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La Odisea (Luis Segalá y Estalella)/Canto XII

De Wikisource, la biblioteca libre.
La Odisea (1910)
de Homero
traducción de Luis Segalá y Estalella
ilustración de Flaxman, Walter Paget
Canto XII
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
Circe con alguna de sus criadas va á la orilla del mar al encuentro de Ulises


CANTO XII
LAS SIRENAS, ESCILA, CARIBDIS, LAS VACAS DEL SOL


1 »Tan luego como la nave, dejando la corriente del río Océano, llegó á las olas del vasto mar y á la isla Eea—donde están la mansión y las danzas de la Aurora, hija de la mañana, y el orto del Sol;—la sacamos á la arena, después de saltar á la playa, nos entregamos al sueño, y aguardamos la aparición de la divinal Aurora.

8 »Cuando se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, envié algunos compañeros á la morada de Circe para que trajesen el cadáver del difunto Elpénor. Seguidamente cortamos troncos y, afligidos y vertiendo lágrimas, celebramos las exequias en el lugar más eminente de la orilla. Y no bien hubimos quemado el cadáver y las armas del difunto, le erigimos un túmulo, con su correspondiente cipo, y clavamos en la parte más alta el manejable remo.

16 »Mientras en tales cosas nos ocupábamos, no se le encubrió á Circe nuestra llegada del Orco, y se atavió y vino muy presto con criadas que traían pan, mucha carne y vino rojo, de color de fuego. Y puesta en medio de nosotros, dijo así la divina entre las diosas:

21 «¡Oh desdichados, que, viviendo aún, bajasteis á la morada de Plutón, y habréis muerto dos veces cuando los demás hombres mueren una sola! Ea, quedaos aquí, y comed manjares y bebed vino, todo el día de hoy; pues así que despunte la aurora volveréis á navegar, y yo os mostraré el camino y os indicaré cuanto sea preciso para que no padezcáis, á causa de una maquinación funesta, ningún infortunio ni en el mar ni en la tierra firme.»

28 »Tales fueron sus palabras, y nuestro ánimo generoso se dejó persuadir. Y ya todo el día, hasta la puesta del sol, estuvimos sentados, comiendo carne en abundancia y bebiendo dulce vino. Apenas el sol se puso y sobrevino la noche, los demás se acostaron cabe á las amarras del buque. Pero á mí, Circe me tomó por la mano, me hizo sentar separadamente de los compañeros y, acomodándose á mi vera, me preguntó cuanto me había ocurrido; y yo se lo conté por su orden. Entonces me dijo estas palabras la veneranda Circe:

37 «Así, pues, se han llevado á cumplimiento todas estas cosas. Oye ahora lo que voy á decir y un dios en persona te lo recordará más tarde. Llegarás primero á las Sirenas, que encantan á cuantos hombres van á encontrarlas. Aquél que imprudentemente se acerca á las mismas y oye su voz, ya no vuelve á ver á su esposa ni á sus hijos pequeñuelos rodeándole, llenos de júbilo, cuando torna á sus hogares; sino que le hechizan las Sirenas con el sonoro canto, sentadas en una pradera y teniendo á su alrededor enorme montón de huesos de hombres putrefactos cuya piel se va consumiendo. Pasa de largo y tapa las orejas de tus compañeros con cera blanda, previamente adelgazada, á fin de que ninguno las oiga; mas si tú deseares oirlas, haz que te aten en la velera embarcación de pies y manos, derecho y arrimado á la parte inferior del mástil y que las sogas se liguen al mismo; y así podrás deleitarte escuchando á las Sirenas. Y en el caso de que supliques ó mandes á los compañeros que te suelten, átente con más lazos todavía.

