¡Backchich!... ¡Backchich!
¡BACHCHICH!... ¡BACKCHICH!...
(Remontando el Nilo)
Todos, en la ciudad y en el campo, chicos y grandes, hombres y mujeres, tienen la costumbre de pedir limosna, "backchich" como dicen ellos.
Si el buque encalla en la arena, si amarra en la orilla, si marcha lentamente al pasar un barraje, si costea cerca de las mil aldehuelas, hijas del limo del Nilo como el Egipto todo, hasta sus mendigos, el grito de ¡backchich...! ¡backchich! persigue al viajero.
No bien para el buque, la ribera se llena de populacho, hierve de chicos pidiendo monedas. Desde a bordo se las tiran, y es de verlos, amontonándose como moscas sobre azúcar. Caen, ruedan, se apeñuscan, zambullen en el Nilo, peleando hasta que quien logró levantar la moneda del suelo se la mete en la boca bajo la lengua. Como por ensalmo, asunto concluído: ya no luchan más; piden otra.
Lo cómico es que, mientras enjambran los chicuelos, otros gandules distribuyen, a ojo de buen cubero, entre bromas y veras, sendos cogotazos. Y la arrebatiña finaliza con el arribo de un agente de policía, armado de su infaltable varita o junco, quien ¡zas!, ¡tras!, en un santiamén los desparrama sin piedad.
Y le hacen gambetas y reciben gustosos los golpes con tal de quedar a la espera de la deseada moneda.
Entre nuestro "Ramsés" y la orilla colocóse cierta vez una chata con las escotillas abiertas. La chata se llenó de muchachitos que corrían por ella como ratoncillos.
Por diversión, arrojaron de a bordo los cobres a las escotillas. Y los chicuelos, como enjambre, uno encimado al otro, de cabeza atrás del cobre.
Semejan de corcho; rebotan, ruedan, se golpean, caen, saltan, se lastiman y no les duele.
Cuando el "Ramsés" va despacio, en lugares peligrosos por los islotes y escollos, se acercan al buquetidos en botecitos donde apenas cabe uno de esos peces—niños, de 5 a 8 años, completamente desnudo, armado de remos, dos hojas de lata en forma de triángulo que les sirven para hacer avanzar rápidamente el barquito y para desagotarlo continuamente, pues continuamente hace agua. La vela izada verdadera bandera de pelea, corre parejas, en sus remiendos, con el frágil casco de la navecilla. Y sin dejar de remar y de desagotar el barco, ¡ backchich...!
¡backchich!... ¡backchich!... chillan en animado vocerío mezclando esa bárbara y estridente voz con el escaso vocabulario inglés que el contacto asiduo con turistas les ha dejado.
Monedita adueñada va a parar bajo la lengua sin impedirles seguir gritando. Si de a bordo no les hacen caso, dejan el barquichuelo, trepan como babosas al buque y chillan, chillan hasta sacar tajada.
Desde las alturas más grandes arrójanse al Nilo para conseguir cobres. Recordaré la impresión de terror con que los vi disponerse a zambullir desde el pilar más alto del templo de Philo a la nave central convertida en estanque por el embalse de las aguas del gigantesco río en Assouam.
De mil medios se han valido para perfeccionar el oficio de pedir limosna: Imitan a todos los animales con suma perfección, bailan y cantan, espían la mirada del viajero para sonreirle picarescamente al pasar y aprovechar así la ocasión de entonar su ¡ backchich!... ¡backchich!... ofrecen un manojo de flores del campo y una rama para espantar las moscas; sacuden solícitos la tierra del traje y calzado; ayudan a bajar o a subir a las cabalgaduras, les dan el grito de ánimo para que partan; asen al viajero izándolo o descendiéndolo del burro antes de que a ello se disponga; atisban el instante preciso en que el turista fatigado se detiene en una cuesta o mide una altura para soliviarlo por los sobacos y llevarlo en vilo; dan un dato, hacen una genuflexión, adelantan un saludo... y cobran con ¡backchich!... ¡backchich!....
Al pasar por las aldeas hay que fingirse sordo y ciego o soportarlos encima como moscas. Y por sacar mayor mendrugo se pelean y se gritan y se insultan en su bárbara y desagradable lengua.
Hay de ciegos y de enfermos de la vista que espanta. Quien no es tuerto es estrábico o luce nube en uno o en ambos ojos o muestra ribetes rojos como en carne viva. No veo que sea causa principal la reverberación en la arena de ese sol que luce el año entero. Ello influirá, pero el origen real está en que son sucios, pero sucios!... Da asco mirarles lo poco que dejan en descubierto: algo de la cara. Siempre llena de moscas quietas, mansas, huéspedes habituales que no molestan ni son molestados.
La mortalidad infantil es aterradora... y abunda y sobra el chiquillaje sucio desnudo o desarrapado. Admira, en tal suciedad, que todos no mueran aún antes de nacer. Débese a la excelencia del clima, 198 a ese sol con razón divinizado que dardea sus rayos de fuego día a día sobre el desierto, sobre el río y sobre el ancho oasis que lo bordea.
Gracias sean dadas a Cook que permite, con sus comodidades, que todo lo malo sea visto desde arriba, por decirlo así: Desde el burro, caballo, coche, camello o buque, jamás el turista sufre contacto directo con miserias tales. Y, así y todo, noche a noche, al acostarse, no hay viajero que no lave sus ojos con agua boricada: Tal impresión deja el espectáculo de esos míseros y asquerosos seres.
