Al Cairo
AL CAIRO
La tercera fué para mí la vencida en lo que a la vista de Nápoles se refiere. Dos veces había entrado en el bellísimo Golfo con tiempo adverso. Y dos veces había salido de la ciudad acuarela sin poder admirar bajo esplendente luz su riente y gracioso panorama.
Por fin, en un 25 de diciembre, a las doce de un frío y luminosísimo día, pude gozar de ese espectáculo único en su género, no comparable con el ofrecido por Río de Janeiro, por ejemplo, como no es comparable lo gracioso y lo bonito con lo feérico y lujuriosamente hermoso.
Nápoles me prodigó días de sol, de alegría, de vida.
De pronto, la tormenta que caracterizó como cruelmente frío al pasado invierno europeo, se abatió sobre Nápoles. Desde el balcón del hotel, abierto sobre el golfo, frente Torreón del Oro, dominando a la izquierda el famoso volcán y a la derecha las colinas vestidas de vegetación y de coloreados caseríos, vi llover y llover un día y otro día. El viento huracanado agitar el mar volcándolo en oleajes furiosos tras los murallones del puerto; las olas batían el viejo castillo; el cielo y el mar uníanse en un gris pétreo preñado de amenazas; el Vesubio y las colinas no se veían en pleno mediodía. Y el frío iba en aumento.
De pronto, en la tercer hora de la tarde que precedió a mi embarco hacia Port Said, el sol rasgó las nubes e inundó de luz al volcán. Un espectáculo único para mí clavó mis ojos estáticos en la contemplación del Vesubio: De la cima al pie centelleaba, blanco y puro, vestido de nieve. Tan sólo la vía de cremallera que trepa a su izquierda marcábase negra y tristísima cual columna de ejército, inmovilizado por el frío.
Así abandoné el mediodía europeo que tan inhospitalario recibió en su invierno célebre de 1913 a los extranjeros que buscaron en las riberas mediterráneas la caricia del sol.
A bordo del Zieten, buque alemán con destino a Australia, dejé el mal tiempo a espaldas. Al día siguiente amaneció suavemente fresca la brisa marina, templada por ese sol que colorea tan intensamente de azul al Mediterráneo. Deseosa de gozarlo, inundada con él de alegría de vivir, pasé bajo su luz los tres días empleados por el Zieten en la. travesía de Nápoles a Port Said.
Y mientras bebía por todos los poros luz y calor, alegría, vida y juventud renovada, observaba sin querer la para mí extraña sociedad amalgamada en el Zieten.
Casi todos eran alemanes. Unos pocos ingleses:
No había más que mirar los pies de ellos y de ellas:
Largos. delgados, sin empeine, sin curva graciosa.
Un alemán llamó mi atención: Yo lo había visto antes; lo conocía. ¿Quién era ese tipo tan familiar?
Pasaba y repasaba haciendo el reglamentario ejerjicio y la visión preconocida se erguía en mi recuerdo. Pero, quién era? De pronto así la fugaz reminiscencia. Era el inveutor de la Cavorita, el célebre Cavor, protagonista del "Viaje a la Luna", ese personaje de la novela de Wells, real y fantástico a un tiempo como los héroes de pesadilla.
Imagínenlo de casi dos metros de alto, de largas piernas, anchas espaldas, cabeza chiquita; con bigote recortado a lo cepillo y pelo ídem, rojizos, que le cae sobresaliendo como alero de rancho.
¡Cómo viste! No sé por dónde empezar: De las rodillas abajo, medias de globbe—trotter, gruesas, con ancho ribete, bajo la rodilla, en realce y en colores; zapatos de goma sobre botas atacadas con cintas como sandalias; pantalón de montar, ajustado ante, sobre y bajo la rodilla, ancho y voludo hacia los costados; saco plegado, lleno de presillas, de bolsillos, de botones. Cuello altísimo, forma palomón, no palomita como de tony; guantes gordos de lana, tejidos; gorro ídem con cubre orejas.
Y pensar que en esa traza, este Cavor de nuevo cuño, una tarde, mientras la banda tocaba una polonesa y luego un tango, hizo el oso bailando solo.
¡ Las mujeres que desfilan! Ni una, entre más de treinta jóvenes, merece ser llamada "graciosa". Las hay hermosas, ¡pero de sosas! Con ojos de besugo y cabello de chala de choclo, lacio, caído o frisado artificialmente en cohetes. De noche, de etiqueta, tiesas y escotadas, no están mal. Pero de día, románticamente estiradas en sillas de viaje, bajo velos estudiadamente. caídos, anudados a un costado, dejando fuera un mechón que el viento vuela estiranda sin lograr alborotar siquiera...