55 »Después que tus compañeros hayan conseguido llevaros más allá de las Sirenas, no te indicaré con precisión cuál de dos caminos te cumple recorrer; considéralo en tu ánimo, pues voy á decir lo que hay á entrambas partes. Á un lado se alzan peñas prominentes, contra las cuales rugen las inmensas olas de la ojizarca Anfitrite: llámanlas Erráticas los bienaventurados dioses. Por allí no pasan las aves sin peligro, ni aun las tímidas palomas que llevan la ambrosía al padre Júpiter; pues cada vez la lisa peña arrebata alguna y el padre manda otra para completar el número. Ninguna embarcación, en llegando allá, pudo escapar salva; pues las olas del mar y las tempestades, cargadas de pernicioso fuego, se llevan juntamente las tablas del barco y los cuerpos de los hombres. Tan sólo logró doblar aquellas rocas una nave, surcadora del ponto, Argos, por todos tan celebrada, al volver del país de Eetes; y también á ésta habríala estrellado el oleaje contra las grandes peñas, si Juno no la hubiese hecho pasar, por su afecto á Jasón.

73 »Al lado opuesto hay dos escollos. El uno alcanza al anchuroso cielo con su pico agudo, coronado por el pardo nubarrón que jamás le abandona; de suerte que la cima no aparece despejada nunca, ni siquiera en verano, ni en otoño. Ningún hombre mortal, aunque tuviese veinte manos é igual número de pies, podría subir al tal escollo ni bajar del mismo, pues la roca es tan lisa que parece pulimentada. En medio del escollo hay un antro sombrío que mira al ocaso, hacia el Érebo, y á él enderezaréis el rumbo de la cóncava nave, preclaro Ulises. Ni un hombre joven, que disparara el arco desde la cóncava nave, podría llegar con sus tiros á la profunda cueva. Allí mora Escila, que aúlla terriblemente, con voz semejante á la de una perra recién nacida, y es un monstruo perverso á quien nadie se alegrará de ver, aunque fuese un dios el que con ella se encontrase. Tiene doce pies, todos deformes, y seis cuellos larguísimos, cada cual con una horrible cabeza en cuya boca hay tres filas de abundantes y apretados dientes, llenos de negra muerte. Está sumida hasta la mitad del cuerpo en la honda gruta, saca las cabezas fuera de aquel horrendo báratro y, registrando alrededor del escollo, pesca delfines, perros de mar, y también, si puede cogerlo, alguno de los monstruos mayores que cría en cantidad inmensa la ruidosa Anfitrite. Por allí jamás pasó una embarcación cuyos marineros pudieran gloriarse de haber escapado indemnes; pues Escila les arrebata con sus cabezas sendos hombres de la nave de azulada proa.

101 »El otro escollo es más bajo y lo verás, Ulises, cerca del primero; pues hállase á tiro de flecha. Hay allí un cabrahigo grande y frondoso, y á su pie la divinal Caribdis sorbe la turbia agua. Tres veces al día la echa afuera y otras tantas vuelve á sorberla de un modo horrible. No te encuentres allí cuando la sorbe, pues ni Neptuno, que sacude la tierra, podría librarte de la perdición. Debes, por el contrario, acercarte mucho al escollo de Escila y hacer que tu nave pase rápidamente; pues mejor es que eches de menos á seis compañeros que no á todos juntos.»

111 »Así se expresó; y le contesté diciendo: «Ea, oh diosa, háblame sinceramente: Si por algún medio lograse escapar de la funesta Caribdis, ¿podré rechazar á Escila cuando quiera dañar á mis compañeros?»

115 »Así le dije, y al punto me respondió la divina entre las diosas: «¡Oh infeliz! ¿Aún piensas en obras y trabajos bélicos, y no has de ceder ni ante los inmortales dioses? Escila no es mortal, sino una plaga imperecedera, grave, terrible, cruel é ineluctable. Contra la misma no hay defensa: huir de su lado es lo mejor. Si, armándote, demorares junto al peñasco, temo que se lanzará otra vez y te arrebatará con sus cabezas sendos varones. Debes hacer, por tanto, que tu navío pase ligero é invocar, dando gritos, á Crateis, madre de Escila, que les parió tal plaga á los mortales; y ésta la contendrá, para que no os acometa nuevamente.

