Apuntes para la historia de Marruecos/VIII

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VIII


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RAN los BENIMERINES de la más noble tribu ó cabila de los Zenetes, su origen árabe, y habitaban los campos dilatados que se extienden al Sur de la Mauritania desde la provincia de Yfriquia hasta Sugilmesa. Gente poderosa, acostumbrada á vagar por los desiertos sin pagar tributo á príncipe alguno ni obedecer ningunas leyes; ignorantes de la agricultura y comercio, dados solamente á la caza y ganadería, alimentándose con las frutas silvestres y la la leche y miel de sus campos. Todos los veranos solían entrar algunos de ellos á apacentar sus rebaños en los fértiles prados de la Mauritania, volviéndose, llegado otoño, á su tierra. Pues acontecióles cierto verano que hallaron los pueblos desiertos, sin cultivo los campos, siendo guarida de fieras las casas de los antiguos habitadores. No acertaron los rudos benimerines la causa de desolación tan grande, puesto que no había llegado á sus oídos la matanza de las Navas de Tolosa, donde había perecido la flor de la gente mora, quedando en grandísima despoblación y ruina toda su tierra; pero como vieron tan notables riquezas y comodidades abandonadas, parecióles bien establecerse allí, y enviaron á decir á sus hermanos que acudiesen á aprovechar el hallazgo. Y con efecto, vinieron turbas innumerables con sus camellos, jumentos y tiendas, y tranquilamente poblaron muchos lugares[1]. La confusión del imperio era tan grande á la sazón, que según el precioso Cartas, tantas veces citado, el soberano no era ya reconocido en los campos, limitando su jurisdicción y poder á las ciudades; hervían las tribus en discordia, no había más amistad en los pueblos, reputábase el menestral por tan alto como el noble, despojaba el fuerte al flaco, y cada cual ejecutaba cuanto pensaba sin temor ó respeto. Gobernaba á la sazón la cabila de los benimerines Ab-delhacq, capitán valiente y astuto político, el cual, como viese tal ruina, determinó levantar sobre ella su imperio. Logrólo sin grande esfuerzo, venciendo fácilmente á los decaídos almohades en varios encuentros, y trayendo á su partido con rigor ó halagos á muchos de los antiguos habitantes. Y sucediéndole sus hijos Abu-Said, Abu-Moarraf y Abu-Yahya, prosiguieron unos tras otros la comenzada obra, asentando este último la silla de su imperio en Fez. Al fin vino Abu-Yusuf-Yacub, otro hermano de los anteriores, y en su tiempo rendida Marruecos, se pudo dar por definitivamente establecido el imperio de los benimerines. De Yussuf cuentan los libros que era príncipe de gallarda presencia, y muy esforzado, al propio tiempo que cortés, humilde y generoso. Díjose de él que nunca fué contra ejército que no venciese ni contra país que no subyugase. Vencidos los almohades, hubo todavía de sostener encarnizadas guerras contra un cierto Yagmorasan, llamado en nuestras crónicas Qomaranza, oriundo también de los de Zeneta, que se había levantado con Tremecen, Sugilmesa y otros lugares, y pretendía tener su parte en la fácil presa que el Mogreb ofrecía. Después de haberlo derrotado en campal pelea, Yusuf se concertó y ajustó paces con él para pasar á España, donde deseaba, como tantos otros conquistadores muslimes, ejercitar el valor y la fortuna. Pasó en diversas ocasiones, ora para combatir con los cristianos, ora para ayudar al rey Sabio contra su rebelde hijo; venció grandes batallas, tomó fortalezas y arrasó los campos y lugares cercanos de Córdoba y Sevilla. Mas no dilató por acá su imperio; antes bien, como se hubiesen levantado en Andalucía Ebn-Alahmar por rey de Granada, y Ebn-Axquilola por señor de Guadix y de Málaga, procuró avenirlos y fortalecerlos, cediéndoles sus conquistas. Sólo el odio á los cristianos, la sed de gloria, y más tarde los tratos con el desventurado D. Alonso, movieron, pues, su brazo en España, si ya no es que sintiendo flaco al Islam y mirando tan acrecentados y pujantes á los contrarios, juzgase que para defender de ellos la costa de África valía más levantar un Estado independiente que no sojuzgar y mantener provincias del lado acá del Estrecho. Tal supuesto parece verosímil, recordando que ya entonces los reyes de Castilla aprestaban armadas é intentaban empresas contra la costa africana: armadas no siempre vencidas, y empresas que podían traer algún día fatales efectos á todo el Mogreb, aun dado que la primera que desembarcó en Salé, reinando ya Yussuf, tuviese infeliz resultado. Y á la verdad que, fuera obra de su sagacidad política ó fuéralo solamente de su templanza y escasas ambiciones, Yussuf prestó á la dinastía del Mogreb-al-aksa ó Marruecos, y aun á las de toda el África occidental, un servicio grande y poco apreciado hasta ahora, con ayudar tanto á la fundación y engrandecimiento del reino de Granada. Sin aquel valladar poderoso llegaran mucho antes los castellanos al Estrecho gaditano, y pasándolo cuando no habían apartado aún sus ojos de la morisma, habrían subyugado quizá la Berbería entera.

