Alerta (Lugones)
El aguacero amenazaba del norte. Una nube empequeñecía el firmamento, borraba las líneas del paisaje — arboledas, cumbres — en su esfumación. Ladeaba al Poniente oscuro el sol ya cubierto. Un perfume de humedad serenaba el aire. Tufaradas de calor agravaban con pesadez de asfixia al meditabundo decaimiento de las hojas. Abrumaban el cénit membranosas telarañas sobre las cuales el nubarrón desbordábase como un derrumbe de arena. Al opuesto lado del cielo se profundizaba en una acuosa claridad. Desde allá oreaba á intervalos una brisa perezosa entre murmullos de follaje.
La tormenta rezongaba y sus rezongos rebullían brutalmente atragantándose en retumbos. Una vanguardia de nubarrones ocupaba á gran paso las alturas. El ambiente afoscábase más y más en una cálida modorra, adhiriéndose con tibiezas de sudor, mientras á lo lejos, por la falda de la serranía, rasaban cirros semejando despavoridas aves.
El gris de la siesta lividecía. Al agotado jagüel acudían con azorado trote algunos bueyes, escarbaban el polvo, mugían presintiendo el chaparrón. En la arboleda cantaban las chuñas como riendo á la loquesca.
La borrasca crecía asumiendo una tétrica solemnidad. Ya no quedaba en el sur invadido sino una faja celeste. El toldo de la tempestad se imbricaba denunciando granizo; el cielo descendía en masa sobre las cumbres cual un golfo de algodón, y aquellos vapores disolvían en impermeable oscuridad el horizonte. De tal tiniebla, barcinada por cuprosos jaspes, desprendiose un copo blanco análogo al humo de una reventazón. Ahora ya no había cielo: sólo masas informes de luz siniestra y de oscuridad, confusamente rodadas sobre los campos. Transcurrió un instante de quietud. Todavía silbaron en las cañadas algunas perdices. Emigraron en la punta del viento que se iniciaba desordenando nubes, bandadas de pájaros.
La obscuridad del fondo se ahumó, adquiriendo un tono leonado; abriose ya muy cercana y sobrevino una palidez verdosa que absorbió la perspectiva. Un trazo de llama caligrafió enérgicamente la nube, detonando poco después á la distancia como el barquinazo de una carreta colosal.
Ralas gotas aplastáronse en el suelo con golpe mate, como pesetas. El aguacero ocultaba ya las circunstantes lomas. Una larga bruma se desgreñó en el cielo; soplos de huracán bascularon la selva; las frondas más altas esbozaron gigantescos saludos. Nuevos relámpagos encendieron sus flámulas. Las gotas trotaron con mayor presura. El rumor del chubasco se alzaba á rugido, y por instantes, sobre ese borborigmo de caldera, precipitábanse á la brusca desmesuradas carambolas. Agujereando los ramajes el viento se atornillaba en expansión ciclónica, barrenaba los árboles entre resoplidos de órgano. El vientre de la tempestad ensangrentábase de tajos. Una trama de noche y agua diluvial envolvía el comienzo de la refriega.
Al definirse aquellos preludios, la dueña de un ranchito edificado á la vera del monte, una vieja embozada en burda pañoleta, apareció llevando un trozo de mate con ceniza que volcó en cruz sobre el patio para conjurar la granizada. Gritó luego alguna cosa, un nombre cuyo final se aflautó en la ventisca, y poco después brotó de los matorrales la cabeza cetrina de un niño.
Contaría éste unos cinco años. Su melenita tusada en cerquillo le cimbraba sobre las cejas. Cariampollado y un tanto prógnata, este rasgo lo asemejaba vagamente á un lebrato y sus ojillos negreaban como granos de piquillín. Traía arañadas las piernas, encostradas las manos, pues al llamarlo su abuela encontrábase junto al arroyo, moldeando en la arena húmeda un hornito sobre su pie.
