Zumalacárregui/XXV

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XXV

«Chiquio, el demonio que te conozca. Eres el cadáver de ti mismo -le dijo con noble y cordial efusión-. ¿Cómo has llegado a ponerte tan flaco y amarillo? ¿Dónde y cómo caíste prisionero? ¿Qué ha sido de ti desde que fuiste a Oñate?...».

Al cúmulo de preguntas que le hizo, no pudo contestar Fago más que con expresiones de alegría y reconocimiento; pero repuesto de la alegría que el feliz encuentro le produjo, emprendió el completo relato de sus desventuras, cuidando de emplear cierto método histórico, para que Arbués pudiese formar juicio, y resolver algo que condujese a la terminación de aquel horrible cautiverio. Hablaron toda la tarde; la situación del prisionero cambió radicalmente, y el jefe de la prisión le mostró gran benevolencia; la esperanza brillaba en los espacios, y sonreía en el alma del pobre capellán. Despidiose Arbués diciéndole que estuviese tranquilo; él hablaría con su Coronel, jefe de la plaza, que le estimaba mucho, y pronto se resolvería lo más conveniente (estilo militar).

Al siguiente día por la tarde, oyó Fago de su primo esta extraña proposición:

«Chiquio, darte la libertad de buenas a primeras, sin trámite de la Auditoría militar, paréceme difícil; proporcionarte la evasión, no es imposible, ni aun difícil; pero el Coronel no quiere gastar esas bromas. Teme que aproveches tu libertad para volverte a la facción y pelear contra nosotros. Si nos das una garantía de que no harás armas contra la Reina, se buscará un medio de que seas libre mañana mismo.

-¿Y qué garantía he de dar más que mi palabra de honor?

-No nos basta; digo, a mí sí; pero el Coronel es un poco testarudo, y muy ordenancista.

-Pues mi palabra de sacerdote.

-Las palabras de sacerdote no valen en el fuero militar. Necesitamos una garantía positiva, eficaz.

-¿De que no haré armas contra los liberales?

-Eso.

-¿Y cómo doy esa garantía?

-De un modo muy fácil y muy claro. Nos convenceremos de que no harás armas contra nosotros, cuando te veamos batiéndote a nuestro lado y contra ellos.

-¡Contra los carlistas!... ¿Y no hay otra manera de alcanzar mi libertad?

-No hay otra.

Pues, chiquio, mi libertad vale una misa. Acepto. Soy tuyo, soy vuestro».

Siguieron hablando, y Arbués le aseguró que había tenido noticias de sus proezas en el otro campo. Se decía que gozaba entre los facciosos fama de gran estratégico, y que Zumalacárregui no tomaba ninguna determinación sin consultarle. Riendo contestó Fago que no hubo tales hazañas, y que Don Tomás no le había consultado jamás sus planes de guerra. Confirmó después su escepticismo en cosas de política militar, manifestándose igualmente desdeñoso de las ideas y móviles de uno y otro bando; y por último, apuntó la idea de que facciosos y constitucionales andaban en tratos para amasar un soberano pastel, que sería la paz mentirosa por unos cuantos años. A esto replicó Arbués, hablándole al oído: «Antes de que termine este año de 1835, nos abrazaremos los dos ejércitos».

Desde aquel día, se le llevó el primo a su alojamiento, y pudo recorrer libremente la ciudad, hablar con todo el mundo, renovar antiguas relaciones. Saboreaba la libertad con inefables goces; todo le parecía bello, el caserío y sus habitantes, hermosas las iglesias, la campiña risueña, esmaltada de ricos colores. Comúnmente se metía en el vetusto San Miguel, en San Pedro o en la Virgen del Puy, y se pasaba largas horas en fervoroso rezo, renegando de su pasada devoción del acaso. Dios lo gobierna todo, y procede con una lógica insondable, desconocida para nuestras pobres inteligencias. A Dios debemos acudir siempre en nuestras necesidades; a Dios debía la libertad; la mano omnipotente le señalaba el campo cristino. Acordándose de la misión que le había dado el Sr. Arespacochaga, vio en este señor a uno de los mayores mentecatos que andaban por el mundo, y resolvió proseguir por cuenta propia la cacería de Saloma, sin cuidarse poco ni mucho de las impertinencias policiacas del Cuartel Real. Ningún nuevo indicio del paradero de la hija de Ulibarri encontró en Estella, y sólo podía consignar corazonadas, inexplicables fenómenos del espíritu, que dominaban su voluntad y la llevaban a extraños desvaríos. Una tarde, volviendo de San Pedro, vio un rebaño de ovejas, que entraba en la ciudad bajando del Santo Sepulcro. Acosadas las reses por el pastor, corrían balando. Fago las oyó decir Mé, Mé, y esta sílaba, claramente expresada por los animalitos, impresionó su cerebro, y lo llenó de intensa melancolía. Siguiendo al rebaño por la calle de Santiago la Nueva, oía la repetición del nombre: los corderos lo decían con infantil lloriqueo; las madres con familiaridad gangosa. Hasta las personas que el ganado veían pasar pronunciaban, en el sentir de Fago, el quejumbroso , y él también se puso a gritar lo mismo, corriendo al lado del pastor, y ayudando a éste a recoger las reses que se desviaban de la línea recta.

