Arquijas, buscando en sus recuerdos la certeza o falsedad de lo que su patrono afirmaba. Nunca había tenido Fago muy alta idea de las dotes intelectuales del Sr. D. Fructuoso, y en aquella ocasión no encontró motivos para rectificar su criterio sobre este punto. Tiempo es de decir que se hallaban en una estancia grandísima de superficie, mas tan baja de techo, que parecía un pajar; indigno alojamiento de funciones políticas y burocráticas, que constituían algo semejante a un Ministerio de nuestros días. El piso de madera ofrecía ondulaciones como las del mar; desnudas de todo adorno estaban las paredes y los muebles eran dos papeleras desvencijadas y una mesa, que más bien parecía mostrador, atestadas de legajos. En una habitación próxima, abuhardillada y polvorienta, trabajaba el individuo que era como la representación sintética de todo el personal del departamento, un pobre chico, acólito en Oñate, donde le ayudaba las misas a Fago, en campaña escribiente, secretario y ayuda de cámara del señor Consejero. Lo mismo le limpiaba las botas que extendía la minuta de un Real decreto. Natural era que viviese con tales estrecheces y privaciones una Corte ambulante, más rica en entusiasmo y fe que en materiales recursos, y en la cual las dependencias de un gobierno embrionario funcionaban difícilmente, corriendo de un pueblo a otro con los archivos en una galera, los tinteros vacíos, y las cabezas más llenas de esperanzas que de sólidas ideas.
En pueblos tan pobres como Artaza, gracias que pudiera alojarse con relativo decoro la Católica Majestad, ocupando los cómodos aposentos de la casa del cura. Los del séquito, reducido en aquel tiempo, por consejo de Zumalacárregui, al personal absolutamente indispensable para el Real servicio, se aposentaban donde podían, no desdeñando los desvanes, graneros y cuadras, cuando no se encontraba cosa mejor. Cien hombres escogidos daban escolta al Cuartel Real, y solían dormir en la sacristía o dependencias de la iglesia, o en la sala del Ayuntamiento, teniendo por cama común el suelo duro y frío. La suerte era que ninguno se quejaba: no hay colchón como la fe.
Antes de proseguir hablando, reconoció el Consejero las dos puertas de la habitación, cerrándolas después cuidadosamente, y ni aun así dio a su voz toda la sonoridad que acostumbraba.
«Dejando a un lado si pudimos o no pudimos tomar piezas, ello es, amigo Fago, que esta desviación de las operaciones hacia Guipúzcoa es un gran desatino. Todas las personas entendidas en asuntos militares lo censuran: el Rey... y le advierto a usted que nuestro augusto Soberano posee un gran conocimiento de las cosas militares... el Rey, digo, no parece muy satisfecho de las disposiciones tomadas últimamente por su Generalísimo. Claro que esto no puede decirse, y yo se lo digo a usted con la mayor reserva...
-Y con toda reserva, pregunto yo: ¿acaso Su Majestad piensa cambiar de General en jefe?»
Al oír esto, volvió D. Fructuoso al examen y revisión de puertas, y con la certidumbre de que nadie le oía, dijo: «Aquí, en confianza, amigo Fago, estamos preparando un Real decreto, por el cual Su Majestad, inflamado en intenso fervor religioso, elige por Generalísima de sus ejércitos...
-¿A una mujer?
-A la Purísima Concepción, y se pone bajo el amparo de la excelsa Señora, para que dé la victoria a las armas que se esgrimen en defensa de la fe de nuestros padres.
-¡Oh!... me parece muy bien. Es una nueva muestra de la piedad de este excelso Príncipe... Pero la Virgen no ha de ponerse al frente de las tropas... creo yo, y siempre ha de haber un hombre que desempeñe las funciones del orden práctico y material, en el bien entendido de que si esas funciones no son desempeñadas con criterio y rectitud, de poco valdría, ¡ay!, la tutelar protección de la Reina de los Cielos».