127 »Llegarás más tarde á la isla de Trinacria, donde pacen las muchas vacas y pingües ovejas del Sol. Siete son las vacadas, otras tantas las hermosas greyes de ovejas, y cada una está formada por cincuenta cabezas. Dicho ganado no se reproduce ni muere, y son sus pastoras dos deidades, dos ninfas de hermosas trenzas: Faetusa y Lampetia; las cuales concibió del Sol Hiperión la divina Neera. La veneranda madre, después que las dió á luz y las hubo criado, llevólas á la isla de Trinacria, allá muy lejos, para que guardaran las ovejas de su padre y las vacas de retorcidos cuernos. Si á éstas las dejares indemnes, ocupándote tan sólo en preparar tu regreso, aún llegaríais á Ítaca, después de pasar muchos trabajos; pero, si les causares daño, desde ahora te anuncio la perdición de la nave y la de tus amigos. Y aunque tú escapes, llegarás tarde y mal á la patria, después de perder todos los compañeros.»

142 «Así dijo; y al punto apareció la Aurora, de trono de oro. La divina entre las diosas se internó en la isla, y yo, encaminándome al bajel, ordené á mis compañeros que subieran á la nave y desataran las amarras. Embarcáronse acto continuo y, sentándose por orden en los bancos, comenzaron á herir con los remos el espumoso mar. Por detrás de la nave de azulada proa soplaba próspero viento que henchía las velas; buen compañero que nos mandó Circe, la de lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz. Colocados los aparejos cada uno en su sitio, nos sentamos en la nave, que era conducida por el viento y el piloto. Entonces dirigí la palabra á mis compañeros, con el corazón triste, y les hablé de este modo:

154 «¡Oh amigos! No conviene que sean únicamente uno ó dos quienes conozcan los vaticinios que me reveló Circe, la divina entre las diosas; y os los voy á referir para que, sabedores de los mismos, ó muramos ó nos salvemos, librándonos de la muerte y del destino. Nos ordena ante todo rehuir la voz de las divinales Sirenas y el florido prado en que éstas se hallan. Manifestóme que tan sólo yo debo oirlas; pero atadme con fuertes lazos, de pie y arrimado á la parte inferior del mástil—para que me esté allí sin moverme—y las sogas líguense al mismo. Y en el caso de que os ruegue ó mande que me soltéis, atadme con más lazos todavía.»

165 »Mientras hablaba, declarando estas cosas á mis compañeros, la nave bien construída llegó muy presto á la isla de las Sirenas, pues la empujaba favorable viento. Desde aquel instante echóse el viento, reinó sosegada calma y algún numen adormeció las olas. Levantáronse mis compañeros, amainaron las velas y pusiéronlas en la cóncava nave; y, habiéndose sentado nuevamente en los bancos, emblanquecían el agua, agitándola con los remos de pulimentado abeto. Tomé al instante un gran pan de cera y lo partí con el agudo bronce en pedacitos, que me puse luego á apretar con mis robustas manos. Pronto se calentó la cera, porque hubo de ceder á la gran fuerza y á los rayos del soberano Sol Hiperiónida, y fuí tapando con ella los oídos de todos los compañeros. Atáronme éstos en la nave, de pies y manos, derecho y arrimado á la parte inferior del mástil; ligaron las sogas al mismo; y, sentándose en los bancos, tornaron á herir con los remos el espumoso mar. Hicimos andar la nave muy rápidamente, y, al hallarnos tan cerca de la orilla que allá hubiesen llegado nuestras voces, no se les encubrió á las Sirenas que la ligera embarcación navegaba á poca distancia y empezaron un sonoro canto:

184 «¡Ea, célebre Ulises, gloria insigne de los aqueos! Acércate y detén la nave para que oigas nuestra voz. Nadie ha pasado en su negro bajel sin que oyera la suave voz que fluye de nuestra boca; sino que se van todos después de recrearse con ella y de aprender mucho; pues sabemos cuantas fatigas padecieron en la vasta Troya argivos y teucros, por la voluntad de los dioses, y conocemos también todo cuanto ocurre en la fértil tierra.»

