A fuego lento: 42
Capítulo XII
[editar]La casa de salud estaba en Neuilly. A la entrada había un jardín plantado de acacias, pinos, castaños y sicomoros. En una gran muestra que daba sobre la calle se leía: Hydrothérapie médicale.
El doctor ocupaba un cuarto del segundo piso, con un balconcito, sobre el jardín, cubierto por una enredadera. De cuando en cuando se veía la cornette blanca de alguna hermana de la Caridad que subía con una taza de caldo.
Aquello, más que hospital, parecía por lo silencioso, pulquérrimo y apacible, una granja holandesa.
Contiguo al cuarto del enfermo estaba el de Rosa que no cesaba de prodigarle todo género de cuidados. Por la mañana le lavaba el cuerpo con agua tibia y alcohol de pino; luego le daba fricciones secas en ambos lados de las vértebras, le atusaba la barba y, si hacía sol, le sacaba al balcón en una silla.
El paciente iba poco a poco reponiéndose.
-Ya verá usted, compañero -le decía el médico de la casa de salud- cómo dentro de unas semanas puede usted volver a su clínica. Las inhalaciones de oxígeno le harán mucho bien.
-Yo lo creo -agregaba Rosa.
Baranda sonreía tristemente, con fingida credulidad.
Era un mes de Octubre primaveral que anunciaba un invierno benigno. El doctor se entretenía algunas mañanas en dar de comer en la mano a los gorriones que acudían en bandadas al balcón. Las hembritas, abriendo las alas y el pico, pedían piando a los machos que las nutriesen. Y los machos, metiéndolas el pico hasta el esófago, las atiborraban de migas de pan.
Estos idilios ornitológicos le causaban una melancolía indecible, una envidia taciturna. Pero Rosa ¿no estaba junto a él mimándole? Echaba de menos a Alicia. Sus nervios, habituados a la gresca diaria, sentían la nostalgia del dolor moral. Se explicaba que el hombre se adaptase a todo, la esclavitud inclusive, y que echase de menos el grillo y las rejas, una vez en libertad. El esclavo no se subleva por sí solo; necesita del hombre imperioso que le sacuda comunicándole un impulso artificial. ¡Cuántos pueblos, a raíz de salir de la servidumbre, suspiran por el tirano!
Plutarco se encargó de la clientela de Baranda.
La visitaba en sus domicilios, porque en casa del médico no se atrevía a poner los pies.
Un día se apareció Alicia, sin más ni más, en la casa de salud, reclamando a su marido. Al entrar en su cuarto advirtió varias prendas de mujer colgadas de la percha.
-¿Creías que esto iba a durar siempre? -le dijo al enfermo que se puso a temblar aterrado en su presencia-. Ahora mismo te vuelves a casa. Ahora mismo. ¿Conque Rosa vive contigo, eh? Ahora comprendo por qué insistías tanto en querer salir de casa. No, no era la falta de aire ni de asistencia. ¡Era que querías estar con esa sinvergüenza!
Rosa, encerrada con llave en su habitación, oía todo esto con el alma en un hilo, conteniendo a duras penas la respiración.
-¿Qué quiere usted que hagamos? -decía a Plutarco el director del establecimiento-. Es su mujer legítima y yo no puedo oponerme a su pretensión. Y crea usted que lo deploro.
-Pero es que esta vuelta al domicilio conyugal significa la muerte del enfermo -exclamaba Plutarco.
-¡Ah! ¿qué quiere usted? La ley está con ella -replicaba el director de la casa de salud-. Yo no puedo oponerme. Además, un escándalo me perjudicaría muchísimo.
-Sí, yo soy su mujer legítima. Esa mujer que ha estado aquí con él durante mi ausencia es su querida -replicaba Alicia con imperio.
Baranda, desfallecido, derrumbado, como el presidiario a quien, después de una penosa evasión, echan otra vez el guante, no hablaba; de sus ojos agonizantes salía un largo quejido, más desgarrador que si hubiera salido de su boca.
Y volvieron a meterle en la camilla, y de la camilla al carro, y del carro a su alcoba, y todo aquel fúnebre trajín se le antojó como un aprendizaje sepulcral. Aquel hombre vivo sabía experimentalmente lo que era morirse. Como suena, sin metáfora.
Al llegar a casa, Mimí salió a recibirle con una alegría inmensa. Mientras estuvo ausente no salió una sola vez de bajo de la cama, no comió y se pasaba las noches aullando.
Baranda sentía tal cansancio que no sabía dónde poner los brazos y las piernas. Si hubiera podido se los hubiera quitado como anhela uno quitarse las botas después de una caminata. En los riñones, sobre todo, el dolor era insufrible. Sentía como el peso de una hernia. La voz era débil, descolorida, sorda. Diríase que salía de una laringe de algodón y que se difundía por unas paredes de paja.