Zumalacárregui/XXVI

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XXVI

Llegaban a Vitoria constantemente tropas y más tropas: unas venían de Miranda de Ebro y Rioja; otras de Guipúzcoa, fatigadas, mal vestidas, conservando intacta la moral, mas un tanto quebrantada la fe. Desplegaba Valdés en su palacio toda la actividad oficinesca que la previa organización de la campaña, en lo militar, en lo administrativo y sanitario, requería. Adiestrado en las guerras de América, no ignoraba lo que traía entre manos. Era hombre modestísimo, afable, de bastante edad, espíritu fuerte, cuerpo flaco y mísero: vestido de paisano, habría pasado por clérigo; de uniforme, representaba la persona venerable de un honrado capellán. Oyó contar Fago que Valdés, al llegar a Vitoria con su nombramiento de General en jefe del ejército del Norte, no llevaba séquito ni escolta; no llevaba equipaje ni dinero, ni aun siquiera sombrero militar: a tal punto llegaba el menosprecio de toda ostentación y boato en su propia persona. Comía lo que querían darle; aceptaba de los Generales a sus órdenes prendas de vestir, y tenía su administración personal en manos de un fiel asistente. Y al propio tiempo, sabía infundir a todo el mundo respeto: los soldados le querían, los jefes le veneraban. Era un buen padre de su ejército. «Para ser completo -pensaba Fago-, sepamos si conducirá a sus hijos a una victoria eficaz, resistiendo firme y pegando fuerte».

No duraron los preparativos más de veinte días: transcurridos éstos, empezaron a salir fuerzas en dirección de la sierra de Andía. Llevaban piezas de montaña, abundantes víveres, municiones y todo lo necesario. Las tropas de Lorenzo, procedentes de Los Arcos, y las de Méndez Vigo, viniendo de Pamplona, marchaban también hacia la Amézcoa. Ocupada ésta por fuerza numerosa, ¿qué remedio tenía D. Tomás más que correr hacia la frontera de Francia? Tan seguro se creía esto, que se habían dado a las autoridades francesas los necesarios avisos para el desarme e internación de las bandas carlistas vencidas. Tanta confianza, en cosas de guerra, no parecía el colmo de la prudencia. Pero, en fin, con estas seguridades, las tropas iban a sus posiciones muy animadas, y con ganitas de pelear.

Destinaron a Fago al Provincial de Toro, que mandaba Barrenechea, jefe instruido y de grande arrojo; Arbués le afilió en una de las dos compañías que mandaba, nombrándole cabo. Llevaba el capellán uniforme completo, excelente fusil y su cartuchera bien provista. No tardó en sentir nuevamente ímpetus guerreros, influencia natural del medio, del compañerismo, de la emulación.

La marcha no fue penosa, y tardaron tres días en llegar a Contrasta. De allí empezaron a franquear las alturas, penetrando por bosques espesos, bordeando abismos, escalando peñas. En los míseros pueblos, esquilmados ya por los carlistas, no encontraban reses, ni alimento de ninguna clase; dormían al fresco en campamentos dispuestos con arte. El jefe de la columna, Barón del Solar de Espinosa, era un militar que sabía su oficio; y del General de la división, Don Luis de Córdoba, nada hay que decir, pues harto se conocen sus altas dotes militares, que más tarde había de enaltecer en la grandiosa jornada de Mendigorría.

Delante de esta división iban otras, trepando a las fragosas alturas, que hallaban absolutamente limpias de facciosos. Esto alegraba a los poco entendidos. Zumalacárregui abandonaba las altas posiciones. Una de dos: o retrocedía hacia la frontera de Francia, o se situaba en la Amézcoa Baja, donde su posición era desventajosa, endemoniada. Así razonaban los que, como el bueno de Arbués y otros, no poseían el don estratégico. Pero Fago, viendo que D. Tomás abandonaba por completo las alturas, dejando a Valdés internarse y perderse en ellas, empezó a entrever el plan del jefe carlista, el cual no podía ser otro que esperar en la Amézcoa Baja, hasta el momento preciso en que Valdés se hiciera un lío en la espesura de los bosques y en los picachos inaccesibles de la sierra, viéndose obligado a situar sus batallones en una línea extensísima, donde gran parte de la fuerza no podía revolverse, ni acudir aquí o allá, conforme a las exigencias de la lucha.

