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Apuntes para la historia de Marruecos/XIV

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XIV


C

ORRÍA EL AÑO de 1672 cuando murió Muley-Arraxid, dejando establecidos á los fililies ó filelis en todo el Mogreb-alacsa desde el cabo de Num á la desembocadura del río Muluya. De aquella nueva dinastía desciende la familia que aún hoy impera en Marruecos. Fué el primer príncipe de esta dinastía que heredó, ó más bien usurpó todo el imperio, Muley Ismael, aquel otro mulato que tuvo Muley Xerife en la esclava negra de Ilej. No recogió, sin embargo, Ismael sin algún trabajo la herencia de su hermano. Había dejado Arraxid dos hijos pequeños, de los cuales no se hizo cuenta alguna; pero el preso Muley Mohamed, que al morir aquél no había llegado á Tafilete todavía, sabiendo que la caballería que había llevado su tío contra él se ponía de su parte y que le aclamaba la plebe, marchó rápidamente á Marruecos, donde fué proclamado sultán. Llegadas estas nuevas á las provincias, se alzaron en ellas diversas parcialidades, y aun se proclamaron algunos señores, de suerte que parecía mayor que nunca la anarquía. Muley Ismael, en tanto, permanecía en su gobierno de Mequinez olvidado de todos, porque no había sabido granjearse muchos amigos. Por fortuna, tenía á su servicio un cautivo cristiano, llamado Fernando del Pino, natural de Málaga, á quien estimaba mucho, y el cautivo, por su parte, le pagaba en agradecimiento. Este, viendo entristecido al príncipe, le dijo: «¿Cómo es, señor, que teniendo más derecho que otro alguno, no pretendes la corona?» «En verdad, respondió Ismael, que por ser hijo de los reyes anteriores, Xerife, y legítimo hermano del difunto, me corresponde la corona; pero no quiero arriesgarlo todo cuando me hallo sin fuerzas para mantener mi derecho». «No es este pueblo, replicó Fernando del Pino, que repare tanto en derechos como en las voces»; y, alentando á su señor á la empresa, logró que montase á caballo y se hiciera proclamar sultán. Recibióle sin dificultad la ciudad de Mequinez, y, con los alarbes de las montañas vecinas, juntó luego Ismael un ejército, al frente del cual, y provisto de artillería, marchó sobre Fez, que se resistió bastante. Cuéntase que, faltándole municiones y no logrando sus proyectiles el efecto de atemorizar á los fecenos, le aconsejó Fernando del Pino que quitase las cadenas á los cristianos y cargase con ellas sus cañones; con lo cual logró su objeto y no volvió más á exigir que llevasen cadenas los cautivos durante su reinado. Había entrado Muley Ismael sin obstáculo en Fez el viejo, por lo cual dispuso después de su triunfo que se derribase el muro de esta ciudad por la parte que da á Fez el nuevo, prohibiendo que se reedificase jamás. Lleno ya de confianza Muley Ismael, marchó en seguida contra Marruecos, donde le esperaba su competidor Muley Mohammed con numerosas fuerzas. Dióse una batalla de poder á poder en las afueras de la ciudad, que ganó Ismael, aunque á costa de mucha sangre y peligros, y el vencido Muley Mohammed tuvo que refugiarse en la serranía de Tarudante, donde se hizo fuerte por algún tiempo. Allí le siguió la saña del tío, que, haciéndole prisionero por traición de los mismos que le seguían, le mandó degollar y quedó tranquilo en el trono. Así comenzó el largo reinado de aquel príncipe, que fué, según el autor de la Misión Historial, «el rey más obedecido y temido que estampan los anales mauritanos; el más cruel para los moros y para los cristianos y misioneros; el más benigno en los últimos años». Envió Muley Ismael todos los cautivos cristianos de Marruecos á Fez, y permitió que los misioneros españoles trasladasen á esta ciudad el convento que ya tenían fundado en aquélla. Luego desarmó la ciudad de Fez, poniendo en ella un gobernador ordinario, y reduciéndola á ciudad particular; y fijó su residencia en Mequinez, que fué hermoseado en su tiempo con una grande alcazaba y otros edificios. Prendió á todos los que, por ser ó pretender que eran descendientes de xerifes, podían estorbarle, y á unos los mandó degollar y á otros los encerró donde no pudieran causarle riesgo alguno. No por eso, sin embargo, se libró de disgustos. Tenía un hijo, llamado Muley Mohammed, al cual amaba en extremo, educándole como príncipe, mientras que á todos sus hermanos los hacía vegetar en la más ruda ignorancia. Era este Mohammed hijo de una cristiana hermosísima, nacida en Georgia, que fué por mucho tiempo favorita de Ismael. Dejóla al fin éste por los encantos de una negra gorda y deforme, llamada Leila Aixa, de quien tuvo otro hijo, por nombre Cidan. No tardó, pues, en encenderse la rivalidad entre las dos madres y los dos hijos.

Logró la negra al fin que Ismael mandase ahogar á la georgiana, acusándola de infidelidad falsamente. Desengañóse al cabo Ismael; pero era tal el influjo que sobre él ejercía la negra, que para salvar de sus artes á Muley Mohammed, á quien más que nunca quería, no halló otro arbitrio que fiarle el gobierno de Tafilete, donde tenía el serrallo de las mujeres que abandonaba. Allí tuvo Mohammed un choque con otro de sus hermanos, llamado Maimón, tan rudo, que acudieron á las armas. Mandólos prender á entrambos Ismael, y que los condujesen encadenados á su presencia. Los detalles de esta entrevista bastan por sí solos para pintar el carácter de Ismael y de sus hijos[1]. «¿Cómo, les dijo Ismael al verlos, viviendo yo aún osáis tomar las armas el uno contra el otro? ¿Qué haréis, pues, después de mi muerte?» Y en seguida les mandó exponer sus agravios. Dio Ismael la razón á Mohammed y dispuso que Maimón fuese desterrado á Tezani; pero al separarse exclamó éste que nada le apenaba tanto como el verse postergado á un cristiano, señalando con tal dictado á su hermano. Encolerizóse éste sobremanera, y el sultán mandó dar primero un sable á cada uno de ellos para que en su presencia dirimiesen la contienda; y á ruego de sus alcaides dispuso luego que les diesen sendos palos por armas. Lucharon así delante del padre los hermanos, hasta que estuvieron cubiertos de sangre. Dióles entonces Ismael la orden de cesar el combate, y Mohammed no quiso obedecerle, con lo cual, furioso el padre, arrancó el palo á Maimon y comenzó á golpear á Mohammed, mientras éste, lanzándose sobre su hermano, lo derribaba en tierra y lo pisoteaba. En poco estuvo entonces que Ismael no atravesase á Mohammed con su lanza; pero al fin el cariño que le tenía le redujo á despedirlo de su presencia, dándole el gobierno de Fez, que él deseaba. De aquí lo sacó al cabo de algún tiempo, y lo envió á Tarudante, gobierno rebelado á la sazón y el más importante del imperio. Logró Mohammed tranquilizar la provincia, y allí residió en paz por algún tiempo, mientras Muley Ismael declaraba la guerra al rey de Argel, marchaba sobre Oran y la sitiaba, y era derrotado luego por seis mil turcos y otros tantos argelinos en una batalla campal, á pesar de que subía á sesenta mil, según cuentan, el número de sus soldados. Durante la ausencia de Ismael, la sultana negra Leila Aixa, imaginó para perder á Mohammed, que le era cada día más aborrecido, enviarle por escrito una orden falsa de su padre para que diese muerte al más venerable y más querido de los xeques de los alarbes. Cumplió la orden Mohammed, y cuando Ismael, que estaba de vuelta entonces en Mequinez, supo la nueva, mandó á su hijo que compareciese en su presencia, dispuesto á darle algún ejemplar castigo. Vino Muley Mohammed, mostró la orden, y el débil Ismael, aunque al principio quiso matar á la pérfida sultana Aixa, acabó por devolverle su gracia, y el hijo, desconsolado, se volvió á Tarudante. Pero la medida del sufrimiento se había llenado ya para aquel príncipe, y apoderándose de unos tesoros que venían de Guinea para su padre, juntó un ejército, derrotó al alcaide de Marruecos en un combate y se apoderó de esta ciudad. No hizo esto Mohammed sin escribir antes una carta á la sultana y otra á su hijo Cidan, llenándolos de injurias y declarándoles formalmente la guerra; mostrándose en todo más leal y más valeroso que ninguno de su familia. Envió Ismael al Cidan con un ejército contra su hermano, y hubo éntrelos dos, corriendo el año de 1705, muchos encuentros y una batalla, en la cual, por traición de un llamado Melic, que primero había servido á su padre, fué Mohammed derrotado[2].