Tampoco están mal en traje de deporte, jugando como machos. Ese conjunto que a Australia emigra poco, muy poco tiene de femenino. Con razón, entre más de un centenar de pasajeros, casi todos matrimonios, no viaja un solo niño. Y hasta en segunda y tercera clase van contadísimos chicos; siete he visto durante el viaje.
Observándolos, siento cuán triste debe ser verse obligado a vivir entre gente de otra raza, de otro temperamento, de otros gustos y costumbres.
Por fortuna el sol y el bellísimo mar me consuelan recordándome que voy hacia la tierra que divinizó al astro rey.
En la madrugada del cuarto día enfrentamos el delta del Nilo y a poco andar divisamos el puerto.
Saludada con respeto la estatua de Lesseps, la compañía de los cuatro que al Cairo íbamos recorrió la eiudad, extraña como delirio, exótica, primitiva, ensordecedora, mal olientė y mareante, que se llama Port Said.
174 Horas después, almorzábamos en el tren que al Cairo se dirigía. Hasta Ismailia la vía costea el Canal de Suez. ¡Vanidad de vanidades y cuár poco asemejaba es angosto canal encerrado entre orillas que parecen desmoronarse al Canal que mi imaginación había forjado! ¡Si los buques que por él trabajoso y lentísimamente navegaban parecían peces fuera del agua, pájaros trepando colinas, enredaderas en hilos a flor de tierra!
Pasada Ismailia, importante población, el desierto inunda la vía. Miraban mis ojos y la inmensa, infinita, desoladora sensación los cegaba. Rojiza, metálica, finísimamente deleznada, la mortaja de arena cubre el desierto con suaves, graciosos, ondulados, acariciantes médanos. Brilla, reverbera, vive la luz. El cielo, puro, diáfano, sólidamente azul como precioso zafiro, luce por adorno sólo al sol. Y los ojos miran, miran; sácianse de color y de luz.
Y al cabo del tiempo minutos, horas? la soledad, el silencio, la cesación de movimiento externo hacen presa de uno y el terror con ellos. No quieren seguir mirando nuestros pobres ojos hechos a la vida viviente y no a la vida sorprendida por la muerte y fijada en ese feérico panorama; no quieren seguir bebiendo luz y color, únicos en su género; y sin embargo, enceguecidos, hipnotizados como por idea fija, siguen bebiendo luz y color mientras por dentro el ser entero protesta, ordenando cerrar los párpados que el dios sol subyuga; ordenando cesar esa aterradora y luminosa visión de otro mundo.
De pronto, descansa confortada la vista en una mancha verde que a lo lejos descubre. Casi grito:
—¡Un oasis! cuando el tren lo bordea. Pequeño y riente grupo de palmeras graciosísimas baña sus raíces en límpida fuente. Y atrae, maravillando, el verde de la hierba que cubre la arena.
Jamás imaginé verde semejante. Si de esmeraldas, duras y brillantes, fueran esas hojitas, no igualarían en belleza a las que el oasis ostenta. Y qué contraste entre el mar rojizo del desierto y ese verde puro, fuerte, inmaculado. La luz vibrante, llena de vida, reverberante del oriente, acentúa los contornos con nítida precisión. Y el agua fresca gorjea entre la arena desafiando su sed insaciada.
Corre el tren. Atrás, muy atrás quedó el oasis.
Impera de nuevo, trágicamente desnudo y luminoso, el rojizo panorama.
Cruzamos oblicuando hacia el Cairo, vértice del delta famoso cuyos dos extremos, abiertos en abanico, son Port Said y Alejandría. A lo largo de la vía las ciudades nacidas en oasis llaiman la atención por los caseríos hechos de limo, de techos bajos y rectos, miserables covachas que apenas defienden del viento y de la arena a sus semisalvajes habitantes. Caravanas en camello, en asno o a pie, con vergen a las ciudades. Hombres y mujeres lentamente regresan del trabajo arreando los bueyes y vacas salvajes, arrastrando los primitivos instrumentos de labranza.
Harapientos, rotosos, cubiertos de pies a cabeza por ropajes sueltos, azules, rojizos, amarillos, blanros; ellas, arrebujadas en negros mantones, la cara oculta, la cabeza envuelta. Reprodúcense bíblicas escenas: Montados en asnos chiquititos, la vara larga terciada a lo San José, uno en pos de otro, lenta, grave, ceremoniosamente, vuelven del trabajo. Ellas, con graciosa majestad, llevan sobre el hombro o sobre la erguida cabeza el cántaro lleno de agua. mientras conducen de la mano al niño grandecito o sostienen en brazos al tierno infante.
Con la puesta de sol coincide nuestra entrada en el Cairo. Camino al hotel, ábrese paso nuestro coche por entre abigarrada, exótica, rumorosa y mal oliente multitud.