Siguió la manada hacia las alturas del Puy, y ya cerca del santuario, vio Fago dos monjas dominicas. Corrió tras ellas; tropezando en un pedrusco, cayó cuan largo era, y el rebaño le pasó por encima, llenándole de tierra y basura. Alguien le dio la mano para levantarse, y un ratito tardó en volver de su turbación y recobrar la vista; el polvo le cegaba, la violencia de la caída le trastornaba el magín... Vio el rebaño metiéndose en un olivar cercano; las monjas entraban en el Puy. Quitándose el polvo, corrió a la iglesia; pero las religiosas no estaban allí. El sacristán, a quien preguntó, díjole que allí no habían entrado monjas, sino dos clérigos menores, deudos de la casa, y que bien pudo suceder que, si el señor no tenía buena vista, hubiese tomado por monjas a los clérigos, que eran pequeñitos de cuerpo y de rostros aniñados. No se convenció el capellán, y se obstinaba en que eran religiosas dominicas, a lo que respondió el acólito que en el pueblo había benitas, clarisas y recoletas, todas en clausura rigurosa, y que no encontraría dominicas aunque diera por ellas un ojo de la cara.

Aquella noche refugió su aventura al amigo Arbués, fiel depositario de su confianza; y sacado a relucir el negocio de Saloma, díjole el comandante que corrieron voces de que había reanudado amorosos tratos con la hija de Ulibarri. Le habían visto con ella una noche en el parador del Manco, junto a Antoñana. También oyó decir Arbués que Saloma andaba de ama de un capellán cristino que sirvió en la división de Córdoba. Muerto el tal de una bala perdida que le cogió en Mendaza, la viuda, si así puede decirse, se había refugiado en un pueblo de la Amézcoa, donde criaba un niño del alcalde. Denegó el capellán la parte que le correspondía en estas historias, y puso en cuarentena lo demás, aguardando la ocasión de comprobarlo por sí mismo con ayuda de Dios.

En estas cosas se pasó todo Febrero. Las operaciones militares eran a la sazón en el Baztán. Decíase que la guarnición de Elizondo, incorporada a las tropas de Lorenzo, partiría... quién sabe para dónde. Transcurrieron muchos días sin saberse nada concreto; días de expectación, que por lo común engendran el desaliento. Mina inspiraba poca confianza por causa de su enfermiza vejez: notaban todos la desproporción entre sus arrogantes proyectos y la ineficacia de los resultados que obtenía, que eran medianos, malos más bien. Zumalacárregui, dotado de una movilidad prodigiosa, tan pronto se le aparecía junto al Pirineo como en la frontera de Álava. Con rapidez más propia de aves que de hombres se presentaba en la Ribera cuando le perseguían en la Borunda. El ejército de la Reina, más numeroso que el carlista, érale inferior en agilidad, quizás por su mayor fuerza y extensión. Faltábale una cabeza superior, un pastor de tropas que supiera conducirle por los laberintos de aquella fortaleza ingente, Navarra, construida por Dios para la guerra civil. La cabeza no parecía: el Gobierno de Madrid seguía buscándola, y ya se indicaba al Ministro de la Guerra, General D. Jerónimo Valdés. De todo hablaban en las aburridas tertulias de la guarnición, y no había nadie que no deseara combates rudos y decisivos. Las noticias de las acciones parciales llegaban un día y otro, desfiguradas en su paso al través del país en guerra. El ataque y gloriosa defensa del fuerte de Echarri Aranaz se comentaba como una de las páginas más gloriosas de la milicia cristina; los combates de Fuenmayor y Ulzama, como una prueba más de las innegables dotes estratégicas del General de D. Carlos. Súpose también que éste había creado el batallón de la Legitimidad, que con el de Guías agrandaba y fortalecía su ejército. Por fin, era común creencia que la facción no pasaría jamás el Ebro, que Zumalacárregui había pedido 400.000 cartuchos y 100.000 pesos para extender operaciones a los llanos de Castilla, y como el pretendiente no podía darle ni municiones ni dinero en tal cantidad, porque no tenía de dónde sacarlo, contaban todos con el desfallecimiento de la causa, para dar al traste con ella, si antes no apencaba con el arreglo que se le proponía. Andaba en estos cabildeos D. Miguel Zumalacárregui, regente de la Audiencia de Burgos y afecto a la Reina. Cartas afectuosas se cruzaron entre los dos hermanos, llevadas y traídas por los oficiales cristinos Vidondo y Eraso. De todo esto se hablaba, así como de la próxima intervención de los ingleses para dar a la guerra un carácter más humano, estableciendo el canje de prisioneros y otras prácticas de la guerra, tal como hacerla sabían las naciones más civilizadas.