Cidan sitió á Tarudante después de su victoria; pero Mohammed se defendió tan bien, que tuvo aquél que alzar el cerco. Al fin un día que salió Mohammed de la ciudad á visitar su campamento, la guardia le cerró la puerta, y en tanto una cáfila de soldados negros de la guardia de su padre, que estaban de antemano emboscados, se echó sobre él y lo prendió, á pesar de su esforzada resistencia. Víctima de una conjuración, Muley Mohammed lo fué bien pronto de la horrible venganza de su padre. Salió éste á encontrar á su hijo seguido de una carreta cargada de leña y cincuenta esclavos cristianos, que llevaban una caldera, aceite y otras materias inflamables, y de seis verdugos con las cuchillas dispuestas. En un lugar llamado Beth se encontraron padre é hijo; dispuso Ismael encender hogueras y hacer hervir en la caldera el aceite; después mandó que subiesen en la carreta á su hijo y le cortasen la mano derecha, y cauterizasen en el aceite hirviendo la herida. Negóse el primer verdugo á derramar la sangre de un xerife, y lo mató Ismael por sus manos. Luego otro verdugo le obedeció, y el infeliz príncipe sufrió con el mayor heroísmo que le amputasen el pie y la derecha mano. Ismael, acabada la ejecución, mató también al verdugo que la había ejecutado, y exclamó dirigiéndose á su hijo: «¿conoces ahora á tu padre?» No permitió el bárbaro sultán que llorase nadie por el príncipe, sino una hija que tenía, y por demasiado sensibles mandó matar á cuatro de sus mujeres. En el ínterin Muley Mohammed fué conducido á Mequinez en una muía, y allí murió á los pocos días de gangrena. Muley Cidan en tanto entró en la rebelada Tarudante después de un largo sitio é inundó sus calles en sangre. Pronto sospechó de él Ismael al verle rico y poderoso, y lo llamó á su corte en vano. Fingióse enfermo de muerte, y estuvo cincuenta y dos días sin salir de su cuarto, con el fin de que la sultana madre escribiese á su hijo que viniese á recoger la herencia; pero no le valió la treta, porque Cidan declaró que ni muerto ni vivo su padre se acercaría adonde él estuviese. Al cabo los moros llegaron á persuadirse de que Ismael estaba muerto, y comenzaron á tumultuarse, de modo que el sultán tuvo que salir de su escondite y aterrarlos con su inesperada presencia. No halló más medio Ismael para deshacerse de Cidan que seducir á algunas de sus mujeres, las cuales le ahogaron, encontrándole ebrio, como solía, en su lecho. Pero ni aun esto escarmentó á los hijos del tirano, y otro de ellos, por nombre Muley Abdemelic, gobernador de Sus, se rebeló contra él, negándose á pagarle tributo. En vano Ismael pretendió atraerlo para quitarle, como á los otros, la vida. Abdemelic fué sordo á los ruegos y á la amenaza de elegir á su hermano Muley-Ahmed-el-Dezahebi, menor que él, por heredero del trono. Murió, pues, en 1727 Muley Ismael sin haber logrado someter al nuevo rebelde, abandonado de todos por la asquerosa enfermedad que le produjo su fin, y dejando la más odiosa memoria que hombre haya legado al mundo hasta ahora. Pocos de sus antecesores habían muerto como él en su lecho, sin embargo, y ninguno había alcanzado á reinar el largo período de cincuenta y cinco años.

De día en día, durante su vida, habían ido aumentándose su lujuria y su crueldad, que llegaron á un punto verdaderamente increíble. «Este rey, escribía el autor de la Misión Historial, tiene más de cuatro mil concubinas, y lo que más pasma á todos es la fecundidad que ha tenido. El año de 1703 pregunté á uno de sus hijos, que es el más entendido de ellos, que cuántos hermanos eran, y de allí á tres días vino con un papel, donde traía escritos quinientos veinticinco varones y trescientas cuarenta y dos hembras, por lo cual no dudo que ya habrán llegado á mil.» No rebaja este número ninguno de los escritores contemporáneos[3]. Prescindió Ismael de toda pompa exterior, y comenzó á vivir groseramente con sus vasallos, fiando el respeto de su autoridad al terror de su nombre. Era más aficionado á los negros que á los blancos; y se cuenta que sólo en Mequinez y sus alrededores llegaba á ciento cuarenta mil personas la población negra que se estableció en su reinado. No desmentía, en suma, Ismael en sus hechos ni en su persona su origen materno. Tenía, según cuentan, la tez casi negra, coléricas las miradas y ademanes, y corta la estatura, aunque era membrudo y ágil por extremo. Era pérfido, avaro, hipócrita y tan cruel, que dejó muy atrás en esto á su hermano Arraxid. Da la relación de estas crueldades completa idea de los súbditos y del estado en que á la sazón se hallaba el imperio, al propio tiempo que del carácter del soberano; y, por lo mismo, conviene apuntar aquí con cierto pormenor algunas de ellas, por más que conmuevan y horroricen el ánimo de los lectores.

Ismael, según queda apuntado, respetó á los misioneros españoles más que ninguno de sus predecesores, y ellos confiesan que más bien tenían de él motivos personales de alabanza que de queja. Esto y el carácter sagrado de unos hombres que á tan horrendos peligros se exponían por dilatar la fe y sostener la verdad, basta para que tengan autoridad no común los misioneros, y en particular el P. Fr. Francisco de San Juan del Puerto, que precisamente en este reinado residía en África, y cuenta, como testigo de vista, algunos de los hechos que siguen[4]. «Fueron muchos, dice, los hombres que puso vivos en la sepultura, enterrándoles todo el cuerpo y dejándoles precisamente insepulta la cabeza, á fin de que sus negrillos se enseñasen á tirar al blanco con los arcabuces; otras veces mandaba á sus mismos pajecillos que les tirasen piedras, y ellos lo hacían con tal destreza, como prácticos ya en aquel ejercicio, que á poco espacio saltaban los cascos de los infelices en menudas piezas. Faltaron una vez á pagar la garrama los vecinos de un aduar, que eran en número de seiscientas personas, y envió á un alcaide de su genio con toda la facultad y escolta necesaria para que le trajese las cabezas de todos sin perdonar aun á los que pareciesen más inocentes ó menos culpados. Obedeció el ministro, y, después de cortadas las cabezas, las fué poniendo en serones, haciendo diferentes tercios, para traerlas al rey en cargas. Recibió el inhumano príncipe aquella mercadería horrorosa, y, recreándose en el estrago, las fué contando por sus manos una á una, para ver si había algún fraude en la cuenta; y como faltase de las seiscientas una tan solamente, ó porque se habría caído ó aporque quizás no serían tantas las personas, díjole al comisario: «¡Tú, perro, no me has obedecido con toda la puntualidad que te ordené, porque quizás te reducirían á cabeza de plata una de carne que falta aquí en la cuenta!» Y sin más le cortó la cabeza, y, poniéndola con las otras, las volvió á contar, diciendo: «Ahora sí que tengo yo mi cuentecita ajustada». Mandó otra vez que le acabasen unas tapias que estaba levantando en su alcazaba; y señaló á los alarifes el tiempo determinado en que habían de estar concluidas. Era la obra mucha, el término corto, y, aunque se aplicaron con la solicitud de quien esperaba la muerte, no pudieron acabarlas para el día señalado. Vino el rey al punto de cumplirse el plazo, y, hallándose desobedecido, mandó poner á los oficiales en los tapiales por ripio, y echándoles tierra encima los pisó él mismo, acompañado de la gente de su servidumbre, hasta que, con los entapiados cuerpos, tomó cuerpo la obra, mandando luego á otros que la prosiguiesen, con la amenaza de que, si en breve plazo no la concluían, experimentarían igual suerte. En otra ocasión mandó sacar todos los dientes y muelas á un moro de distinción, hijo de un alcaide principal, llamado Zacatín, á quien él debía en mucha parte la corona, sin otra causa que el haberse pasado un hermano del paciente al partido del hijo que se le había levantado con el reino de Sus. Viendo en otra ocasión una mora monstruosamente gruesa, la dijo: «¿Cómo, perra, estás tan medrada y flacos mis perros? Sin duda que los que cuidan de sus raciones te dan á ti la carne con que te has rellenado; y, pues, ésta tu carne es de mis perros, y á ti es imposible que te deje de ser penoso tanto peso, yo quiero que me debas el alivio, con lo cual quedarás sin tanta carga, y mis perros restituidos en lo que se les ha robado»; y en seguida mandó que á la mora la fuesen quitando pedazos de carne y echándoselos á los perros, hasta que murió poco á poco en aquel bárbaro suplicio. Conjuráronse al cabo unos alcaides para acabar con el tirano, no pudiendo tolerar ya sus desmanes; pero como es falsa de naturaleza aquella gente, por más que se juraron el secreto, no faltó alguno que delató á los demás; é Ismael mandó á sus negros que le prendiesen, no sólo á los conjurados, sino á todos sus descendientes, hasta la quinta generación, sin perdonar las mujeres ni aun los niños de pecho. Observaron la orden puntualmente, y puestos en su presencia con cadenas, los que eran capaces de arrastrarlas, fué ejecutando en ellos tormentos exquisitos, hasta que expiraban; á los niños los degollaba y alas mujeres las mutilaba por sus propias manos; á los hombres les ajustaba un instrumento de hierro en forma de corona y circuido de agudas puntas de acero, que caían hacia dentro, y con unos tornillos iba apretando hasta destrozarles la cabeza. Ni se diferenciaba en la forma su crueldad de su justicia. Cuando caía en su poder algún ladrón, mandaba cortarle las orejas, narices, pies y manos, y mutilado así lo ponía vivo en el lugar donde había cometido sus robos para que allí muriese, mandando, so pena de lo mismo, que ninguno se atreviese á socorrerlo. En un sitio que hay en Mequinez, donde es el mayor concurso en los días feriados, tenía clavados en el suelo muchos palos, contiguos unos á otros, con aceradas puntas en el extremo; y cuando quería castigar á alguno con una cruelísima lentitud, desde una muralla bien alta, que estaba inmediata, lo mandaba soltar con violencia, de suerte que cayese sobre las puntas. Luego lo dejaba allí por muchos días, hasta que se caía á pedazos ó el mal olor le obligaba á dar permiso para sepultarlo. En un encuentro que tuvieron dos de sus hijos, Muley Cidan, que le era fiel, y el rebelde señor de Sus, quedó prisionero de éste un alcaide antiguo de Muley Cidan, llamado Melic (de quien atrás queda hecha memoria), que, aunque negro, era de los principales y de mayor autoridad, y muy estimado en toda la corte por sus buenas prendas. Este tal, que tenía en Mequinez todos sus hijos y mujeres, solicitó huir de las prisiones y volverse al servicio antiguo de Muley Ismael. Para esto consiguió cartas de seguro de Muley Cidan, á fin de que el rey, su padre, lo admitiese de nuevo; y en otra escaramuza que tuvieron luego los soldados de los dos hermanos, logró el Melic su fuga, pasándose en su compañía el cadí mayor de Marruecos, que también se hallaba en los ejércitos del de Sus prisionero. Mandó Muley Ismael que los trajesen á la corte, asegurándoles que recobrarían su gracia; pero, luego que los vio en su corte, mandó que allí, en su presencia, al cadí, que era un venerable anciano, le cortasen los pies y las manos, y lo dejasen padecer hasta acabar; y que al Melic lo aserrasen vivo, encargando que se ejecutase poco á poco, porque no muriese de una vez, y que lo llevasen por su misma casa, por si quería tener el consuelo de las lágrimas que vertieran todos sus hijos y mujeres al verle ir á la muerte. Observaron la orden á la letra, siendo el ejecutor tan inhumanamente lisonjero que le preguntó al rey: «Señor, ¿cuántas tablas hemos de sacar de este madero?» Á lo cual respondió el bárbaro: «Hazlo dos partes, de pies á cabeza, con tal que no quede más en una que en otra», y así se ejecutó. De tales crueldades fueron émulos sus hijos bien pronto. Encontró Muley Mexerez, uno de ellos, á dos hombres, muy flaco el uno y el otro sobradamente grueso. Parecióle que la naturaleza había andado con el uno miserable y liberal con el otro, y quiso enmendar el que decía ser yerro de la Providencia ó gran injusticia distributiva. Llevólos para ello á su casa, colgó una balanza grande y en ella colocó, bien ligados, á los dos; luego empezó á quitar al grueso tantos pedazos de carne como era menester para que igualase con el flaco, y fueron tantos, que la balanza del flaco comenzó á inclinarse más que la otra. Viendo entonces que el flaco tenía más peso, le dijo: «No permita Dios que yo falte á la justicia, cuando me puse á enmendar los yerros de la naturaleza; ya tú pesas más que el otro, y así es menester que, quitándote algo, os deje iguales.» Cortóle la cabeza y los brazos y los puso en la otra balanza; y quitando de una parte y añadiendo de otra, los dejó en el fiel, con que, con su peso y medida, murieron los dos miserables. Bien conozco, dice, en fin, al referir otros hechos el Padre Fr. Francisco de San Juan, que la materia de estos capítulos escandalizarán los oídos piadosos, engendrando la fuerza del horror alguna presunción de menos verídica ó de mínimamente poderosa; pero me anima á ponerla, el parecerme precisa para llenar el concepto que se debe llevar en todo lo restante; y que tantos testigos como han salido de aquel cruelísimo cautiverio, puede ser que me censuren lo poco dilatado y lo menos ponderativo.» Lo cierto es que los viajeros ingleses y los historiadores más enterados en las cosas de Marruecos refieren hechos de Muley Ismael, no desemejantes á éstos. Dícese, por ejemplo, que cuando montaba á caballo solía hacer un bárbaro alarde de destreza, que era segar al vuelo con su alfanje la cabeza del esclavo que le tenía el estribo. Y con todo eso, sus vasallos tenían á honra, por lo común, el morir ámanos de aquel bárbaro; tales eran ellos, y tanta veneración logró además que le tuviesen con su falsa, aunque singularmente escrupulosa devoción, y respeto á las prácticas alcoránicas y con aquella supuesta descendencia del profeta que había dado el trono á su familia.