192 »Esto dijeron con su hermosa voz. Sintióse mi corazón con ganas de oirlas, y moví las cejas, mandando á los compañeros que me desatasen; pero todos se inclinaron y se pusieron á remar. Y, levantándose al punto Perimedes y Euríloco, atáronme con nuevos lazos, que me sujetaban más reciamente. Cuando dejamos atrás las Sirenas y ni su voz ni su canto se oían ya, quitáronse mis fieles compañeros la cera con que tapara sus oídos y me soltaron las ligaduras.

201 »Al poco rato de haber dejado atrás la isla de las Sirenas, vi humo é ingentes olas y percibí fuerte estruendo. Los míos, amedrentados, hicieron volar los remos que cayeron con gran fragor en la corriente; y la nave se detuvo porque ya las manos no batían los largos remos. Á la hora anduve por la embarcación y amonesté á los compañeros, acercándome á los mismos y hablándoles con dulces palabras:

208 «¡Amigos! No somos novatos en padecer desgracias y la que se nos presenta no es mayor que la sufrida cuando el Ciclope, valiéndose de su poderosa fuerza, nos encerró en la excavada gruta. Pero de allí nos escapamos también por mi valor, decisión y prudencia, como me figuro que todos recordaréis. Ea, hagamos todos lo que voy á decir. Vosotros, sentados en los bancos, batid con los remos las grandes olas del mar; por si Júpiter nos concede que escapemos de ésta, librándonos de la muerte. Y á ti, piloto, voy á darte una orden que fijarás en tu memoria, puesto que gobiernas el timón de la cóncava nave. Apártala de ese humo y de esas olas, y procura acercarla al escollo: no sea que la nave se lance allá, sin que tú lo adviertas, y á todos nos lleves á la ruina.»

222 »Así les dije, y obedecieron sin tardanza mi mandato. No les hablé de Escila, plaga inevitable, para que los compañeros no dejaran de remar, escondiéndose dentro del navío. Olvidé entonces la penosa recomendación de Circe de que no me armase en ningún modo; y, poniéndome la magnífica armadura, tomé dos grandes lanzas y subí al tablado de proa, lugar desde donde esperaba ver primeramente á la pétrea Escila que iba á producir tal estrago en mis compañeros. Mas, no pude verla en parte alguna y mis ojos se cansaron de mirar á todos los sitios, registrando la obscura peña.

234 »Pasábamos el estrecho llorando, pues á un lado estaba Escila y al otro Caribdis, que sorbía de horrible manera la salobre agua del mar. Al vomitarla dejaba oir sordo murmurio, revolviéndose toda como una caldera que está sobre un gran fuego, y la espuma caía sobre las cumbres de ambos escollos. Mas, apenas sorbía la salobre agua del mar, mostrábase agitada interiormente, el peñasco sonaba alrededor con espantoso ruido y en lo hondo se descubría la tierra mezclada con cerúlea arena. El pálido temor se enseñoreó de los míos, y mientras contemplábamos á Caribdis, temerosos de la muerte, Escila me arrebató de la cóncava embarcación los seis compañeros que más sobresalían por sus manos y por su fuerza. Cuando quise volver los ojos á la velera nave y á los amigos, ya vi en el aire los pies y las manos de los que eran arrebatados á lo alto y me llamaban con el corazón afligido, pronunciando mi nombre por la vez postrera. De la suerte que el pescador, al echar desde un promontorio el cebo á los pececillos valiéndose de la luenga caña, arroja al ponto el cuerno de un toro montaraz y así que coge un pez lo saca palpitante; de esta manera, mis compañeros, palpitantes también, eran llevados á las rocas y allí, en la entrada de la cueva, devorábalos Escila mientras gritaban y me tendían los brazos en aquella lucha horrible. De todo lo que padecí, peregrinando por el mar, fué este espectáculo el más lastimoso que vieron mis ojos.