Desde a bordo, remontando el Nilo, se les ve vivir minuto por minuto en sus primitivas casuchas de tierra que apenas sirven para defenderlos un poco de los rayos del sol y la arena.
Y cruzar sus aldeas vénse de nuevo las mismas casas de tierra que asemejan cuevas. Y dentro y fuera pululan chicos y grandes a millares.
Hacen vida tan primitiva que hasta sus necesidades más urgentes las llenan al aire libre, a lo largo del río divino en el terraplén del ferrocarrit; frente a las cosas, a vista y paciencia de todos.
Y las caravanas de viajeros pasan y ellos se quedan quietos, mirando, mientras con una varilla hacen rayas en la arena... Muy luego alcanzan al turista eon sus gritos: ¡backchich!... ¡backchich!... ¡ backchich!...
Hasta en las escuelas los alumnos mendigan con gestos, con la mirada o pidiendo a escondidas del maestro.
¡Esas Escuelas !... Piso de tierra, piezas viejísimas, largos bancos sin pupitres; los chicos, cada uno con su cuaderno sucio y viejo y unos pocos libros heredados quién sabe de qué remoto antepasado. Un anticuario los pagaría a peso de oro. Casi, casi compré uno; pero la repugnancia venció la tentación, sobre todo al mirar esos ojos. Y más en esa escuelita cuyo maestro era ciego. Enseñaba recitado un versículo del Korán que la clase coreaba monótonamente. Una vez aprendido de memoria el más fácil de los libros sagrados, enséñaseles la explicación, de memoria también, para pasar a otro libro y a otra explicación. Y así queda instruído el niño en la religión mahometana y aprende al mismo tiempo, a escribir, a contar y algunas nociones prácticas de geometría.
El contacto con franceses y con ingleses les ha llevado internados de jesuítas y universidades. Desconfío de uno y de otros; inyecciones de intrucción y vida contemplativa son dos males capaces, cada uno por sí solo, de acabar con razas de titanes.
Alumnos y maestros balbucean el inglés. El francés está ya casi olvidado. El actual Khédive ha asestado golpe mortal disponiendo este año que hasta las estampillas de correos ostenten divisa inglesa en lugar de la francesa, que era ya habitual.
La conquista pacífica del Egipto por los ingleses —política y turísticamente—es un hecho. Y hay que agradecer a ello la esmerada limpieza de hoteles y buques, pulcritud que resalta en el marco de ostentosa suciedad indígena.
La miseria no ahoga en ellos la alegría. Curiosos y burlones de natural, sus ojos y sus bocas ríen mofándose del loco que abandona familia y comodidades, costeándose desde lejanas tierras para ir a ver piedras más o menos gigantescamente amontonadas. Y sus ojos y sus caras ríen burlando al viajero, a quien sacan moneda tras moneda con su eterno pedir. Y ríen, consultándose de soslayo, a hurtadillas, cuando los vendedores asaltan al turista con sus baratijas, chucherías, falsas antigüedades, chales o frutas. Ríen y cantan siempre para solaz, para descanso, para darse ánimos; cantan remando, acarreando piedras, arando, dando vueltas a la noria, corriendo tras el asno. Y acompañan la extraña y desagradable melopea con el "tan—tan" desabrido, con timbales, tamborines, doble flauta o una especie de cítara o violín monocorde que corta agriamente el canto o el recitado de los mendigos líricos.
Y este pueblo tan sucio y tan sobrio es ágil y resistente hasta lo increíble. Tras cada excursionista montado en asno, camello o caballo, va un joven indígena a pie—descalzo, la cabeza arrebujada en el alto turbante cuyas siete vueltas le dan el largo exigido para servir luego de mortaja, vestido con túnica suelta, sucia, haraposa—y ese egipcio, armado de una vara larga, corre a la par de la cabalgadura cantando o charlando alegremente como piaría un pájaro. Si el viajero no sabe manejar, él guía, a pie, hasta coches; si no se le precisa, conversa, canta o reniega en su chillona y natural lengua con los otros muchachones.
200 Eso si, son eternos pedigüeños. Por seña o en mal inglés o peor francés exigen dinero para dar de comer al "budí", y para mascar ellos la jugosa caña de azúcar, inseparable y reconfortante compañera. Y al final de la excursión, el infaltable ¡ backchich!...
¡backchich!
Mientras se rechaza la oficiosa premura del que por asalto quiere bajarnos del asno y se defiende uno de los hombres—plumeros que sacuden el polvo real o imaginario o espantar moscas, no falta, en la playa, frente al "Ramsés' que espera a la caravana, cohorto de cantores o bailarines en pugna con los vendedores de chales, curiosidades y fruta.
Entre ellos hay mendigos bailarines y bien curiosos: uno vestía amplia hopalanda, hecho con remiendos de remiendos remendados; parecía imposible que uno sostuviera al otro... ¡y de qué colores!...
¡y qué suciedad! Descalzo, de pies callosos, con epidermis de un dedo de espesor, grietada en la planta y a los costados, bailaba el mísero viejo al son de un arpa hecha también con remiendo de maderas, de conchitas, de vidrios, de hilos, de cueritos.
Escapando de los backchich!... ¡backchich!, refugiados a bordo como náufrago en puerto, los turistas no pudimos dejar de reir y de menudear cobres sobre la turba empeñada en conseguir "backchich" imitando el grito de animales con rara perfección. Y era de oir y de creerlo cierto, con sólo cerrar los ojos, el pelear de perros y gatos, el cacareo de las gallinas, una riña de gallos, el estridente aullido del chacal...