Un príncipe de esta naturaleza no podía estar en paz con los príncipes cristianos, y tuvo contra ellos alguna fortuna. En 1684, cuando menos lo pensaba, recobró á Tánger. Había sido muy murmurado en Inglaterra que mientras abandonaba á Dunquerque el rey Carlos II, gastase grandes sumas en Tánger, que tras de no tener recuerdos gloriosos para aquella nación, les ocasionaba una guerra constante con tribus bárbaras, y consumía en su clima, malsano para los ingleses, gran parte de las guarniciones que allí se mandaban. Llegaron á tanto las censuras, que pocos meses antes de morir Carlos II, mandó al conde Darmontt al puerto de Tánger con algunas naves, y embarcándose en ellas dos regimientos de infantes y uno de caballos que allí había, y destruyéndose las obras comenzadas, fué al fin la ciudad abandonada. El último gobernador que tuvieron los ingleses en Tánger, fué el famoso coronel Percy Kirke, que maltrató á los habitantes de aquella ciudad, judíos ó cristianos, con rapacidades y violencias inauditas; y de vuelta á Inglaterra, se hizo temible durante la revolución y las disensiones civiles que se siguieron, mandando los aguerridos y feroces soldados que había formado el continuo ejercicio de África[5]. Francisco Brandano atribuye el abandono de aquella plaza tan importante sobre el Estrecho á que los ingleses no hallaron en ella «más tráfico que el de sangre, ni otra cosa que adquirir que heridas». Lo cierto es que Muley Ismael la recobró, y que no mucho después las plazas españolas de Larache y la Mamora cayeron también sin gran dificultad en sus manos. Perdióse en 1669 la plaza de San Antonio de Allarache, después de un sitio de cinco meses, por poca pericia de los soldados, que se dejaron cortar por los fuegos de una batería la comunicación con la mar. Era el general de Ismael un alcaide llamado Ali-ben-Abdallah, y aunque se capituló por medio de uno de los frailes españoles la libertad del vecindario, fueron todos los habitantes hechos cautivos, y trasladados en número de mil y setecientas personas á Mequinez, después de sufrir en el tránsito los mayores ultrajes por parte de los moros de los campos y las sierras por donde pasaban. En Mequinez los recibió Ismael, sentado en un montón de tierra que había en la puerta de su alcazaba, y aparentando, sin embargo, gran majestad; mandó separar hasta cien oficiales ó personas señaladas, que eran á las que en su concepto había ofrecido la libertad, y á los demás los metió en sus mazmorras como los otros esclavos. El puerto de la Mamora, mal provisto y peor fortificado, se abandonó al propio tiempo, y en cambio se ocupó la roca de Alhucemas, y se edificó allí otro fuerte para contener y destruir á los piratas berberiscos. Pero donde se estrellaron los esfuerzos de Ismael fué en Ceuta. Embistió en 1694 con un ejército de cuarenta mil hombres esta plaza, al mando del victorioso alcaide Ali-ben-Abdallah. Supónese que el objeto de Ismael no era sólo quitarse aquel embarazo de su imperio, sino entretener y entregar al peligro los moros más afectos y parciales de sus hijos rebeldes[6]. Dispuso edificar al pie de Sierra Bullones casa para los principales jefes, y mezquita para la oración; cercó de trincheras la lengua de tierra que une á Ceuta con el continente; plantáronse allí huertas y labráronse los campos vecinos para ayudar á mantener al ejército. Eran cuatro las paralelas que hacían frente á la ciudad con foso y reductos, y bastantes piezas de artillería. Parecía todo encaminado más bien á impedir las salidas que á atacar la ciudad, que nunca fué batida en brecha; y como tenía libre el mar, jamás careció la guarnición de víveres y municiones. Sin embargo, no dejó Abdallah de armar algunas barcas en las dos ensenadas que dominaba para impedir este tráfico, las cuales hicieron algunas presas en cristianos, que fueron bárbaramente martirizados por escarmiento.

En 1720, libre ya de la guerra de Sicilia, resolvió Felipe V poner término á este estado de cosas, haciendo levantar el sitio de la plaza. A la sazón tendrían los marroquíes como unos veinte mil soldados aguerridos por el largo sitio, y dirigidos por ingenieros y oficiales franceses, de los que arrojó de su país la expulsión de los hugonotes. Encargó Felipe V la expedición al marqués de Lede, que acababa de volver de Sicilia; las tropas se juntaron en Tarifa, Cádiz y Málaga, y fueron preferidos los regimientos bisoños á los veteranos de Italia, á fin de que aquellos se ejercitasen en la guerra. Á últimos de Octubre partió la expedión escoltada por la escuadra de naves de D. Carlos Grillo, y la de galeras de D. José de los Ríos. Iban como diez y seis mil soldados, que se unieron con la guarnición ya numerosa de la plaza. El 15 de Noviembre, después de algunos días de descanso, D. José de los Ríos cañoneó con sus galeras á los moros, fingiendo un desembarco, y en el ínterin el marqués de Lede salió por varias bocas que había hecho abrir en el camino cubierto, llevando sus tropas en cuatro columnas de á seis ó siete batallones cada una. Iban delante los gastadores y granaderos para arruinar las trincheras. Los moros abandonaron con poca resistencia las paralelas y se retiraron al campamento, que estaba también fortificado. Allí fué mayor la resistencia de los moros, y sobre todo de dos mil negros de la guardia del sultán, que se sostuvieron con obstinación para dar tiempo á que se retirasen los muertos y heridos, con lo cual no se pudo saber su número. Al fin cedieron, y al cabo de cuatro horas de combate, todo el ejército marroquí se puso en fuga, parte por el camino de Tetuán, y parte por el de Tánger. Lo escabroso del terreno no permitió cortar á los que huían. Dejaron en el campo los sitiadores veintinueve cañones, cuatro morteros, cuatro estandartes, una bandera y muchas provisiones. Quedó herido en la cara, aunque no gravemente, el general en jefe, marqués de Lede; y en un costado quedó herido también el mariscal de campo don Carlos de Arizaga, dando uno y otro ejemplo á sus tropas. Los prisioneros moros fueron pocos, y los muertos que se hallaron en el campamento después de tomado, no llegaban á quinientos. Demoliéronse en seguida todas las obras de los moros, y el ejército volvió pronto á España para no dar más celos á los ingleses, que ya empezaban á tener temores por su comercio y por Gibraltar, y discurrían el modo de atajar las ideas del rey católico.