260 »Después que nos hubimos escapado de aquellas rocas, de la horrenda Caribdis y de Escila, llegamos muy pronto á la irreprochable isla del dios, donde estaban las hermosas vacas de ancha frente, y muchas pingües ovejas del Sol, hijo de Hiperión. Desde el mar, en la negra nave, oí el mugido de las vacas encerradas en los establos y el balido de las ovejas, y me acordé de las palabras del vate ciego Tiresias el tebano, y de Circe de Eea, la cual me encargó muy mucho que huyese de la isla del Sol, que alegra á los mortales. Y entonces, con el corazón afligido, dije á los compañeros:

271 «Oíd mis palabras, amigos, aunque padezcáis tantos males, para que os revele los oráculos de Tiresias y de Circe de Eea; la cual me recomendó en extremo que huyese de la isla del Sol, que alegra á los mortales, diciendo que allí nos aguarda el más terrible de los infortunios. Por tanto, encaminad el negro bajel por fuera de la isla.»

277 »Así les dije. Á todos se les quebraba el corazón y Euríloco me respondió en seguida con estas odiosas palabras:

279 «Eres cruel, oh Ulises, disfrutas de vigor grandísimo, y tus miembros no se cansan, y debes de ser de hierro, ya que no permites á los tuyos, molidos de la fatiga y del sueño, tomar tierra en esa isla azotada por las olas, donde aparejaríamos una agradable cena; sino que les mandas que se alejen y durante la rápida noche vaguen á la ventura por el sombrío ponto. Por la noche se levantan fuertes vientos, azotes de las naves. ¿Adónde iremos, para librarnos de una muerte cruel, si de súbito viene una borrasca suscitada por el Noto ó por el impetuoso Céfiro, que son los primeros en destruir una embarcación hasta contra la voluntad de los soberanos dioses? Obedezcamos ahora á la obscura noche y aparejemos la comida junto á la velera nave; y al amanecer nos embarcaremos nuevamente para lanzarnos al dilatado ponto.»

294 »Tales razones profirió Euríloco y los demás compañeros las aprobaron. Conocí entonces que algún dios meditaba causarnos daño y, dirigiéndome á aquél, le dije estas aladas palabras:

297 «¡Euríloco! Gran fuerza me hacéis, porque estoy solo. Mas, ea, prometed todos con firme juramento que si encontráremos una manada de vacas ó una hermosa grey de ovejas, ninguno de vosotros matará, cediendo á funesta locura, ni una vaca tan sólo, ni una oveja; sino que comeréis tranquilos los manjares que nos dió la inmortal Circe.»

303 »Así les hablé; y en seguida juraron, como se lo mandaba. Tan pronto como hubieron acabado de prestar el juramento, detuvimos la bien construída nave en el hondo puerto, cabe á una fuente de agua dulce; y los compañeros desembarcaron, y luego aparejaron muy hábilmente la comida. Ya satisfecho el deseo de comer y de beber, lloraron, acordándose de los amigos á quienes devoró Escila después de arrebatarlos de la cóncava embarcación; y mientras lloraban les sobrevino dulce sueño. Cuando la noche hubo llegado á su último tercio y ya los astros declinaban, Júpiter, que amontona las nubes, suscitó un viento impetuoso y una tempestad deshecha, cubrió de nubes la tierra y el ponto, y la noche cayó del cielo. Apenas se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, pusimos la nave en seguridad, llevándola á una profunda cueva, donde las Ninfas tenían asientos y hermosos lugares para las danzas. Acto continuo los reuní á todos en junta y les hablé de esta manera:

320 «¡Oh amigos! Puesto que hay en la velera nave alimentos y bebida, abstengámonos de tocar esas vacas, á fin de que no nos venga ningún mal, porque tanto las vacas como las pingües ovejas son de un dios terrible, del Sol, que todo lo ve y todo lo oye.»