El viento se colaba por su camisa cuya falda pendía fuera del calzón atado en bandolera. Entró a la cabaña con la mujer cuando el granizo lapidaba ya con fuerza. La acantaleada quincha rezumaba adentro en largas goteras, trepidando con temeroso rumor bajo aquel crústico bombardeo. Por suerte el vendaval refiloneaba apenas la casucha con su potente verberación.
Al fondo del desmantelado interior colgaban madejas de hilos charros. Por una esquina, un tiesto despedía nauseabunda exhalación de orines en que legiviaban añil; y en el tirante envejecían amanojadas raíces junto a una balanza de mates.
Frente a la puerta, sentados en sus monturas, seis hombres consultaban sobre el aguacero. Eran seis chapetones que llegaron ese día indagando por los insurgentes y sus vacas a la vieja, cuyo marido encabezaba una partida. Naturalmente, se dieron contra la pared de asombro vago con que el ademán de la mujer les cerró el horizonte en respuesta. Ignoraba todo. Aquel vecindario acataba a la autoridad contentándose con poco en punto á gobierno.
Su rostro se desvaía con la impasibilidad de un mueble. Mentía a buen seguro; pero su facha astrosa no autorizaba ni un latigazo. Les espetó una retahíla de embelecos.
Qué rebeldes iba á denunciar por esos pagos!... Allá no se comunicaban con ninguno. Toda gente de paz, dedicada á lo que le concernía, trabajando cada cual como Dios manda. Ella, velay, tejía frazadas, ponchos, consistiendo en esto su industria. Hasta les tapizó por delante el suelo con una alfombra bilicia que probaba su habilidad.
Moraba con su nieto, sola en su viudez. Y no por jactarse, pero escasamente la superarían en punto a urdimbres y lanzaderas. Estribaba en el discurso, no más...
Adoptando la posición, en cuclillas junto al telar construido sobre cuatro estacas á dos palmas del suelo, explicó. Casualmente labraba una caronilla entonces. De un empuje a la cárcola alzó las dos hileras de lizos y aparejó la lanzadera. Un golpe de pala después para apelmazar los hilos...
Los soldados invectivaban categóricos; pero ella se evadía por entre sus preguntas y arrollando cursivamente una de sus mechas, bizqueaba.
¡A una pobre tejedora como ella qué le reconvenían! Vacas?... De dónde, con semejante guerra! Que no los convencía su desnudez y su abandono?
Y tras acatarrarse de súbito para mayor grima, refugiábase trapaleando en su monserga.
Esa caronilla que un vecino le encargó, salvábala ahora. ¡Cinco reales en un paro de tres meses! A peine también urdía algunas prendas; pero la amilanaba ya el trabajo, los costos para recoger sus colores raigales: en las punas el socondo que tiñe de colorado, la tola que da el amarillo. Por las pencas durante días enteros en busca de grana... Y lo que es plata, ni pizca. Cambalacheaba sus obras por maíz, a dos almudes cada colcha. Si permitían, los obsequiaba con algún trabajito...
—...Viva el Rey! rugió uno de los godos, enfadado por aquella cháchara. Esos rebeldes! Qué sabandijas! Negaban sus ovejas alegando supersticiones estúpidas. Que si vendían una mermaba el rebaño... Igual cuando no conciliaban todas las reglas al sacrificarla, pues la habían de voltear mirando al naciente, recoger su último aliento en la escarcela de la coca, no carnear sino a la puesta del sol...
Mas ya bastaba de pretextos. El bosque plagado de montoneras amagaba también con el hambre; y para colmo, la avilantez de esa pelarruecas los engañaba sin escrúpulos. Cuando bien que oyeron balar ahí cerca al comenzar la borrasca. Perra de bruja! Al infierno con sus estropajos y coloretes!
Brilló un sable sobre la tela, zumbó el altibajo y una lluvia de hilos rojos como chorritos de sangre cubrió el rostro de la vieja. En ese momento empezó el chubasco.