Entretanto, y en medio de las tinieblas de un reinado que afrenta al género humano, y que apenas se concibe ya en los primeros años del siglo xviii, florecieron de día en día las misiones españolas. Abandonaron, es verdad, con lágrimas el convento de Marruecos, ilustrado con tantos martirios; pero en Fez establecieron otro en la misma Sagena ó cárcel de los cautivos cristianos, que en sólo aquella ciudad llegaban entonces á seiscientos. Fundaron hospicios en Mequinez y, en Tetuán, donde había trescientos cautivos al menos; y así corrieron algún tiempo en paz las misiones de los franciscanos descalzos de Andalucía, hasta que los Padres Trinitarios, dedicados á la redención de cautivos, lograron del sultán que expulsase á la Orden seráfica y los pusiese á ellos en posesión de sus conventos. Pero la nueva Orden se conservó poco tiempo en el imperio y quedaron por algún tiempo abandonadas las misiones, hasta que la Congregación de Propaganda Fide las restableció por medio de un diestro misionero siciliano de la misma Orden de Franciscos descalzos que antes había. Poblóse luego la nueva misión de españoles, y durante los últimos años de Muley Ismael, tenían los Franciscos descalzos de la provincia de San Diego en Andalucía, dos templos en la corte de Mequinez, con la misma formalidad que se pudiera en España, uno en el convento y otro en la iglesia española que servía de parroquia; y había además cuatro capillas, las dos de franceses y de portugueses las otras. En Salé, en Fez y en Tetuán había hospicios con sus capillas y completa tolerancia del culto; y llegó á tanto el respeto que Ismael tuvo á los frailes, que, necesitándose para la fábrica de la alcazaba derribar ciertas paredes del convento de Mequinez, y proponiéndoselo sus cortesanos, cuéntase que exclamó al punto: «No permita Dios que yo toque á ellas». Detalles y pormenores no indignos de memoria en estos Apuntes, por lo que puede importar en adelante la renovación de este medio poderosísimo de influencia en las vecinas provincias de Marruecos.

Muley Ahmed el Dzahebi ó el Dorado sucedió á Muley Ismael por virtud de la elección de éste, hecha en odio del rebelde Abdemelic, á quien, por ser el primogénito, le tocaba la corona. Dispuso Ismael que se tuviese oculta su muerte para dar tiempo al Dzahebi de asentar su poder; y así se hizo por espacio de dos meses. Al cabo los vecinos de Fez comenzaron á sospechar que esta vez era cierta la muerte del viejo sultán, y hubo que fijar un día en que se dijo que iría Ismael á la mezquita á dar gracias á Dios por su restablecimiento. Salió con efecto un carro cubierto, donde iban los restos del sultán, y al llegar á la mezquita se deshizo el engaño y se comunicó su muerte al pueblo. Lloróle entonces la mayoría del vulgo, no obstante su crueldad inaudita; así Nerón fué llorado por la plebe de Roma; y es que la tiranía iguala en vileza á los hombres en todos los tiempos y en todos los climas. No halló el Dzahebi resistencia alguna en el pueblo de Mequinez para proclamarse sultán; pero su hermano Abdemelic perseveró, como era natural, en la rebelión que había comenzado contra su padre, y Abdallah, otro de sus hermanos que tenía pretensiones al trono, huyó de su presencia por no exponerse á su cólera. Fué, pues, la guerra civil inevitable. Contaba el Dzahebi para sostener su partido con el tesoro que la avaricia y la rapacidad de su padre había juntado en Mequinez, y que se hacía subir á muchos millones de reales, en dinero y alhajas, y además con sus propios ahorros, que eran grandes, porque en rapacidad y avaricia podía competir con su padre. Parecíale poco aún, y dispuso que las últimas ochocientas mujeres de su padre le devolviesen las joyas que habían recibido de él en regalo. Esta sed de oro, y su embriaguez constante, que lo hacía despreciable á los buenos muslimes, precipitaron contra él los sucesos. Negóse la ciudad de Fez á felicitarle por su ascensión al trono bajo frívolos pretextos, y poco después fueron asesinados en sus calles el alcaide que la gobernaba y hasta ochenta personas de su séquito, que se inclinaban al partido del nuevo sultán. Al saberse la rebelión de Fez en Tetuán, los montañeses de las cercanías de esta ciudad, dados siempre á los disturbios, se sublevaron contra el alcaide ó bajá llamado Ahmed, que gobernaba en ella por el Dzahebi, poniendo á su cabeza á un cierto Abu-Laisa, descendiente de los moros de Granada que repoblaron aquella tierra. Quiso reunir el bajá de Tetuán algunos ciudadanos armados para salir á reprimir las insurrectas cabilas de la montaña; pero ellos se negaron á seguirle, so pretexto de que en su ausencia podría ser saqueada la ciudad. Envió entonces el bajá por los soldados que había de guarnición al frente de Ceuta, y se negaron también á obedecerle.

Al fin, con quinientos hombres que recibió de Tánger, se puso Ahmed en campaña contra los montañeses rebeldes; pero durante su ausencia los tetuaníes se sublevaron contra su hermano, á quien había quedado encomendado el gobierno de la ciudad, y arrollando á su guardia negra le obligaron á salir fugitivo. Prendió fuego el gobernador vencido á un almacén de pólvora que había dentro de la ciudad, para que la confusión favoreciese su retirada, y se volaron hasta sesenta casas, con no poco estrago. Entonces los tetuaníes, para vengarse, destruyeron la casa del bajá, que se tenía por el mejor de los edificios de Berbería, y asolaron los jardines, que eran muy celebrados[7]. A todo esto los tetuaníes y los de Fez, que mantenían estrecha inteligencia por medio de su comercio, enviaban comisionados á Mequinez para entretener al sultán con falsas demostraciones de sumisión, mientras hallaban ocasión de declararse por Abdemelic, á quien preferían. Éste deshizo fácilmente un cuerpo de tropas que el Dzahebi envió contra él, á las órdenes de Alí, su hermano de madre. Pero los frutos de aquella victoria los inutilizó la declaración general de los negros en favor de Muley Ahmed el Dzahebi. Habíanse inclinado á éste los negros desde el principio de la guerra, y aun pudiera sospecharse que la odiosa sultana negra, á quien tanto amó Ismael, había tenido alguna parte en la preferencia que obtuvo sobre sus hermanos. Abdemelic, que era blanco, declaró á los negros una guerra á muerte, ordenando que no se les diese cuartel. Los negros, predominantes durante el imperio de Ismael, unieron su suerte entonces á la de Dzaheli, y comenzó una lucha entre negros y blancos, sangrienta y funesta para el imperio. Habíase apoderado Abdemelic de Marruecos y atraído ya resueltamente los de Fez á su partido. El negro Tarif, mandando un ejército de gente de su color, lo atrajo á una celada, y lo derrotó completamente, escapando él á duras penas con tres heridas. Divulgóse la noticia de su muerte, y los inquietos habitantes de Fez se apresuraron á someterse de nuevo. Tetuán siguió su ejemplo, y recibió con grandes demostraciones á un alcaide llamado Abdemelic-Abu-Safra, que envió el Dzahebi en reemplazo de Ahmed para contentar á aquellos inquietos habitantes. Abu-Safra quiso ejercer ai principio su autoridad con energía, y mandó degollar á un herrero apellidado Baiz, que era el que acaudillaba á los tetuaníes, y hacía de autoridad allí desde que quedó la rebelión triunfante. Resistiéronse osadamente los tetuaníes, y Abu-Safra se convino á vivir en paz con ellos, con tal que le pagasen un sueldo crecido.