Pululan hombres y chicuelos extrañamente vestidos. A primera vista, llaman la atención los árabes, esbeltos y majestuosos en el porte y en el andar.
Cubierta la cal por el blanco turbante, que ha de da siete vueltas al cráneo, para poder servir de mortaja, llegado el caso; envueltos con gracia soberbiamente serena en el amplio manto artísticamente plegado; calzados de rojas incurvadas babuchas, el infaltable junco en la mano — que más parece vara de mando que bastón de apoyo ; el porte gentil, la mirada altiva, la sonrisa hospitalaria, el ademán majestuoso, reina gran señor el árabe entre la muchedumbre egipcia servil y rastrera, esclava por herencia y por hábito..
Llenas están, calzadas y aceras, de vendedores ambulantes que ofrecen en toda forma su mercancía:
Flores que riegan con la boca ante el estupefacto comprador; colecciones de estampillas, de postales; frutas de la estación y de la sartén; baratijas, alhajas, falsas antiguallas, tapices, chales, dulces, chucherías, plumerillos espanta—moscas, escarabajos, amuletos, juguetes, pájaros amaestrados, bicharachos asquerosos, plantas en macetas, tejidos de oriente, collares, ajorcas, brazaletes, pendientes, anillos, piedras preciosamente talladas... Y los niños cruzan por entre las patas de los caballos, bajo la amenaza de la vara del agente de policía o del látigo del cochero que grita a derecha y a izquierda ¡ou a! ¡ou i!
Llegada al Continental, inmenso hotel separado por ancha y arbolada avenida de mágicos jardines enelavados en el corazón del Cairo, frente a la Opera; punto de partida de las principales calles,—centro de convergencia de todos los tranvías descansé el cuerpo con un buen baño y, esperando la hora de la comida, salí al balcón—terraza sobre el cual abría mi habitación. Mágico efecto sorprendió mis ojos: El jardín exótico de árboles gigantescos brillaba adornado de lucecillas de colores engarzadas en el verde obscuro cual pedrería luciente en esmeralda viya. La avenida y las calles que de ella abrían en abanico deslumbraban bajo dosel de luces armonizadas feéricamente. Abigarrada y rumorosa muchedumbre circulaba sin cesar. Así imaginé al Oriente cuando niña, leyendo "Las mil y una noches".
Jamás tan exacta encarnación de lo soñado me ofreció la realidad. Eso era mío, mío de cuando mi imaginación era tan poderosa, en la niñez y en la adolescencia, que no me permitía dormir sin contarme a mí misma inventadas, fabulosas y sentimentales historias cuyo infaltable escenario era el Oriente de lujuriosa vegetación, de mágica fastuosidad.
Más de hora pasé contemplando, bien arropada entre pieles, extendida en cómoda chaise—longuemientras el cielo se tachonaba de estrellas maravillosas, sólo comparables a las que engarza nuestro cielo de Jujuy o de San Juan.
Las sensaciones con fuerte sabor exótico renováronse en el comedor. Público cosmopolita, más, mucho más que el de la Cote d'Azur, de Suiza o de Nápoles: El Occidente y el Oriente estaban ahí representados. Ellas hermosas, lujosamente ataviadas, de gran etiqueta, europeas y mahometanas, conservando el sello característico; ellos, todos de frac; en cabeza los europeos, cubiertos de rojo tarbouch. los turcos y de negro fez. los persas. Salvo los jefes de servicio, el resto era egipcio: Bajos, de anchas espaldas, frente que huye, pómulos acentuados, mentón prognata, aire servil; marcados, desde la sonrisa hasta el andar, por ancestral esclavitud; vestidos regiamente de púrpura, chaquetilla ajustada sobre amplísimo chirouallos pies calzados de rojas babuchas de incurvada punta, la cabeza cubierta de rojo fez con borla negra de rica seda, deslizábanse silenciosos, mudos, atentos, obedientes a un golpe de timbre, a un gesto, a una mirada.
178 Esa primer noche la pasé en la Opera. Una compañía francesa cantaba "Le Chémineau". El pequeño teatro, de tan bello y majestuoso aspecto exterior desbordaba de concurrencia, en su mayoría europea. Siete palcos, cubiertos por toldos de ricos tapices, ocultaban a las miradas indiscretas a las huríes del Khédive abonadas a ese turno.
Al salir del teatro, no por ya vista dejó de deslumbrarme la feérica iluminación y la muchedumbre pululeante y rumorosa, abigarrada y dicharachera, contenta, infantilmente curiosa, serviimente respetuosa. Supe entonces que los mágicos adornos respondían al jubileo popular celebrando el aniversario del advenimiento al gobierno de la familia del Khédive actual.
