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"Remigio"

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"REMIGIO"



Era "Remigio" un hermoso galgo: fino el hocico, colgantes las orejas, alargado el cuerpo, renegrido el pelo, con una faja blanca que semejaba un cinturón de gladiador. Me lo dió un amigo que parecía también un galgo, dado en extremo a la caza, solterón empedernido, cincuentón casi... — Llévese esa hermosura, me dijo —. Como éramos vecinos y nuestras casas lindaban, yo tomé el animalito con cariño y me lo llevé con esa fruición de quién hurta una golosina.

Mi mujer, al verme, exclamó: — Ya te vienes con un semillero de pulgas! — Mujer, la dije, semillero no; pero algunas pulgas si... Algunas será bueno haya en casa; hijos no tenemos; todo es aquí limpio como una patena, seco, agrio, en razón de que no hay quien ensucie..quien dé un picotazo. Ya verás como concluyes por tener amor a este perrillo...

—Oh!...

—Sí, ya verás...

"Remigio" salía del regazo materno con los atraetivos de un ser alegre y rollizo; fué por eso que mi mujer comenzó a cobrarle cariño, que él fomentó con sus gracias y cabriolas.

—Ya he comenzado a llamarle "Jazmín", me dijo un día que el animalito le hacía fiestas.—No, la dije, qué esperanza! Poner nombre de flor a un perro que no es un faldero; a este perro hay que ponerle un nombre varonil...

—Sultán!, entonces...

—No me es cómodo tener un sultán en casa... Mira, le pondremos "Remigio".

—Jesús!... un nombre de persona... y quién sabe si no tenemos algún amigo de ese nombre...

—No te alarmes; te contaré. Yo tuve un tío muy amigo de los perros, era como una égida de ellos, y un día, cuando era yo pequeño, me dijo: "Si alguna vez tienes un perro, ponle mi nombre, ponle Remigio. Los perros son más nobles que nosotros; no se hacen ellos las perrerías que nos hacemos los hombres..." Ahí tienes. Por otra parte, no se pone a la gente nombres de animales? Por qué no poner a los animales nombres de gentes?...

A los cuatro meses "Remigio" hacía en casa lo que le venía en gana: se trepaba al piano, aventaba la ceniza de la chimenea, tenía en contínuo sobresalto al canario, hacía revoluciones en el gallinero, y todo lo soportaba mi mujer con esa acritud cariñosa con que se regaña al hijo mimado.

No faltó al pequeño galgo una limpieza minuciosa tres veces por semana, contra lo que protestó siempre a grito herido, y digo a grito herido, porque "Remigio", no obstante sus cuatro meses, no ladraba como los demás perros, sino que daba extraños chillidos.

Un día díjome mi mujer:

—Pero este perro no ladra!, es raro...

—Ladrará, mujer, ladrará... Mi tío solía decir que en los perros acontece lo que en la criatura humana, que no son las más inteligentes las que primero hablan.

Efectivamente, "Remigio" tardó en ladrar, pero ladró admirablemente. Su ladrido parecía un acorde de arpa que dijera "Darwin!... Darwin!..."

—Si este animal parece que hablara!, decía mi mujer.

—Claro es que habla!, y dice cosas muy hondas...

Cuando yo volvía del hospital malhumorado, contrariado por algún desastre operatorio o por alguna mala pasada de esas que nos jugamos los médicos, me dejaba caer como un plomo en mi sillón giratorio y "Remigio" era mi consuelo. Antes que mi mujer estaba el cachorro en el umbral como demandando permiso para entrar. Más de una vez le arrojé un libro que pasó cerca de él como una bala. Pero el fiel "Remigio" volvía; primero asomaba la cabeza, después algo más, por fin estaba otra vez de cuerpo entero en el umbral. Meneaba la cola, gemía, hasta que yo hacía un movimiento que él interpretaba como un permiso; entonces se precipitaba sobre mi, se restregaba contra mis piernas, me lamía las manos, la cara, y parecía decirme: "consuélate, esa gente que has matado en el hospital no la has matado tu, que la mató la enfermedad." Yo le tomaba de las orejas, entre reconocido y fastidiado, y se las tiraba hasta que "Remigio" daba un grito de dolor.

Pero la pubertad asomaba ya en "Remigio" y el cachorro comenzaba a sentirse un mozo. Mi mujer díjome en cierta ocasión: — Este animal que antes no salía de casa, ahora se escapa a la puerta; hasta se permite hacer juntas en el zaguán.

Era así, en efecto. Una vez que visitaba enfermos divisé a "Remigio" en un congreso perruno que se había adueñado del centro de una plazuela. Le llamé, y, al verme, echó a correr y no paró hasta casa. Claro que allá hubo de chicotazos y orden terminante a los criados que se le vigilara.

Vivía en el barrio un señor de exquisito trato (francés) con quien nos encontrábamos a menudo en la calle. Un día me dijo: — Vd. tiene un perro muy callejero; siempre lo encuentro a la puerta de mi casa.

—Es posible... le dije.

— Yo tengo también una perrilla que cuido mucho, continuó mi vecino; no la dejo salir de casa. La llamo "Chérie". Y, como buen padre, agregó sonriendo, deseo para ella una prole que la honre.

Pasó de esto una semana y noté que aquel buen señor no me saludaba con la cordialidad de antes. "Es el perro", me dije; es "Remigio"... Pensé que nuestra conversación había sido por parte de mi vecino como una prevención.

Hice presente a la servidumbre que "Remigio" no debía salir de casa so pena de pérdida de la ocupación de quien resultara culpable.

Dos días después pasaba yo una noche por casa del frances y se me ocurrió mirar hacia adentro; cuál no sería mi sorpresa al ver a "Remigio" y a "Chérie" ocultos detrás de la puerta, asomando sus hermosas cabezas a la claridad de la luna. Me detuve indeciso.

"Remigio" me miró y bajó la cabeza, como diciendo:

—Y bueno, pues...