La manga de granizo resolvíase en aguacero. Sobre los árboles golosos de frescura eléctrica, las rachas pulverizaban el chaparrón, tan denso por instantes, que el día rayado de agua se tupía profundamente. Chales de lluvia azotábanse sobre la fronda, flameaban los relámpagos, y los truenos entreveraban gigantescamente sus monólogos.
La nube de la piedra, cuyo es el mugido, cedía el campo a la de lluvia, que habla. Y ésta, en una ampulosidad de vocales, rotaba trajines de catapulta rebotando avalanchas contra pórticos de bronce. Retiñían después trallas crepitantes, cascaduras de matraca que el cielo repercutía como una azotea; deslumbrantes hachazos partían trozos de bosque; embrollábanse, disparadas de tráfagos en la altura, nudos de ruido enorme, cataratas de estrépitos.
La mujer entendía como en su transporte esa conmoción de las paridas nubes; y á su influjo abejeaban en su cerebro las ideas, murmurando como en un bosque invernal la hojarasca. Con palabras combatientes traducían los rumores del temporal.
Viva la Patria! decía aquel tartamudeo de colosos; y en vítores prorrumpían las quebradas llenas de turbión, las bolsas de huracán que reventaban sobre los árboles. La guerra despeñándose de las alturas, encrespaba furiosamente la barba de Dios en raudal de espumosos ríos; frotaba triscas sonoras en rotación de artillerías supremas, y mezclando remembranzas de la mitología regional con ese fragor de las procelas superiores, advocaba a la antigua madre de los cerros, la Pacha Mama, el destino de las pandillas cuyos fierros cercaban el país.
Y la mujer robustecía hasta la certidumbre aquellas interpretaciones; y en su espíritu desfilaban los años unos tras otros cual los árboles de una perspectiva fugaz — cien años... doscientos... trescientos — reavivando enconos de dominación, aguantes de servidumbre e inminencias de desquite.
Los antepasados de cobre protestaban en su desmirriado linaje. No se los comprendía del todo, porque, en vez de clamar, tronaban; pero embravecíalos, sí, un estridor de cólera, un encargo de venganza contra esos sayones del rey que deshacían los telares con sus manazas brutas...
La vieja entrecerró los ojos; pegósele al galillo una herrumbre de llanto, y como en ese instante recordara al niño, ilógica pena la estranguló en sollozos.
El chico recelándose de los hombres, se acurrucaba tras la puerta con montaraz inquina, aunque embargado de admiración por las armas. Cejijuntando, imitaba sin advertirlo la expresión de aquéllos. Su fiereza de cachorro precoz, curtido en los pastoreos de la puna y ya jinete, se descogía ante los soldados.
Ajustó á su cintura las boleadoras de cuartillas de oveja; improvisó una escopeta con la guía de los lizos — una caña rajada en su extremidad y bifurcada por un travesaño que al apretar aquella se disparaba; y envolviendo su honda en la nuca simuló galopes sobre un cráneo de buey. Los hombres juraron sordo, desplaciéndoles la jugarreta del muchacho. Entonces éste, para atravesar con más cautela, imitó a los pájaros cuando galanteaban, cuando anidaban, cuando caían en sus lazos, mientras el resto de la bandada, en brusco remonte, surcaba el aire como una bandera de pluma, Desnichador famoso, copiaba sus rasgos á maravilla. Poco á poco, garlando, concertó actitudes: las avizoras mímicas del loro, las enfáticas venias de la torcaz, los flébiles arrullos de la tórtola compungida. Se pomponeó á pasitos de coqueta como la calandria y á trancos de agrimensor como el flamenco. Más pronto, fatigado de la pantomima, tornó á su sitio.
Escampaba. El arroyo deglutía gorgoriteando, y sonoro como un derrumbe de quincalla vertíase sobre las piedras su raudal. Por los aguaduchos convergentes al jagüel boyaban amerengados copos de espuma.