Interrogado por su pariente, que aún no se apeaba de su optimismo, le dijo Fago: «Chiquio, convéncete de que esto va mal. El plan de ocupar la Amézcoa fue bueno, mientras otra cabeza no discurrió uno mejor. Zumalacárregui, que sabe mucho, pero mucho, nos deja meter nuestros veinticinco batallones en la sierra, y él acampa tan tranquilo en los pueblos de abajo, confiado en que pasaremos el tiempo mirando a las estrellas, pues la mayor parte de las tropas que van peñas arriba, no pueden hacer otra cosa. Verás cómo no pasa de mañana sin atacarnos por la retaguardia. A esta división le tocará aguantar la embestida, para lo cual tendremos que cambiar de frente. Y todo ese ejército que anda a gatas por los montes, ¿de qué nos sirve? ¿Cómo vendrá a auxiliarnos si no puede moverse con agilidad en estas intrincadas espesuras? Los grandes ejércitos son para operar en el llano. La guerra de montaña tiene su táctica especial, que en este caso no he visto aplicada».

Puntualmente se ajustaron los hechos a lo que el capellán pensaba. Al día siguiente por la tarde fueron atacados por cuatro batallones carlistas en las inmediaciones de Artaza. Los cristinos se batieron con bravura, y a fuerza de constancia conservaban al anochecer sus posiciones. El terreno no les favorecía: era estrecho, limitado aquí por picachos inaccesibles, allá por cortaduras y barranqueras, en cuyo fondo mugían torrentes. Pelear en tal sitio era la mejor prueba a que puede someterse el valor y la tenacidad de un ejército: lo que hicieron los constitucionales en aquel día supera con mucho a cuantas proezas pudieran imaginarse. Y para que la prueba fuese más terrible, pasaron toda la noche en la angustiosa expectación de ser atacados con mayores fuerzas al día siguiente. ¿Qué harían?, ¿continuar avanzando hacia la sierra? Esto era peligrosísimo, porque al avanzar empujarían hacia el Norte a los demás batallones, y en este caso, marchando siempre hacia arriba, la salida tenía que ser por los valles de la vertiente del Cantábrico o por la frontera pirenaica. El retroceso era también difícil, porque si los realistas, como parecía seguro, se situaban en el portillo de Artaza, podrían, no ya embestir, sino fusilar a los batallones, atacándolos uno por uno. Fago explicó a su primo la situación con un ejemplo... «Figúrate -le dijo- que nuestros veinticinco batallones son veinticinco barcos, y que nos hemos metido en un canal o bahía larga y estrecha. Esta división es el navío de retaguardia. En la boca del canal nos atacan buques enemigos. Si salimos, mal; si entramos, hemos de navegar empujándonos unos a otros hasta salir por el opuesto extremo del canal. Si nos retiramos por donde hemos venido, a medida que vayan saliendo barcos, el enemigo los irá cazando a su gusto y abrasándolos sin piedad. ¿Lo comprendes ahora?

-Sí: la dificultad y el error están en que, a lo largo de la sierra, nuestros batallones no pueden desplegarse en un extenso frente de combate. Tienen que ir enfilados, con un frente estrechísimo, unos tras otros».

Y no sólo les afligió el desaliento durante la noche, sino también la sed. En aquellas alturas no había agua. Un chusco dijo que tenían que contentarse con beberla por las orejas, porque oían ruidos de espumosos torrentes bajo sus pies, a profundidades a que sólo con el pensamiento, no con la mirada, podían llegar. Reforzada la columna durante la noche con el batallón más próximo, preparáronse para la pelea del siguiente 22 de Abril, que debía de ser, y fue realmente, una página épica. Los carlistas embistieron muy temprano; sus guerrillas habían trepado a alturas donde era increíble que pudiesen hombres mantenerse y pelear, no convirtiéndose en gatos o ardillas. En las espesuras cercanas y en los picachos del otro lado de la barranquera, los fogonazos simulaban el incendio del bosque. Sin la artillería de montaña, manejada con toda la pericia del mundo, la retaguardia cristina habría perecido en la puerta de la ratonera. Al mediodía, Valdés y Córdoba acordaron descender, arrostrando las desventajas de la posición, y el 5.º de Ligeros fue el primero que se lanzó impávido por el desfiladero de Artaza, hostilizado por un lado y por otro... El Provincial de Toro y otros cuerpos siguiéronle con el mismo brío. Los carlistas, rechazados en una vuelta del camino, se escabullían por aquellas angosturas para reaparecer luego más abajo, encastillados entre peñas. Caían soldados de la Reina sin cesar; los jefes de los cuerpos combatían en primera línea. Córdoba y el Barón del Solar defendían sus vidas como el último de los soldados. De este modo, y perdiendo mucha gente, llegaron con extraordinaria gallardía al pueblo de Barindano, que encontraron desierto. Allí ya podían respirar, poner en orden los desconcertados batallones, y atender a los heridos que habían podido recoger. Perdieron carros de municiones y víveres; perdieron muchas vidas. Ya no había más plan que emprender la retirada hacia Estella con todo el arte posible.