Por fin, la guarnición de Estella se incorporó a la división del General Lorenzo, saliendo para Campezu. Habían prometido a Fago darle el mando de una de las columnas volantes que el ejército cristino organizaba para hostigar y distraer las fuerzas facciosas; pero surgieron dudas y vacilaciones sobre el particular, y el hombre fue agregado a las dos compañías que mandaba su pariente. En verdad que no le importaba: prefería una posición modesta, no creyéndose llamado en aquella ocasión a grandes heroicidades. En Campezu acamparon ocho días aguardando a Lorenzo, y allí supieron que ya no les mandaba Mina, sino Valdés, y que éste llegaría muy pronto de Madrid. De Campezu fueron a Vitoria, lo que agradó extraordinariamente al capellán, porque sus corazonadas le indicaron la capital de Álava como punto en que forzosamente había de adquirir noticias de la persona cuyo hallazgo deseaba. Nada encontró, ni siquiera indicios, como no fuera la singular sílaba , trazada con brochazos de pintura en un muro de los Arquillos... También la vio en un tinglado, al parecer fragua, por bajo de Santa María. Pero ello no podía ser obra del demonio. La inscripción quería decir: Matías Emparán...

Llegado Valdés, se habló de su plan de campaña, el cual a todos parecía grande y sintético, propio de un potente cerebro militar. Consistía en ocupar con veinticinco mil hombres la Amézcoa Alta, el nido donde Zumalacárregui criaba sus feroces polluelos, y donde fraguaba sus tremendas maquinaciones y rápidas acometidas. Técnicamente, el plan era hermoso, y Fago lo tuvo por obra de una capacidad de primer orden. Faltaba la ejecución, que en esto de planes estratégicos el concepto teórico carece de valor, mientras no le acompaña la clara percepción de las medidas que han de hacerlo efectivo.

«Deseo vivamente ver cómo este señor acomete tal empresa -decía el capellán a su pariente, sintiéndose otra vez tocado de la monomanía estratégica-. ¡Ocupar la Amézcoa Alta! ¿Se cuenta con que el otro no la ocupará antes? ¿Dispone el Sr. Valdés de medios para obrar con rapidez, poniendo entre el pensamiento y la ejecución el menor tiempo posible? Cierto que veinticinco mil hombres son muchos hombres, ¡carambo!, para estas guerras. Y si llevan bastante artillería de montaña, y se escalonan bien las fuerzas, de modo que no se apelmacen en corto espacio y puedan operar con desahogo; si se fortifican tres o cuatro puntos que yo me sé, y se marcan bien las líneas en que ha de operar cada división, designándoles las respectivas convergencias; si no hay atropello ni desorden; si las provisiones no faltan en tiempo y lugar oportunos; si se señalan los puntos de retirada de cada cuerpo, y el punto del máximo avance; si los que mandan las divisiones se atienen escrupulosamente a lo que se les ordene; si la cabeza principal no pierde la serenidad, y sabe lo que son y lo que representan veinticinco mil soldados bajo una sola mano, veo un éxito, querido Rodrigo; veo una victoria grande y quizás decisiva. Para frustrar este plan grandioso, necesita D. Tomás discurrir alguna diablura, y bien podría ser que la discurriese. Le conozco, es tremendo: nada se le escapa, y contra la lógica de los demás, tiene él la suya, que es la lógica madre. Digo yo: ¿se puede descomponer con diez mil hombres este plan de ocupar la Amézcoa con veinticinco mil? ¡Se puede, ya lo creo que se puede! El cómo, yo lo sé, yo lo veo; tú también lo verás, pues este sentido estratégico es ni más ni menos que el sentido común; pero tanto tú como yo nos guardaremos de manifestar estas ideas teóricas, para que no nos tengan por soberbios o presumidos». Díjole Arbués que él no sabía más que batirse donde le mandaban, y que rara vez se le ocurrían pensamientos referentes a organización y unidad de mando. Veía la guerra en la táctica menuda; no le cabían en la cabeza más que sus dos compañías, y aun de ellas le sobraban unas cuantas docenas de soldados.