La vieja, entretanto, arrobábase en la contemplación de su nietecito, con silenciosa ternura. Cuánto le costaba, en efecto, de angustias y de promesas! Pues como cuidadosa ella fue siempre la más. Cada que podía le propinaba sangre de cóndor para alargarle la vida; y todas las tardes, cuando le voceaba por las lomas el espíritu, no se le perdiera y le aojaran las brujas, temores recónditos roíanle el alma. Cardón tras cardón desfloraban juntos para san Marcos, patrono de las hierras; y aquellos florones con su carnación de aponeurosis, agradaban al santo. Y cuando se volvían pasacanas sabrosas, diezmo de frutas le consagraban.
El muchacho inquietábase otra vez en su forzada retención. Los pies de los hombres, con sus botazas, proporcionáronle un solaz. Acercó a ellos su escopeta y disimuladamente empezó un pimpín. Los realistas en su fosca desazón, cavilaban demasiado para regañarlo; pero él, incitado por aquella aquiescencia, escatimaba cada vez menos sus golpes. La caña tocando bota por bota, acompasaba ya el estribillo de otro juego:
Casi de repente nordesteaba la nube. Sobre el faldeo blanco de granizo, corría una pincelada de sol. Como dorada velutina lloviznaba un polvo acuoso, último resto del chubasco. Por los claros del firmamento diluíase en agua de arroz el ampo de los cúmulos. La próspera tierra espirituaba perfumes; y de un hormiguero cuya mambla fofa vaporizaba densamente, surgía un trozo de arco iris en refulgencia de azarcón.
Bajo el algarrobo familiar, los caballos de la partida poniendo anca á la lluvia boceaban en mustio duermevela. Sus dueños, en el interior del rancho, discutían la marcha próxima, rejurando su indignación contra esa tormenta cuya espalda enorme se dibujaba á lo lejos. Triscaba otra vez sobre las botas la escopeta de caña:
En repentino arranque un soldado manoteó al niño, hundiéndolo entre sus rodillas. Alto el rebenque, vomitaba sobre él excesivas blasfemias. El rotoso calzoncito empezó a gotear...
Casi entero desaparecía en el pliegue del capote aquel vástago de montonera que el hombre tronchaba, como desquitando en él los sangrientos extravíos de la selva. Su juego vejaba. Ah, bribón!... ¿No se divertía ese pergenio zaparrastroso en golpearles los pies con su artilugio?... Casta de coya traicionero ¡ahora vería!
Cinco azotes acardenalaron sus piernas que pateaban desesperadamente en el aire; y de abajo, en media lengua que la infancia y la aspereza dialectal degeneraban, se le oyó chillar como un cabrito degollado:
—¡No, tatita... no... io shabo shel güeno!
El terror consiguiente, eliminó todo intento de protesta. Fuera, apelotonado contra la pared, lloraba el niño. La vieja se acuclilló á su lado, mentón sobre las rodillas, las manos trabadas en torno. Cargábansele hacia abajo los carrillos como una masa de cobre que restringía en tufos el lendroso pelo. Y entre soponcios, hibridaba de quichua una invocación de la cual percibíase el "Dios padre, Dios hijo":
—Dios yaya, Dios Churi...
Así por fuera; mas por dentro saturábase de ponzoña. Ráfagas de odio devastaban su corazón; su ancianidad miserable palpitaba en esta idea: avisar á los hombres reunidos en la pulpería cercana, imponerlos del talión que la tormenta clamoreara en su oído.
Y el niño partió á media rienda bajo los árboles.
Sorprendidos, los godos requirieron sus carabinas tirando al azar contra la fugitiva silueta; pero en ese instante llovió otra vez.
Cierta nube rezagada llegó enturbiando la tarde, un trueno en la punta, asperjando chorros de regadera, llevándose por los matorrales, á la rastra, los hilos sueltos de la lluvia. Y cuando pasó, el bosque separaba ya á los soldados del fugitivo.
Allá en la pulpería, los hombres de la montonera local apuraban desde el amanecer tinajas de chicha. Aprovechando una tregua, el pulpero sopló ese día la corneta de los jolgorios. Convidados por el son de ese cañuto á cuyo extremo encorvábase en pabellón el cuero de una cola, acudieron los insurgentes. El negocio arruinado por la guerra, liquidaba en tal forma créditos insolutos.