Y durante la noche, la retaguardia, que por el cambio de frente había llegado a ser vanguardia del ejército de la Reina, desde Barindano seguía viendo nutrido fuego en el desfiladero de Artaza, señal de que las demás divisiones descendían del laberinto con las mismas dificultades. A media noche cesó el fuego, porque a los carlistas se les habían acabado las municiones, y se replegaban hacia Aranarache y Contrasta.

Lo peor de aquella tremenda jornada era que los cristinos no encontraban ningún apoyo en el país: el vecindario huía de los pueblos, poniéndose al amparo de la facción; a ningún precio se encontraban aldeanos ni pastores que quisieran practicar el espionaje; la ignorancia de los movimientos del enemigo y de los puntos en que pernoctaba eran motivo de grande confusión para los Generales; nadie sabía nada; había que esperar los hechos, subordinando todo plan a lo que resultara de los del enemigo, por lo cual el verdadero director de la campaña era Zumalacárregui como jefe de su ejército, dueño absoluto del país en que operaba y de todo el paisanaje navarro.

La mañana del 23 se empleó en organizar la retirada a Estella. La vanguardia debía marchar aquel mismo día hacia Abarzuza. Era probable que los carlistas, repuestos del cansancio, y provistos de víveres, atacarían por Arlabia o Echevarri. Manteníase aún bravo y arrogante el ejército cristino, confiando siempre en sus jefes. También él tenía fe en su causa, aunque no la mostrara por modo tan vehemente e infantil como su hermano el faccioso. Se había hecho a la desgracia, soportaba resignado la enemiga y desafecto del país, y sobre esta desventaja hacía recaer la culpa de su vencimiento en aquella jornada.

La última división que quedaba en la cumbre emprendió el descenso por el desfiladero de Goyano, que ofrecía la ventaja sobre el de Artaza de tener una cumbre accesible. Apoderándose de ella, la retirada podía efectuarse en buenas condiciones. Quiso tomar Zumalacárregui la eminencia; pero Valdés, con Aldama y Seoane, anduvieron más listos, y con supremo esfuerzo lograron emplazar en lo más alto dos obuses; hazaña de gigantes que no se creyera, si no se la viese con tanta prontitud realizada. No tuvieron los carlistas más remedio que abandonar las posiciones. Zumalacárregui, que personalmente les mandaba, viendo el desaliento de su tropa, les dijo: «Mejor: dejémosles que bajen, que allá tenemos otra angostura en que les sacudiremos con más comodidad».

En efecto, al descender de Goyano por pendientes llenas de cadáveres, hubieron de sufrir otro ataque en el camino de Abarzuza, en una vuelta del río Urederra. Zumalacárregui reapareció en una altura formidable, donde les hizo más bajas, cogió algunos prisioneros y dos carros. Al anochecer, entraban Seoane y Aldama en Abarzuza con sus tropas más que diezmadas, muertas de fatiga, de hambre y sed. Y lo peor era que al día siguiente tendrían que sostener nuevos encuentros, pues el carlista no cejaba; quería recoger todas las ventajas de su victoria, y acosar hasta en su último refugio a las heroicas cuanto desgraciadas tropas de la Reina.

Dos días después entraban en Estella los veinticinco batallones, sin convencerse aún de que había llevado la peor parte la causa que defendían; tristes y fatigados, pero sin dar su brazo a torcer; seguros de poder repetir la hazaña, si sus jefes, con error o sin él, les llevaban a un nuevo combate. La tenacidad, la gallardía caballeresca, componen toda la historia de una raza que, al inclinarse para caer en tierra, ya está pensando en cómo ha de levantarse.