324 »Así les dije y su ánimo generoso se dejó persuadir. Durante un mes entero sopló incesantemente el Noto, sin que se levantaran otros vientos que el Euro y el Noto; y mientras no les faltó pan y rojo vino, abstuviéronse de tocar las vacas por el deseo de conservar la vida. Pero tan pronto como agotados todos los víveres de la nave, viéronse obligados á ir errantes tras de alguna presa—peces ó aves, cuanto les viniese á las manos,—pescando con corvos anzuelos, porque el hambre les atormentaba el vientre; yo me interné en la isla con el fin de orar á los dioses y ver si alguno me mostraba el camino para llegar á la patria. Después que, andando por la isla, estuve lejos de los míos, me lavé las manos en un lugar resguardado del viento y oré á todos los dioses que habitan el Olimpo, los cuales infundieron en mis párpados dulce sueño. Y en tanto, Euríloco comenzó á hablar con los amigos, para darles este pernicioso consejo:

340 «Oíd mis palabras, compañeros, aunque padezcáis tantos infortunios. Todas las muertes son odiosas á los infelices mortales, pero ninguna es tan mísera como morir de hambre y cumplir de esta suerte el propio destino. Ea, tomemos las más excelentes de las vacas del Sol y ofrezcamos un sacrificio á los dioses que poseen el anchuroso cielo. Si consiguiésemos tornar á Ítaca, la patria tierra, erigiríamos un rico templo al Sol, hijo de Hiperión, poniendo en él muchos y valiosos simulacros. Y si, irritado á causa de las vacas de erguidos cuernos, quisiera el Sol perder nuestra nave y lo consintiesen los restantes dioses, prefiero morir de una vez, tragando el agua de las olas, á consumirme con lentitud, en una isla inhabitada.»

352 »Tales palabras profirió Euríloco y los demás compañeros las aprobaron. Seguidamente, habiendo echado mano á las más excelentes de entre las vacas del Sol, que estaban allí cerca—pues las hermosas vacas de retorcidos cuernos y ancha frente pacían á poca distancia de la nave de azulada proa—se pusieron á su alrededor y oraron á los dioses, después de arrancar tiernas hojas de una alta encina porque ya no tenían blanca cebada en la nave de muchos bancos. Terminada la plegaria, degollaron y desollaron las reses; luego cortaron los muslos, los pringaron con gordura por uno y otro lado y los cubrieron de trozos de carne; y, como carecían de vino que pudiesen verter en el fuego sacro, hicieron libaciones con agua mientras asaban los intestinos. Quemados los muslos, probaron las entrañas; y, dividiendo lo restante en pedazos muy pequeños, lo espetaron en los asadores.

366 »Entonces huyó de mis párpados el dulce sueño y emprendí el regreso á la velera nave y á la orilla del mar. Al acercarme al corvo bajel, llegó hasta mí el suave olor de la grasa quemada y, dando un suspiro, clamé de este modo á los inmortales dioses:

371 «¡Padre Júpiter, bienaventurados y sempiternos dioses! Para mi daño, sin duda, me adormecisteis con el cruel sueño; y mientras tanto los compañeros, quedándose aquí, han consumado un gran delito.»

374 »Lampetia, la del ancho peplo, fué como mensajera veloz á decirle al Sol, hijo de Hiperión, que habíamos dado muerte á sus
Lampetia fué á decirle al Sol que habíamos dado muerte á sus vacas
(Canto XII, versos 374 y 375.)
vacas. Inmediatamente el Sol, con el corazón airado, habló de esta guisa á los inmortales:

377 «¡Padre Júpiter, bienaventurados y sempiternos dioses! Castigad á los compañeros de Ulises Laertíada, pues, ensoberbeciéndose, han matado mis vacas; y yo me holgaba de verlas así al subir al estelífero cielo, como al tornar nuevamente del cielo á la tierra. Que si no se me diere la condigna compensación por estas vacas, descenderé á la morada de Plutón y alumbraré á los muertos.»

384 »Y Júpiter, que amontona las nubes, le respondió diciendo: «¡Oh Sol! Sigue alumbrando á los inmortales y á los mortales hombres que viven en la fértil tierra; pues yo despediré el ardiente rayo contra su velera nave, y la haré pedazos en el vinoso ponto.»