Así que votaron a la Pacha Mama su parte de licor y de coca, los bebedores entregáronse a su desenfreno con bestial avidez. Al mediodía la parranda arreció.
De rato en rato uno invitaba:
—Tomo y obligo!
—Pago! mantenía el interpelado; y cada uno se racionaba un botijo.
Así proponiendo y retrucando brindis, emulaban el día entero entre escancias y obligos. El silencio se ensimismaba progresivamente bajo los chambergos. Las vidalitas incoherentes de las primeras horas, las tremolinas pronto apaciguadas con apelaciones á la familia y á la amistad, expiraban en lóbrega hurañía. La borrasca traqueó inútilmente su trifulca sobre ellos.
Hubo un instante de horror en esa taciturnidad de beodos. El pulpero, á quien acosaban recuerdos de su mujer fallecida poco antes, ululó un sollozo maldiciendo su suerte. Espantáronse los animales; y como entonces tirotearan los godos al niño, nadie lo advirtió.
La carrera de un caballo sacudió un momento después ese sopor de repletos. El galope se sujetó ahí cerca, chapaleando el lodo. Asomaron á la puerta los montoneros. El jaez de la bestia constituía por sí sólo una alarma; pero sin valorar el acto en la temeridad de su borrachera, dos salieron al rastro, volviendo muy luego con un envoltorio, amarillos y a escape. En el suelo depositaron su carga.
Allá sobre un poncho el niño se moría, pues una bala lo tocó al partir, perforándole los riñones. Dieron con él cerca del rancho, á cuyas goteras el eco de unos gemidos les advirtió riesgos próximos; y prescindiendo de aventurarse más, por juzgar posible una sorpresa, traían consigo al pequeño postillón con que la vieja les encargaba memorable escarmiento.
Un silencio en que se hinchaban sollozos atenaceó las gargantas con su astricción de nudo. Arrodilláronse en torno del mensajerillo, temulentos aún de alcohol y de sorpresa.
Cerrados los ojos, regando de sangre tumultuosa el suelo, aquel niño propiciaba con su holocausto victorias futuras. La agonía opacaba su faz donde las lágrimas que arrancó el rebenque godo escribieron dos prolongadas vírgulas; y al endurecerse en la última convulsión, su endeblez se ahusaba — pobrecito! — como triste candileja que gasta en suprema oblación su resto de llama.
La muerte heroica lo acuñaba en su bronce. Entraba á la gloria al poder de su sacrificada inocencia, sahumado por la fragancia del bosque, bajo la tarde que lo ungía de inmensidad celeste. De aquella pobre camisita volose algo irreal como la sombra de un suspiro. Los hombres lo notaron y una ráfaga de bravura barrió de sus frentes el estupor infame. Frenesíes de coraje enconaban sus corazones. Semejante muerte aparejaba un torcedor irremisible.
Montaron algunos. Las espuelas del abuelo repicaban en sus talones, pues se estremecía como si le diera el viento, y su encono los poseyó.
¡Arriba, al bosque de los acechos mortíferos donde la guerra se rebozaba de espinas y de fronda! Arriba, lanzas! Arriba, sables!
Los caballos piafaban sonoros como bronce, salpicando su espuma sobre el niño.
¡Arriba, al combate orquestado de alarido, á las cargas contra el godo que les asesinaba su niño patriota! Arriba, sables! Arriba, lanzas! Y parecíales que al arrancar, se llevarían por delante el cielo con las cabezas.
Levantaron el cadáver, tan ligero que aparentaba un pollito; reclináronlo en un catre bajo el crepúsculo techado por nubarrones de cinabrio espeso como un suntuoso plafón — y uno de los montoneros, reverenciándolo, mojó sus dedos en el coágulo de la herida, y con ademán sombrío se santiguó por la señal de la patria.