Entretanto el desposeído alcaide Ahmed, favorecido por el Dzahebi, ya descontento de Abu-Safra, se presentó con un cuerpo de tropas que había reunido á su costa delante de Tetuán, arrolló fácilmente á los habitantes que quisieron disputarle la entrada, y entregó las casas al saqueo. De aquí provino su ruina, porque los tetuaníes, desesperados y viendo dispersos á sus enemigos, cayeron sobre ellos desde los terrados de las casas y las angosturas y pasadizos de las calles, y volvieron á echar de la ciudad á los vencedores. En seguida construyeron barricadas, y las guarnecieron con diez y seis cañones que tenían en sus fortificaciones, y de que no habían sabido apoderarse aún los enemigos, con lo cual el pusilánime Ahmed, que había presenciado todos aquellos sucesos desde las alturas vecinas, sin atreverse á entrar en la ciudad, se retiró, renunciando á recobrar su gobierno por fuerza. Abu-Safra en el ínterin había huido de Tetuán, y el sultán Muley Ahmed el Dzahebi nombró al fin otra vez para aquella alcaidía al depuesto Ahmed, que acababa de ser vencido. Llegó á tanto entonces la cólera de los tetuaníes, que en una junta pública acordaron abandonar la ciudad y retirarse todos al campo de Ceuta para someterse al rey de España, antes de obedecer al alcaide que el sultán favorecía. Enviaron mensajeros á Fez, que al fin había sido sitiada por las tropas del Dzahebi, y fué obligada á rendirse después de una larga resistencia. Abdemelic pidió luego la paz á su hermano; y todo parecía perdido para los tetuaníes y fezenos, cuando los vicios y las crueldades del sultán promovieron contra él un levantamiento general. La embriaguez era ya el estado favorito del Dzahebi. Dícese que era amable y gracioso cuando estaba ebrio, cuanto cruel y torpe en su estado natural, por lo cual todos los que le trataban le estimulaban á usar de vino y toda clase de bebidas espirituosas[8]. Cuentan, por ejemplo, de su crueldad, que un día mandó arrojar desde lo alto de un terrado á un negro que le había colocado mal el tabaco en su pipa, y que á una de sus mujeres favoritas le mandó arrancar todos los dientes por una leve disputa, y luego dispuso para consolarla que se los arrancasen también al ejecutor de aquel bárbaro castigo. Llegó al colmo el escándalo un día que estando con toda su corte en la mezquita, le interrumpió sus oraciones un gran vómito de vino. Quisieron aconsejarle alguna más moderación las sultanas, pero él las apaleó en recompensa. Los mismos negros se enfriaron mucho con el sultán, y negociaron con sus enemigos. Al fin en 1728, después de un año de reinado, fué depuesto en Mequinez por una junta de los principales alcaides y proclamado Abdemelic en lugar suyo. Un hijo de éste, que se hallaba en Mequinez, tuvo á su cargo el gobierno hasta que llegó su padre. Abdemelic habría querido comenzar su reinado sacando los ojos á su hermano; pero los doctores muslimes le hicieron presente que no le habían desposeído por criminal, sino por vicioso, y que no merecía castigo alguno. Entonces Abdemelic le envió preso á Tafilete. Pero de una parte Abdemelic comenzó á tratar mal á sus súbditos, y especialmente á los negros, con lo cual renació la enemistad antigua, y éstos se rebelaron, proclamando nuevamente sultán á Dzahebi. Cuarenta mil negros ó más, según algunos, tomaron las armas, y á su frente el Dzahebi, entró en Mequinez por traición de una parte de los soldados que la defendían, y obligó á su hermano á huir y fugarse en Fez. Mandó luego el Dzahebi que todos los principales amigos de su hermano fuesen ajusticiados; y los negros hicieron una gran matanza en sus adversarios blancos, saqueando la ciudad á su placer, durante tres días. En seguida marchó sobre Fez el Dzahebi, y no pudiendo tomarla en varios asaltos por fuerza, la rindió por hambre, á condición de que todos los moradores serían libres con tal que le entregasen á su hermano. Perdonó la vida el Dzahebi al prisionero Abdemelic, contra lo que esperaba todo el mundo, mandándolo custodiar en Mequinez; pero no mucho después, en los primeros meses de 1729, sintiéndose vecino de la muerte por una hidropesía que le ocasionaron sus excesos, lo mandó matar para expirar tranquilo. Tal fin tuvieron estos dos crueles hermanos, de los cuales el primero favoreció mucho á los cristianos, dando libertad por poco precio al mayor número de cautivos que tenía, y recibiendo muy humanamente á los enviados de los príncipes de Europa; y el segundo, que afectaba ser muy rígido mahometano, echó de sus Estados á los padres franceses de la redención que entraron en ellos, amenazándoles con que los haría quemar vivos, y volvió á encadenar á cuantos cristianos halló libres.

No bien supo la muerte de sus hermanos el fugitivo Abdallah, se hizo proclamar sultán. Pusiéronse de su parte, ganados por dinero, los soldados negros que disponían del imperio. En vano Muley Abu-Fers, hijo del Dzahebi, quiso suceder á su padre. Obligado por el aplauso con que fué recibida la elección de Abdallah por el vulgo y las cabilas que le tenían por justo y benévolo, tuvo aquel pretendiente que refugiarse en las montañas del Sus, asilo ordinario de todos los rebeldes mauritanos. Allí le siguió el tío con numerosas fuerzas, le venció é hizo prisionero y le perdonó la vida, contentándose con mandar cortar la mano á un santón, que pasaba por consejero y ministro principal de su sobrino, y diciendo con menosprecio: «veamos si su santidad le salva de mi justicia». En seguida fué sobre Fez, rebelada contra él, como solía contra todos los nuevos sultanes, y la tomó al cabo de seis meses de sitio. Hubiera querido arrasarla Abdallah por escarmiento, y lo habría ejecutado á no interponerse los santones, representándole el- escándalo de los fieles y la ira de Dios que se seguirían á la desaparición de aquella ciudad donde se encerraban los más venerables santuarios del imperio. Los habitantes del Sus y de Tedia, que fueron los últimos que lo reconocieron, se apresuraron á someterse al saber la rendición de Fez. Nadie más resistió ya el poder de Abdallah por entonces. Pero así como se vio señor absoluto, trocó en rigor la antigua dulzura de carácter que le había ganado tantos prosélitos. Mandó encerrar en el cuero de un buey, para que allí muriese de podredumbre, á un alcaide que se negó á pagarle el debido tributo. Por este estilo practicaba la justicia, imitando los bárbaros hechos de sus antecesores. Su madre Leila Yanet, mujer inglesa de extraordinaria hermosura y de no vulgar espíritu, era quien más influía en la política del sultán recién proclamado. Ella le había proporcionado, con su astucia, que se hiciera dueño del tesoro de Mequinez, y manejando el tósigo con la propia destreza que la palabra, le había allanado mucho el camino para alcanzar el imperio. Fué muy señalada la influencia de Leila Yanet por un suceso extraordinario. Corriendo el año de 1726 cayó del poder en España el famoso barón y luego duque de Ripperdá, hombre incapaz, á juicio de los que le conocieron, por su ligereza é imprudencia, no sólo de gobernar un Estado, sino aun de tratar bien los negocios más leves. No puede negarse, sin embargo, que tenía gran actividad y expedición para los negocios, aunque en España debió su fortuna principalmente á la confianza singular que inspiraban al rey Felipe V los aventureros extranjeros. Ello es que de primer ministro de la monarquía española se vio de repente hecho juguete mísero de la fortuna, destituido, exonerado, desposeído más tarde de sus altos empleos, títulos y rentas; violentamente extraído del asilo diplomático, donde pensó hallar seguro; preso, en fin, y conducido al alcázar de Segovia, de donde sus artes y el amor de una mujer de baja esfera lograron sacarlo á salvo. Refugiado en el Haya, trabó allí amistad con el alcaide Pérez, que allí residía á la sazón en concepto de embajador de Marruecos cerca de las cortes de Inglaterra y Holanda, y el moro, que era sagaz y sabía los deseos que tenía su señor de poseer las plazas españolas de África, fácilmente lo persuadió de que se acogiese á la corte de Abdallah, donde hallaría ocasión de ejecutar los vengativos sentimientos que le animaban. Abdallah, por su parte, consintió en recibir en su imperio á un hombre tan grande y tan útil como Pérez le pintaba á Ripperdá; y, con efecto, la recepción que le hizo á éste en Mequinez fué ostentosa y magnífica. Apenas se conocieron Ripperdá y Leila Yanet, los unió la cultura y el interés, y aun el amor á lo que se supone, de suerte que pronto fué uno mismo el interés de entrambos. Fué Ripperdá nombrado bajá, y al momento hizo reconocer por un criado de su confianza, llamado Martín, los presidios españoles de África, y propuso á Abdallah que se juntase un ejército para abrir él mismo la trinchera delante de Ceuta. Hubo un consejo con diversos pareceres en él; pero al fin triunfó Ripperdá, y en 1732, un cierto Jacobo Vandebas, criado suyo, que se pasó á Ceuta, declaró allí, y luego en Sevilla, donde estaba la corte, que aquel estaba pronto á marchar con treinta y seis mil hombres, la mayor parte negros, y un tren considerable de artillería, ofreciendo tomar la plaza en seis meses ó perder la cabeza. Entonces fué cuando se despojó al traidor ministro por real decreto de sus dignidades y títulos. No tardó en probarse la verdad del aviso. A principios de Octubre se aproximaron los moros á Ceuta, dirigidos por Ripperdá y á las órdenes inmediatas de Alí-Den, renegado y apóstata de la religión de Malta, según parece. Sabido esto por el general don Antonio Manso, que gobernaba en Ceuta, y teniendo noticia cierta por los moros de paz de que la vanguardia de los infieles estaba muy distante del grueso del ejército, y que no pasaba su número de cinco ó seis mil hombres, inclusos setecientos caballos, juntó un consejo de guerra, en el cual propuso salir á sorprenderla. Aprobóse por todos su proyecto; y al alba del 17 de Octubre salió á ejecutarlo el brigadier D. José Aramburu, llevando su gente en cuatro columnas de á doce compañías y seis piquetes cada una, á las órdenes de los coroneles conde de Mahoni, D. José Masones, don Juan Pingarrón y D. Basilio de Gante. Ascendía el total de las tropas que mandaba Aramburu á cinco mil hombres, sin contar quinientos presidiarios, á los cuales ofreció un perdón general el gobernador para animarles más á la empresa. Habían ya comenzado los moros sus trincheras, que abandonaron casi sin resistencia al sentir el inopinado ataque de los españoles. Persiguiéronlos estos hasta llegar al Serrallo, una legua distante de Ceuta, donde estaba alojado Alí-Den, y donde también se hallaba Ripperdá, á lo que parece.