Mas no olvidó Yussuf, por levantar el reino de Granada, cuánto podía importarle á su imperio el tener fácil entrada en la Península por si la ocasión requería nuevas expediciones, y á este fin conservó debajo de su mano las plazas de Tarifa y Málaga, y otras que podían reputarse por llaves de España. A Málaga con su Alcazaba la poseía por cesión que de ella le hizo su señor Ebn-Axquilola, mas perdióla no mucho tiempo después por artes de Alhamar, que con suma de dineros ganó al alcaide que la guardaba. Y cierto que el príncipe granadino no pudo llevar más adelante su desagradecimiento, porque ayudó también al rey de Castilla para que se apoderase de Tarifa, y suscitó contra Yussuf y su hijo, sus bienhechores y aliados, las iras de Yagmorasan, aquel antiguo enemigo de los Benimerines. De esta suerte y poco á poco vinieron á perder los soberanos del Mogreb-al-aksa los últimos restos de su poderío en España; sucediéndoles en la continua guerra contra los cristianos, y en la defensa del Islam por estas partes, la poderosa dinastía de los Alahmares, aquella que plantó los árboles del Generalife y levantó los palacios de la Alhambra.

Muerto en tanto Abu-Yusuf-Yacub tras un reinado glorioso y largo, le sucedió su hijo Abu-Yacub, el cual tuvo harto en qué entender con las discordias civiles que se movieron en sus Estados. Sin embargo, queriendo recobrar la isla Verde y Tarifa para cumplir los antiguos pensamientos de su padre, mandó á España un poderoso ejército, que puso cerco á la plaza. Defendióla Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, de cuya firmeza y heroico sacrificio nada le queda por decir á la historia; suceso singular aun entre los más famosos, y de aquellos que ennoblecen á una nación entera. Ni en esta expedición ni en otra que hizo en persona á Andalucía, logró el príncipe africano efecto importante; y así, apartando sus ojos en adelante de la tierra española, se consagró á afirmar su poder en África. Levantáronse contra él con diversos pretextos Omar y Abu-Amer, hijos de un deudo suyo, por nombre Aben-Yahya; redújolos á su obediencia, y uno y otro venían á visitarle en Fez bajo seguro, cuando fueron salteados y muertos en el camino por su hijo mayor, llamado también Abu-Amer, y heredero de su trono. Tales títulos no libraron al hijo del merecido castigo; Abu-Yacub lo mandó desterrado á las montañas del Rif , donde estuvo hasta su muerte, que aconteció antes de la del padre; rara virtud en tal siglo y entre gentes crueles. Continuando luego la guerra contra el hijo de Yagmorasan, familia tan enemiga de la suya, le venció y cercó en Tremecén, y allí le tuvo estrechado catorce años. Para mayor seguridad del sitio levantó Abu-Yacub una ciudad delante de la ciudad sitiada, á la cual puso Nueva Tremecén por nombre, y edificó también un soberbio palacio, donde recibía las embajadas que de los pueblos más lejanos venían á traerle tributos. Allí murió cierta noche, mientras dormía, á manos de un eunuco llamado Lasaad, que lo atravesó por el vientre de una estocada. Á lo último de su reinado, los ingratos Alahmares, no contentos ya con los dominios de España, enviaron una expedición al África, que se apoderó de Ceuta.

Su nieto Abu-Tzabet, hijo del príncipe Amer, le sucedió en el trono. Éste levantó el cerco, ajustando las paces con los de Tremecén y cediéndoles los territorios conquistados, menos la nueva ciudad, que por los muchos tesoros empleados en ella se reservó para sí. También Abu-Tzabet tuvo que refrenar á algunos descontentos, y murió cuando atendía á recuperar á Ceuta. Logrólo su hermano Suleiman, cuyo reinado, aparte de algunas rebeliones, no ofreció cosa importante. Osman ó Abu-Said, hijo de Yusuf y hermano de Abu-Yacub, le sucedió en el trono. En tiempo de este príncipe escribió el sabio Abu-Mohamed-Assaleh su Grande historia de Marruecos y el compendio titulado El Cartas, que ha llegado hasta nosotros. Fielmente hemos seguido hasta aquí sus páginas, alumbrándonos su docta relación para recorrer los laberintos y disipar las sombras que la historia del Mogreb-el-aksa ofrece á cada paso. En adelante las noticias escasean, falta la luz, el hilo se pierde, y apenas por estrecha senda llegamos á aproximarnos á la verdad. Todo es duda, confusión é ignorancia. Y es que el imperio aquel, apartado siempre en lo sucesivo de España y de Europa, vino luego á tanta decadencia y se sepultó en barbarie tan profunda, que apenas produjo más historiadores ni sabios que pudieran transmitir los hechos que vieron ó supieron á las generaciones futuras.