389 »Esto me lo refirió Calipso, la de hermosa cabellera, y afirmaba que se lo había oído contar á Mercurio, el mensajero.

391 »Llegado que hube á la nave y al mar, reprendí á mis compañeros—acercándome ora á éste, ora á aquél,—mas no pudimos hallar remedio alguno, porque ya las vacas estaban muertas. Pronto los dioses les mostraron varios prodigios: los cueros serpeaban, las carnes asadas y las crudas mugían en los asadores, y dejábanse oir voces como de vacas.

397 »Durante seis días mis fieles compañeros celebraron banquetes, para los cuales echaban mano á las mejores vacas del Sol; mas, así que Júpiter Saturnio nos trajo el séptimo día, cesó la violencia del vendaval que causaba la tempestad y nos embarcamos, lanzando la nave al vasto ponto después de izar el mástil y de descoger las blancas velas.

403 »Cuando hubimos dejado atrás aquella isla y ya no se divisaba tierra alguna, sino tan solamente el cielo y el mar, Júpiter colocó por cima de la cóncava nave una parda nube debajo de la cual se obscureció el ponto. No anduvo la embarcación largo rato, pues sopló en seguida el estridente Céfiro y, desencadenándose, produjo gran tempestad: un torbellino rompió los dos cables del mástil, que se vino hacia atrás, y todos los aparejos se juntaron en la sentina. El mástil, al caer en la popa, hirió la cabeza del piloto, aplastándole todos los huesos; cayó el piloto desde el tablado, como salta un buzo, y su alma generosa se separó de los miembros. Júpiter despidió un trueno y simultáneamente arrojó un rayo en nuestra nave: ésta se estremeció, al ser herida por el rayo de Júpiter, llenándose del olor del azufre; y mis hombres cayeron en el agua. Llevábalos el oleaje alrededor del negro bajel y un dios les privó de la vuelta á la patria.

420 »Seguí andando por la nave, hasta que el ímpetu del mar separó los flancos de la quilla, la cual flotó sola en el agua; y el mástil se rompió en su unión con la misma. Sobre el mástil hallábase una soga hecha del cuero de un buey: até con ella mástil y quilla y, sentándome en ambos, dejéme llevar por los perniciosos vientos.

426 »Pronto cesó el soplo violento del Céfiro, que causaba la tempestad, y de repente sobrevino el Noto, el cual me afligió el ánimo con llevarme de nuevo hacia la perniciosa Caribdis. Toda la noche anduve á merced de las olas, y al salir el sol llegué al escollo de Escila y á la horrenda Caribdis que estaba sorbiendo la salobre agua del mar; pero yo me lancé al cabrahigo y me agarré como un murciélago, sin que pudiera afirmar los pies en sitio alguno ni tampoco encaramarme en el árbol, porque estaban lejos las raíces y á gran altura los largos y gruesos ramos que daban sombra á Caribdis. Me mantuve, pues, reciamente asido, esperando que Caribdis devolviera el mástil y la quilla; y éstos aparecieron por fin, cumpliéndose mi deseo. Á la hora en que el juez se levanta en el ágora, después de haber fallado muchas causas de jóvenes litigantes, dejáronse ver los maderos fuera ya de Caribdis. Soltéme de pies y manos y caí con gran estrépito en medio del agua, junto á los larguísimos maderos; y, sentándome encima, me puse á remar con los brazos. Y no permitió el padre de los hombres y de los dioses que Escila me viese; pues no me hubiera librado de una terrible muerte.

447 »Desde aquel lugar fuí errante nueve días y en la noche del décimo lleváronme los dioses á la isla Ogigia donde vive Calipso, la de lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz; la cual me acogió amistosamente y me prodigó sus cuidados. Mas, ¿á qué contar el resto? Os lo referí ayer en esta casa á ti y á tu ilustre esposa, y me es enojoso repetir lo que se ha explicado claramente.»