Allí se renovó el combate, y gracias al valor de la caballería negra, que á costa de grandes pérdidas hizo frente, pudo salvarse alguna parte de la infantería marroquí, que, bisoña y desorganizada, huía sin concierto. Alí-Den y Ripperdá se salvaron á duras penas, casi desnudo el primero, que tal fué la rapidez y sorpresa del ataque. Algunos buques armados, cañoneando las playas, hicieron mayor aún la confusión de los moros, que huían unos á la parte de Tetuán y otros á la de Tánger. Perdimos sólo en esta dichosa sorpresa cuatro oficiales muertos y catorce soldados, y hasta ciento y cincuenta heridos. La pérdida de los moros se calculó en tres mil hombres, aunque en esto y en el número de los que componían el ejército que se acercó á Ceuta, parece que hay exageración notable. Tomáronse á los moros dos cañones de bronce de grueso calibre y un mortero, que se clavaron y arrojaron á un barranco por no poder conducirlos á la plaza. Fueron, además, tomadas por los nuestros cuatro banderas, armas, caballos, arneses y dinero, y algunos moros cautivos. Hallóse, por último, una carta de un mercader inglés establecido en Tetuán, en que éste pedía que se le pagasen las municiones suministradas desde Inglaterra á los moros para aquella guerra; cosa sabida con extrañeza y cólera en España[9]. Esta derrota, dando al traste con todos los proyectos de Abdallah, socabó también la privanza que con él había obtenido Ripperdá. La ruina de éste fué segura, cuando después de varios proyectos osados, y entre otros el de levantar para él un trono en África, perdió el apoyo que su familiaridad con Leila Yanet le ofrecía. Esta, según afirman unos, fué envenenada por orden de la sultana, favorita de su hijo, llamada Leila Genax, celosa tiempo hacía del influjo que ejercía en el gobierno; y, según otros, por librarse de la cólera de Abdallah, indispuesto ya con ella, se ausentó del imperio so pretexto de ir á la Meca. Más autorizada parece la primera versión, y es de todos modos indudable que Ripperdá no pudo sobrevivir á la caída de la sultana madre, y despechado y solo vino á morir en Tetuán, corriendo el mes de Noviembre de 1737.

Entretanto Abdallah se hacía cada vez más cruel y más odioso á sus vasallos. Rebeláronse contra él los alarbes, y lo derrotaron en campal batalla cerca de Fez. Abdallah, refugiado en aquella antigua capital del imperio, se vengó de la derrota en los inquietos fecenos, ejecutando, casi sin motivo, terribles suplicios. Al fin los alarbes fueron vencidos por los alcaides de Abdallah, y sometidos de nuevo á su obediencia. Cuéntase que en esta ocasión tuvo un arranque de generosidad, en él extraño: habiéndole presentado cuatro mil prisioneros alarbes, enteramente desnudos, mandó que les dieran vestidos y que se les pusiese en libertad sin hacerles daño alguno. Poco después, el alcaide que mandaba los negros, convertidos en una especie de pretorianos, inclinó á éstos á que se rebelasen contra Abdallah, proclamando en su lugar á Muley-Alí, otro hijo del Dzahebi. Abdallah, acobardado, huyó de Mequinez y pidió auxilio á los alarbes, fiado en la clemencia con que acababa de tratarlos. Enviáronle éstos, con efecto, ocho diputados para ofrecerle su ayuda; pero como le diesen algunas quejas acerca de su conducta pasada, no pudo contener su ira, y á todos los mató por sus manos. Hubiérale hecho esto perder el trono para siempre si los mismos negros no se lo hubiesen devuelto de allí á poco. Entró Muley-Alí en Mequinez, y su primera idea fué apoderarse del famoso tesoro que en aquella ciudad se encerraba; pero su sorpresa fué grande al ver que semejante tesoro no existía más que en la memoria del pueblo. Cuantas riquezas había en Mequinez se las había llevado Abdallah en su fuga, y no eran muy considerables. Sin embargo, ellas bastaron á Abdallah para seducir á los principales de los negros, los cuales, pretextando que Alí hacía demasiado uso de aquella hierba narcótica llamada Kiff, que, según los orientales, produce tan placenteros ensueños, y que esto le incapacitaba para ejercer el mando, se decidieron á destronarle. Abdallah, restablecido, hizo degollar á toda la guarnición de Mequinez que no le había defendido, y al menor de los hijos del gobernador que quedaba vivo, porque éste, previendo su suerte, se había ya suicidado después de matar á su mujer y á sus otros hijos para no exponerlos á la crueldad implacable del tirano. No fueron mucho mejor tratados los vecinos de Mequinez, que ninguna culpa tenían en lo que había sucedido. Sólo respetó por de pronto al alcaide de los negros; pero como éste comenzase á conspirar en favor de otro pretendiente al trono, llamado Sidi-Mohammed, los mismos soldados, seducidos por el oro de Abdallah, lo pusieron preso en sus manos. Abdallah lo despojó de la ropa de un santón que se había puesto el negro para infundir veneración en el sultán, y lo atravesó con su lanza. Empeñóse luego el bárbaro en beber la sangre del muerto; y sólo pudo disuadirle de ello uno de sus alcaides, bebiéndola él mismo[10]. Fez entretanto se declaró por Sidi-Mohammed, y, aunque Abdallah la sitió con grande ejército, tuvo al fin que levantar el cerco y huir á las montañas, temeroso del descontento de sus propias tropas. Sidi-Mohammed fué reconocido por un momento como sultán en todo el imperio; pero los negros, siempre infieles, volvieron á dejarse comprar por Abdallah, y éste con su ayuda venció á su rival en batalla y ocupó de nuevo el trono. Sidi-Mohammed, mal herido, huyó, dejando á Abdallah en la posesión pacífica del imperio, que obtuvo desde 1742, en que terminaron las rebeliones, hasta que en Noviembre de 1757 murió en Fez en un palacio por él mismo levantado. Dejó dos hijos: Ahmed, el primogénito, que había tenido en una esclava negra, y le sobrevivió poco, y Sidi-Mohammed, blanco, y asociado ya por él al gobierno, que fué universalmente proclamado sin que su hermano el mulato osase disputarle el trono.