Parece que habiendo dado Abu-Said á su primogénito Omar el gobierno de algunas provincias del imperio, éste se levantó contra él, y hubo entre padre é hijo grandes batallas. Llevaba Omar, como más joven y determinado, lo mejor de la contienda, y sin duda hubiera rendido al padre á no sobrevenirle la muerte cuando más vida ofrecían sus cortos años. Así pudo reinar tranquilamente Abu-Said hasta su fallecimiento. Abu-Ihacem, su hijo segundo, ocupó entonces el trono de Marruecos; y como fuese hombre de no vulgar aliento, imaginó todavía pasar á Andalucía, y sujetarla de nuevo al dominio de su dinastía; pero no consiguió de su expedición otro fruto que escarmentar á los africanos para que no pensasen más en volver á España. Su hijo Abdelmelic, que pasó primero el mar, fué vencido y muerto cerca de Arcos; y él en persona con el rey de Granada, su aliado entonces, fué vencido por D. Alfonso el onceno en la famosa batalla del río Salado, junto á Tarifa, y en las playas mismas del Estrecho, sin poder dar un paso adelante. El africano, desbaratado, huyó á Gibraltar, y de allí pasó á su tierra, donde sólo encontró llantos y recriminaciones de sus vasallos por la provocada desventura. El imperio de los reyes africanos en España había caído por obra del tiempo, y era locura querer resucitarlo. Ya los príncipes cristianos eran harto poderosos para que las invasiones de los de África pudieran arrojarlos á las antiguas montañas; hallábanse fortificados los lugares y bien aparejada la defensa; ni era ocasión de contar como antes con el auxilio de los moros que poblaban la tierra, porque, sobre ser pocos y flacos, no solían preferir la vecindad ó dependencia de los africanos á la de los castellanos, mucho más tratables que ellos. Vuelto, pues, á Marruecos Abu-Ihacem, encaminó sus ejércitos contra los Estados de Tremecén y luego contra los de Túnez; por manera que redujo á su obediencia todo el Mogreb-al-Aula ú Occidente de África. Mas pronto se le puso en contra la fortuna. Alzáronse contra él los pueblos reconquistados, y venciéndole en campo, le obligaron á huir con poco séquito; y entretanto su hijo Abu-Zayan, con ayuda y favor del rey de Castilla, se proclamó por soberano de Fez. Abu-Ihacem se sostuvo algún tiempo contra todos; pero al fin tuvo que huir á las montañas de Henteta, adonde murió de pesadumbre. El reinado de Abu-Zayan no ofrece cosa notable, si no es el haber asesinado al rey de Granada traidoramente con una marlota emponzoñada que le envió de regalo; y muerto, sus deudos llenaron el Mogreb de guerras civiles. Si Abu-Becr triunfó, no fué sino para disfrutar poquísimo tiempo del trono. Despojóle de él un cierto Ybrahim, deudo suyo, con ayuda de los árabes españoles; pero este mismo fué depuesto por otro usurpador á quien llamaban Mahomad-Abu-Zeyan. Al fin, entre tantas usurpaciones, hubo un hijo que sucediera á su padre, el cual fué Muley-Said, hijo de Abu-Zeyan, príncipe por cierto de poco valor y menos fortuna. Perdióse en su tiempo Ceuta, que fué asaltada y tomada por los portugueses, con lo cual, rabiosos sus vasallos, le mataron á puñaladas. Y sobreviniendo dos hermanos de Muley-Said que pretendían á un tiempo el trono, hubo entre ellos muy porfiadas contiendas, hasta que los muslimes convinieron en poner sobre el trono á un hijo del último príncipe y de una cristiana española, nombrado Abdelhacq, con lo cual los tíos abandonaron sus pretensiones y hubo paz por algún tiempo. Logró este príncipe una señalada victoria contra los portugueses, que, estimulados por la toma de Ceuta, con menos poder que atrevimiento, habían desembarcado de nuevo en la tierra de África y sitiaban á Tánger. Pero al fin Abdelhacq fué asesinado, como tantos otros, en su palacio, y rotos ya los frenos de la obediencia, menospreciada la autoridad de los príncipes, desatadas las pasiones de la muchedumbre, y confundidas y revueltas todas las cosas, cayó con él la dinastía de las Benimerines, y el Mogreb-el-aksa quedó entregado á la más espantosa y destructora anarquía.

A todo esto los reyes de Granada habían acabado de apoderarse de las pequeñas plazas mauritanas que aún conservaban los africanos en España, hasta el punto de no dejarles una sola almena, y un cierto Abu-Fares, señor de Túnez, había sujetado á su obediencia no pocas provincias y ciudades pertenecientes al reino de Fez. Tan miserable espectáculo ofrecían por dentro y por fuera las cosas del imperio mauritano.





  1. De esta singular relación del Cartas, cuyo autor recibió fresca todavía la tradición de las Navas de Tolosa, se deduce que ni el Arzobispo D. Rodrigo, ni los demás escritores españoles, exageraron tampoco el estrago que se hizo en aquella ocasión en los musulmanes.