Por eso, en los días sucesivos, mientras almorzaba o cenaba, mientras descansaba al atardecer o a la siesta en magnífica terraza o en los espléndidos salones abiertos sobre la avenida central, presencié el desfile de tropas regionales precedidas de músicas exóticas, chirimías, tamboriles, pífanos, que aguda y extrañamente marcaban el paso de los soldados y encabritaban los bellísimos caballos árabes de los jefes y oficiales, vestidos todos a la europea. Admiré también los cortejos característicos: nupciales, de EL. DILETTANTISMO SENTIMENTAL 179 peregrinos que parten o regresan de las mecas, de neófitos que van a jurar sobre el Koran por Alá y Mahoma su profeta.
A la edad de ó a 7 años celébrase, en los hijos de musulmanes, la ceremonia de la circuncisión. El niño, vestido con lujo oriental, envuelta la cabeza en rojo turbante, cubierta la cara por rico pañuelo bordado, abre la procesión a caballo rodeado de los parientes, del barbero operador y de los músicos y seguido por ese pueblo—niño, holgazán y curioso.
A los 12 ó 13 años, a veces a los 10, entregan los musulmanes a sus hijas, no bien los casamenteros oficiales y oficiosos han logrado fijar la dote. Dos tercios de lo estipulado entrégalos el marido antes de la ceremonia a los padres de la novia: el último tercio es reservado para la esposa en caso de que enviude o de que su amo y señor exija el divorcio.
Antes de la ceremonia nupcial, en solemne procesión, conducen a la novia al baño. Abren la marcha músicos con pífanos y tamboriles; luego amigos y parientes de la novia formando columna de dos en dos, y por fin niñas y jovencitas que rodean la litera donde la desposada luce riquísimos atavíos que la ocultan a toda curiosa mirada, cierran el cortejo nuevos tamboriles, arpas, chirimías, flautas y pífanos que cadencian los gritos y exclamaciones de alcgría con que el pueblo saluda al cortejo. Celebrada la ceremonia del baño nupcial, la novia es conducida a la casa del esposo que los padres y las casamenteras le han elegido.
Semejante en la forma, pero más lujosa aún, es la procesión que despide o recibe a los peregrinos a la Meca. Literas, camellos, caballos espléndidaniente adornados, con tapices de Oriente, sedas, oro, brocatos, franjas de plata, piedras preciosas, inmensas sombrillas hechas con riquísimas plumas de variados colores, músicas militares y religiosas; desfile de parientes, de fieles, de amigos, seguidos por el pueblo fanático, acompañan a los peregrinos montados en camellos regiamente enjaezados, protegidos del viento y del sol por toldos de telas preciosasabanicados con pantallas de plumas exóticas que refrescan y perfuman al ungido de Alá.
Sola y a pie, recorrí las primeras mañanas los barrios adyacentes al cuartel europeo.
Cada paso era de avanzada en el reino de lo soñado leyendo "Las mil y una noches": El mercado, los bazares, las mezquitas, las casas, las callejuelas, el populacho, las mujeres, los desarrapados muchachos; los camellos, los burritos, los hermosísimos caballos árabes:
el lujo, la miseria, la suciedad única, la vida al aire libre; las costumbres, el lenguaje, la raza, los ademanes. los saludos, las miradas, las actitudes; la gentileza de los árabes, la servil fealdad de los egipcios; el color de los árboles, el color de los trajes, el color del cielo; el olor peculiar de esa chusma esclava, del incienso y de los perfumes de ciertas casas, de las frutas de sartén que al aire libre fríen; la belleza de las flores, las soberbias fresas apilonadas como frente a las casas" de nuestras estancias las sandías; la riqueza de los tapices, de las sedas, de los brocatos, de las telas recamadas de oro, franjeadas de plata; los curiosos amuletos, fetiches, estatuitas, escarabajos, ajoreas; las piedras preciosas hábilmente talladas, la mirada enloquecedora de las mujeres árabes tanto más provocativa cuanto más aisladamente se muestra en esas caras ocultas: los ojos míseramente enfermos de casi todos los egipcios; la suciedad, esa increíble suciedad oriental, todo obsesionaba en exótico desfile.
Y, animando ese cuadro vertiginoso de vida, el sol, "mirada divina", "ojo de Dios", dardeaba sus rayos de fuego.
¡Con cuánta razón te cantaron, oh animador universal, alma de lo creado, símbolo del amor eternamente renovado y eternamente fecundante!
Ra:
Y, sin querer, mientras vagaba por entre esa muchedumbre, repetíame un salmo del himno al Dios "¡Homenaje a ti, ¡oh Sol! dueño de la verdad, señor de los dioses! Si emites tu verbo los dioses existen... Tú atiendes la plegaria del oprimido.
Tú estás dotado de corazón para el que clama a ti.
Tú juzgas al poderoso como al desdichado. El Nilo nació de tu amor: El pone en movimiento a todas las cosas.
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