Después de tantos príncipes incapaces, y tantos tiranos como habían ensangrentado su suelo, el Mogreb-alacsa tuvo al fin un soberano digno por todos conceptos de serlo. No quiso tomar el apelativo de Muley, porque juzgaba que era profanar el nombre del profeta llevarlo con tal apelativo, digno en su concepto únicamente del mediador de los hombres con el Ser Supremo. En cambio, se proclamó Emir almumenin ó príncipe de los creyentes. Tres años después de su ascensión al trono, abrió los cimientos de la ciudad de Mogador, con el fin de dar á Marruecos, primera capital del imperio, fácil comunicación con el Océano. Halló Sidi-Mohammed en buen estado las relaciones diplomáticas con Inglaterra, y afirmada con tratados, por su padre, la paz con Dinamarca y Holanda. Deseoso de estrechar sus relaciones con los europeos, se entendió con España reinando ya Carlos III, y en 1767 firmó en Fez el famoso D. Jorge Juan, teniente general de la Armada, el primer tratado de paz y comercio que hubiese habido entre ambos Estados. No contento aún Sidi-Mahommed, había querido pagar á España la atención que mereció de ella con la embajada de D. Jorge Juan, enviando á nuestra corte por embajador á Sidi Amed-el-gazel con lujoso séquito, el cual fué muy bien recibido y agasajado por el rey, y excitó por algunos días la curiosidad de los madrileños. Mas no impidió esto que entre España y Marruecos se renovasen pronto las hostilidades casi constantes en las plazas que poseíamos en el territorio africano. Sidi-Mohammed, tranquilo y respetado de todos sus súbditos, que gozaban á placer de su dulce y humano gobierno, sintió los impulsos del patrio amor y los estímulos de la gloria, y entró en su ánimo la idea de expulsar las armas europeas de su territorio, á pesar de lo mucho que gustaba del trato y cultura de los cristianos. Lleno de esta noble ambición escribió en 1774 una carta al monarca español noticiándole que se proponía, en unión con los argelinos, atacar todas las plazas cristianas que había en la costa africana, sin entender por esto rota la paz firmada años antes, ni interrumpidas las relaciones mercantiles. Era absurda, sin duda alguna, la pretensión del marroquí en esto de querer la guerra y la paz á un tiempo. Carlos III, en vista de todo, le declaró formalmente la guerra en un decreto fechado en 23 de Octubre de 1774. Dio entonces á luz un manifiesto el de Marruecos, procurando justificar su conducta con decir que las plazas marítimas de África no eran del sultán ni del rey, sino de Dios Todopoderoso, que haría al que se las diese dueño de ellas[11]. Replicó el gobierno español, fundándose en el texto mismo del tratado para rechazar sus pretensiones, y comenzaron las hostilidades al punto. El 9 de Diciembre del propio año se presentaron unos trece mil moros delante de Melilla é intimaron la rendición. Mandaba en la plaza el mariscal de campo D. Juan Sherlok, el cual respondió á la intimación con todo el desdén merecido. Vino el mismo Sidi-Mohammed al sitio con dos hijos suyos, y como tenía muchos renegados cristianos hábiles en el arte militar á su servicio, se comenzaron y llevaron adelante las operaciones con un acierto desusado entre los moros. Abrieron ramales de mina que fueron dichosamente descubiertos y destruidos por los nuestros; y en cuarenta días de asedio arrojaron sobre la plaza hasta nueve mil bombas, que causaron en la guarnición noventa y cuatro muertos y quinientos setenta y cuatro heridos, todo sin que la tropa española desmayase un punto. Pero en el ínterin la costa del Estrecho estaba muy bien bloqueada por una escuadra de dos navíos, seis fragatas y nueve jabeques, que impidió el transporte de cañones de batir y municiones que de Europa aguardaban los moros. Faltaron los proyectiles, á punto que Sidi-Mohammed, desesperado, pensó en el asalto, del cual le disuadieron por inútil los oficiales expertos que tenía consigo. Lo más difícil para los españoles fué socorrer á la numerosa guarnición de la plaza durante los penosos temporales de invierno; y aun por eso fué muy celebrada la hazaña del jefe de escuadra D. Francisco Hidalgo de Cisneros, que en la fragata Santa Lucía logró atracar á tierra y desembarcar las provisiones que se necesitaban, flanqueando al propio tiempo las trincheras de los moros entre la Puntilla y el fuerte de la Victoria, é incendiándolas de manera que el mismo sultán tuvo que abandonar su tienda y trasladarse á otra parte más lejana. Entretanto un cuerpo de moros se situó delante del Peñón de Vélez, y disparó algunas bombas sin éxito y sin que la plaza que gobernaba el coronel D. Florencio Moreno tuviera necesidad de socorro alguno. La esterilidad, pues, de sus esfuerzos redujo á Sidi-Mohammed á solicitar la paz, y Sidi-Ahmed-el-gazel, el mismo que había estado de embajador en España, se encargó de entregar al gobernador de Melilla una carta suya para el Ministro de Estado Grimaldi, en la cual manifestaba deseos de ventilar amistosamente la cuestión promovida, respetando el tratado. En consecuencia de esto, pasó un comisionado español á Tánger, vino otro marroquí á Málaga, y se convino en la paz. Confirmóse ésta definitivamente en el convenio de amistad y comercio concluido en Tánger á 30 de Mayo de 1780 entre el conde de Floridablanca y Sidi-Mohammed-ben-Otoman, nuevo embajador del sultán cerca de la corte de España, y en el arreglo especial de 1782 sobre los límites del campo de Ceuta. Las resultas de esta embajada y de estos tratados, leal y benévolamente cumplidos por el magnánimo sultán y ratificados tal vez por el arreglo de 1785, hoy desconocido, se describen con muy curiosos pormenores en la famosa Representación del ministro Floridablanca á Carlos III. «Se logró, dice, reducir al rey de Marruecos á enviar á V. M. al embajador Ben-Otoman como por una satisfacción ó demostración pública de reconciliación de la parte de aquel soberano, y por este medio se renovó y mejoró el tratado de paz con él y se consiguieron las ventajas que son notorias durante la última guerra con la Inglaterra. Parecería increíble, si no se hubiese visto, lo que aquel príncipe moro ha hecho en obsequio de V. M., franqueando sus puertos á las naves del bloqueo de Gibraltar, permitiéndolas perseguir y detener á las enemigas dentro de ellos, facilitándonos víveres y auxilios para nuestro campo con pocos ó ningunos derechos; y finalmente, depositando en nuestro poder parte de sus tesoros como una prenda de seguridad de su conducta. Con la amistad de aquel monarca pudimos dejar nuestros presidios sin considerables guarniciones, sacar de Ceuta mucha porción de artillería y municiones y vivir sin inquietudes durante la guerra. V. M. comprende mejor que nadie cuántos habrían sido nuestros trabajos, si por no atar este cabo con tiempo, hubieran movido los ingleses al rey de Marruecos al sitio de Ceuta ó Melilla, ó á turbar con »un corso en el estrecho todas las medidas para el bloqueo de Gibraltar, é impedirnos los víveres para nues»tro campo.» De esta relación auténtica del primero de los políticos modernos de España, se deduce todo lo que debimos á la amistad del sultán de Marruecos; pero más aún todo lo que padecieron los ingleses por no haber mantenido á cualquier costa la superioridad de su influjo en el imperio. No era de esperar que aquella lección fuese perdida, ni los sucesos posteriores autorizan seguramente á imaginarlo. Lo cierto es que las relaciones de Sidi-Mohammed con Carlos III merecen detenido estudio por muchos conceptos, sobre todo en nuestros días.

Contribuyeron en gran parte á establecer primero y mantener luego estas relaciones, los misioneros españoles en Marruecos, y sobre todo el viceprefecto de ellas Fray José Bottas, que por sus servicios en el particular fué promovido al obispado de Urgel. Estaban los misioneros españoles en Marruecos más considerados que nunca por el respeto ó la tolerancia de los últimos sultanes, y porque al fin los naturales habían ido familiarizándose con su traje y costumbres, y admirando la virtud que resplandecía en todas sus obras. Como los sultanes empleaban á los cautivos en las obras públicas, que alternaban en los diversos puntos del territorio, y los misioneros no dejaban nunca de acompañar á aquellos en sus trabajos, llegó á ser el hábito franciscano conocido y considerado en la mayor parte del imperio. Continuaban perteneciendo estas misiones á los frailes franciscanos descalzos de la provincia de San Diego de Andalucía, dependientes de un convento de Jerez, como que eran los que después de la última restauración del culto cristiano en el imperio habían tenido valor y constancia para mantenerse en aquellos bárbaros países, y habían alcanzado para ello privilegios especiales de los sultanes reinantes, alguno de los cuales excluía toda otra orden y congregación de la asistencia á los cautivos cristianos. Alimentábanse estas misiones de un situado de 2.228 pesos fuertes anuales que en 1680 les señaló Carlos II, y de las limosnas que se les remitían de la Península. Habíanse establecido en Tánger, y conservado su hospicio de Larache y los demás que ya tenían en el interior del imperio; y en los días de Sidi-Mohammed subió al último punto el respeto de que ya disfrutaban, porque como decía uno de los artículos del tratado que se ajustó algunos años más tarde, «su ministerio y operaciones, lejos de causar disgusto á los marroquíes, les habían sido siempre agradables y beneficiosas por sus conocimientos prácticos en la medicina y por la humanidad con que habían contribuido á sus alivios». Una medida altamente generosa de Sidi-Mohammed minó, sin embargo, por su base la existencia de las misiones. Dio aquel sultán libertad á los cristianos, declarando abolida la piratería y el cautiverio, y desapareció con esto la grave necesidad que, en medio de nuestras vicisitudes políticas, había mantenido vivas las misiones españolas en el interior de África. Desde entonces son más escasas también las noticias que del estado y vicisitudes del imperio se tienen en España y en Europa; porque no había antes otro vínculo que la esclavitud entre Europa y África, y no se han creado después nuevos y más humanos y provechosos vínculos sociales.

Habríalos creado, seguramente, Sidi-Mohammed si su vida hubiera sido más larga y sus sucesores hubiesen imitado en todo su conducta. Desgraciado en la guerra con los españoles fué feliz contra los portugueses, á los cuales arrancó en 1769 la plaza de Mazagán, última reliquia d-e su poder en África. Pero al propio tiempo que cumplía con sus deberes de soberano, haciendo todo lo posible por echar de su territorio á los extranjeros, nadie más que él admiraba á los europeos ni mantenía con más gusto relaciones con ellos. Señor de vastos Estados y de vasallos numerosos, veía que eran pobres aquéllos, aun donde era rica y fértil la tierra; ignorantes y serviles éstos, sin comercio ni industria ni cultura alguna. Hallaba al imperio sin leyes ni administración por dentro, sin poder ni respeto por fuera; que á tal estado lo habían traído en medio del progreso general, los vicios de su constitución religiosa y política, y la barbarie de sus antecesores. A todo ello intentó poner remedio el ilustrado Mohammed. Dióse prisa á ajustar tratados, además de los que había hecho con España, Francia, Toscana, Portugal, Venecia y el imperio de Austria, y de esta suerte, no sólo aseguró la paz de su reinado, sino que preparó la ejecución de las otras medidas que imaginaba. De ellas fué el abrir las puertas del imperio al comercio de los europeos, honrándoles y protegiéndoles contra el fanatismo de los naturales, y dándoles salarios y considerables ventajas para estimularlos á establecerse en el imperio. Fueron muchos los que con esta ocasión vinieron al Mogreb-alacsa de todas clases y oficios: arquitectos, pintores, lapidarios, jardineros, médicos, matemáticos, industriales y no pocos aventureros y soldados. A todos les aseguraba su religión; pero como era natural, protegía más especialmente á los que se hacían mahometanos y unían su suerte para siempre á la del imperio, llegando á repartir entre ellos los más altos empleos de su casa y Estado. A un cierto Samuel Lumbel, hebreo de Marsella, le tuvo por mucho tiempo como á primer ministro; un francés, llamado Cornut; un triestino, por nombre Ciriaco Petrobelli; un toscano, apellidado Mutti, y Francisco Chiappa, genovés de nación, llegaron á ser también ministros suyos; y ni éstos siquiera dejaron de ser cristianos, ni ocultaron jamás que lo fuesen. Después de dar libertad á los esclavos cristianos, empleó también á muchos, según su clase y condición, en la administración pública. Así fué que con los servicios de tantos europeos, no pudo menos Sidi-Moammed de juntar la imitación de sus costumbres y de sus nombres y empleos. Hubo, pues, por aquel tiempo en Marruecos príncipes imperiales, jueces supremos, generales y aun generales en jefe, ministros y secretarios de Estado, gobernadores, intendentes de provincia, almirantes de mar, guardasellos, chambelanes, gentileshombres de cámara, bibliotecarios, intérpretes, y, en fin, cuanto solía hallarse á la sazón en las principales cortes de Europa[12]. Hasta en sus mujeres prefería á las europeas, de las cuales merece mencionarse una cierta Leila-Zarzet, hija de un renegado inglés, con quien contrajo matrimonio; y otra, por nombre Leila-Duvia, que por los años de 1822 vivía todavía, y era renegada genovesa. Á pesar de todo esto, Sidi-Mohammed era buen muslime y muy celoso del nombre de su patria. Pero su inteligencia le levantaba por encima de la nación que regía; comprendía las artes y la cultura de los europeos, y juzgaba que sólo con su trato y compañía lograrían los rudos habitantes del Mogreb-alacsa recuperar el largo tiempo perdido en el fanatismo y en el ocio. Tal vez se equivocaba el buen príncipe creyendo el progreso conciliable con sus torpes creencias religiosas, y capaces de nueva vida las carcomidas instituciones muslímicas. Tal vez la civilización, mejorando la tierra ingrata de África, habría arruinado, sin embargo, tarde ó temprano su imperio y su culto. Esto es lo que parece más probable ó más cierto; pero juzgando al hombre por su carácter y por sus luces, Sidi-Mohammed merece el aplauso incondicional de la historia.

Después de edificar á Suira ó Mogador echó los cimientos de Fedala, puerto también importante sobre el Océano, fortaleciendo ambas ciudades con buenos muros y baluartes, y adquiriendo para ellos en el extranjero, y principalmente en Inglaterra, la necesaria artillería. De esta suerte proporcionó mayor comodidad al comercio de las provincias occidentales del imperio, y al propio tiempo puso más bajo su dominio y guarda aquellas costas. No se hallará, en suma, en este soberano cosa que no sea digna de un gran político y propia de un celoso y hábil administrador. En otra nación y en otro tiempo habría sido su reinado famoso en la historia del mundo; en Marruecos fué sólo un relámpago que desapareció al punto en las antiguas y negras sombras del fanatismo mahometano. Amábanle sus vasallos sobremanera, y principalmente los amacirgas, que son la más antigua población de aquella tierra, á pesar de sus atrevidos y para ellos extraños pensamientos, porque su bondad y clemencia le atraían las voluntades, y hacían inquebrantable la confianza que inspiraba su justicia.

No le faltaron disgustos interiores, no obstante, al fin de sus años. Los negros, predominantes por tanto tiempo en el imperio, y habituados ya á disponer de él á su antojo, le pagaban en odio la poca simpatía que á él le merecía aquella ferocidad que de otros soberanos marroquíes los había hecho tan queridos. Prevalióse de este descontento su hijo primogénito Mohammed-Mahdi Yezidpara sublevarse contra él en 1778, intitulándose rey de Mequinez desde luego. La fidelidad de las demás ciudades y de todas las cabilas y aduares á Sidi-Mohammed, desconcertó al indigno hijo, que fué fácilmente vencido; y su padre se contentó con mandarle que para expiar su delito fuese en peregrinación á la Meca, acompañado de su madre Leila-Zarzet, cuyos ruegos le habían libertado de mayor castigo, de algunos de sus hermanos y buen séquito de moros principales. Con esta caravana iban también ciertos ministros del sultán, que llevaban de su parte ricas ofrendas para los xerifes de la Meca y de Medina. Da curiosas noticias de este viaje y del carácter que demostró en él Muley-el-Yezid la Relación de una residencia de diez años en África ó viaje á Trípoli, escrita por una señora que pertenecía á la familia de Mr. Tully, cónsul inglés á la sazón en aquellos parajes. No bien estuvieron á la mitad del camino, Muley Yezid asaltó á los que llevaban el tesoro, y violentamente arrancó de sus manos la mejor parte. En vano le rogó su madre que no tocase ofrendas que iban consagradas al Profeta, y no fué menos inútil que le conminasen los ministros con la justa cólera del sultán. Esta fué tanta al saber la noticia, que envió á decir al hijo que más no volviese á sus Estados sin haber hecho tres peregrinaciones á la Meca, en desagravio del robo. Muley Yezid, no más obediente á este mandato que á los otros, anduvo recorriendo algún tiempo las regencias berberiscas, ejecutando por todas partes abominables hechos, y dejando triste recuerdo de su nombre. En una ocasión, uno de sus intendentes tardó más que de costumbre en aprontarle cierta cantidad que necesitaba, y el bárbaro príncipe le mandó dar hasta cuatro mil palos, y le obligó á tragar después una gran cantidad de arena, con que se le ocasionó la muerte. Su mayor placer era atormentar á los esclavos cristianos que poseía, y más aún á los que encontraba por las calles de Argel, de Trípoli ó de Túnez. Los mismos cónsules no estaban libres de sus iras; de suerte que ocasionó más de un conflicto á las regencias con los Estados de Europa. Echado de todas partes y aborrecido de todo el mundo, Muley Yezid acibaró largamente los últimos días de su buen padre, tan diferente de él en todas las cosas. Dábase por alguna excusa de su crueldad, que apenas se hallaba hora del día en que no estuviese ebrio; pero lo cierto es que su natural colérico, su codicia y su lujuria le llevaban, no menos que los estímulos de la embriaguez, á igualarse con su abuelo el xerife Ismael, de odiosa memoria. Todavía desde el destierro en que se hallaba, saqueó por dos veces los tesoros que su padre enviaba á la Meca, apostándose en los caminos por donde venían, y prevaliéndose del respeto que sin duda infundía en los moros guardadores su cualidad de primogénito y sucesor en el imperio. Al fin, Sidi-Mohammed, dejando las ternuras de padre, y acordándose de sus deberes de soberano, le desterró para siempre de sus Estados, y llamando á los grandes dignatarios de su corte y á los xeques y cabezas de las tribus, les señaló por su heredero á Muley Abdessalem, su cuarto hijo, que era el que más se le acercaba en virtudes. En cuanto esto supo Muley-el-Yezid, se encaminó rápidamente al Mogreb-alacsa, y tomando asilo en un santuario muy venerado que estaba puesto no lejos de Tetuán, comenzó desde allí á promover el levantamiento de los malhechores y de los más fanáticos de los moros, que eran sus únicos partidarios. A punto llegaron las cosas, que Sidi-Mohammed determinó marchar en persona contra el rebelde hijo y castigarle como sus crímenes merecían. La muerte atajó sus pasos no lejos de Salé, á 11 de Abril del año de 1789, que era el ochenta y uno de su edad, y el treinta y dos de su reinado. Era tal la fama de Muley-el-Yezid, que los ministros de su padre tuvieron por algún tiempo oculta la muerte de éste, y no la noticiaron al pueblo hasta después que estuvo enterrado en Rabat, temerosos de que aquel hijo desnaturalizado lograra apoderarse del cadáver, y cometiera en él alguna profanación horrible. Con la muerte de Sidi-Mohammed cesó el gran movimiento civilizador que comenzaba á sentirse en el imperio; poco á poco fueron desapareciendo las reformas; dejaron los europeos de hallar recompensas y estímulos que les moviesen á llevar sus artes á Marruecos, y casi todas las cosas volvieron á su antiguo estado. Perdióse, en fin, la esperanza que muchos llegaron á concebir de ver entrar á los pueblos de Mogreb-alacsa en el mundo civilizado.











  1. Historia de l'Empire des Cherifs, citada en la Historia Universal inglesa.
  2. Historia de l'Empire des Cherifs.
  3. Tres mil mujeres y cinco mil concubinas supone que tuvo la Historia Universal, de los literatos ingleses, antes citada. Graberg de Hemsóo admite también un número semejante.
  4. La obra de este misionero, ya repetidas veces citada, se intitula «Misión historial de Marruecos, en que se trata de los martirios, persecuciones y trabajos que han padecido los misioneros, y frutos que han cogido los misioneros, que desde sus principios tuvo la orden seráfica en el imperio de Marruecos y continúa la provincia de San Diego de Franciscos Descalzos de Andalucía, en el mismo imperio. Escrita por Fr. Francisco de San Juan del Puerto, chronista general de dichas misiones, etc. Sevilla, 1708».
  5. Macaulay, The Hisiory of England.
  6. Comentarios del marqués de San Felipe. Año 1720.
  7. Braitwait. Révolut. de l'Emp. de Maroc.
  8. Véase Braitwait, antes citado.
  9. Campo-Raso: Memorias políticas y militares.
  10. History of Barbary. London, 1750.
  11. Ferrer del Río: Historia de Carlos III.
  12. Sigo en las particularidades del gobierno interior durante este reinado la relación del conde Graberg de Hemsóo, en su libro antes citado. Publicóse éste en 1833, y su autor había desempeñado por largos años el consulado de Cerdeña en Marruecos. Merecen, pues, sus noticias bastante crédito en esta parte.