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Apuntes para la historia de Marruecos/XV

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XV


V

OLVIÓ, PUES, el Mogreb-alacsa á su antigua política en 1789. Este año precisamente señala el principio del período histórico que podemos llamar contemporáneo. Distinguelo en Europa y América una sed ardiente de mudanzas y transformaciones y un movimiento constante. Ya avanzando con paso seguro, ya retrocediendo, empujados por pánicos terrores; ora aspirando á realizar ideales políticos, ora tendiendo á reconstruir unidades geográficas borradas por el tiempo; bien agitados de las tempestades morales condensadas por el libre examen en dos siglos, bien impelidos por el rápido progreso de las necesidades materiales en todas las esferas del orden social, ello es que los pueblos sienten actualmente gérmenes extraordinarios de vida, y se mueven, durante el período de que tratamos, con una actividad desconocida hasta el presente en la historia. De los que habitan en las apacibles riberas del Mediterráneo, sólo uno forma excepción en este punto, y es el mauritano. Ni el Egipto, ni la Turquía, ni Túnez, á pesar de ser musulmanes, han dejado de emprender también, como los otros pueblos, su camino. No queremos discutir ahora si estas naciones musulmanas lograron ó no su propósito. Bástenos establecer que tenemos que separarnos de la corriente general de nuestra época para apuntar los sucesos que perezosamente se han sucedido durante los últimos años en aquella otra nación, al parecer petrificada.

De los hijos de Sidi-Mohammed hubo varios que alcanzaron nombre y poder en África. Era el primogénito Muley-el-Yezid, según queda dicho; llamábase otro Muley-S'lemma ó Assalem, y otro Abderrahman, y hubo uno que tuvo por nombre Muley-Hixem, y otro Muley-Abdessalem, y aún quedó uno apenas adolescente, el cual se llamó Abu-Arrébi-Suleiman. Muley-el-Yezid, de cuyas costumbres hemos hablado ya tanto, rayaba en los cuarenta años cuando heredó el imperio, y era de hermosa persona y muy hábil, aunque tan vicioso y sangriento. No bien se supo la muerte de Sidi-Mohammed, cuando respetando su primogenitura le aclamaron por sultán en Rabat y Salé y en las provincias cercanas, á pesar de la desheredación de su padre. La primera diligencia del nuevo príncipe fué llamar á Tetuán, en donde se hallaba aposentado, á los cónsules europeos, amenazándoles allí con declarar la guerra á sus soberanos si no le pagaban ciertos tributos; de esta amenaza solamente exceptuó á la Inglaterra. La potencia contra quien más especialmente descargó sus iras fué España. Juntó todas las fuerzas que pudo, y con harta menos prudencia que el padre, se vino á sitiar á Ceuta, mandando hostilizar también á las cabilas limítrofes, las demás plazas que en aquel litoral tremolan nuestra bandera. Al mismo tiempo mandó que las pocas galeotas y buques disponibles que había en sus puertos saliesen á cruzar por los dos mares en persecución de los buques mercantes españoles. No lograron nada, como era de esperar, los moros delante de nuestras plazas, sino derramar su sangre inútilmente, siempre que se pusieron á tiro de la artillería, y dos de sus galeotas cayeron bien pronto en poder de nuestra numerosa marina de guerra. Despechado Muley-el-Yezid, descargó la ira en los misioneros españoles, mandando que á todos los encadenasen, y así los hizo conducir á Tetuán, primero, y luego á Tánger, donde los canjeó por las tripulaciones de las dos galeotas apresadas. Pero en tanto graves complicaciones interiores le separaron de sus propósitos belicosos, llamándole á cuidar de sus propios asuntos. Su triste fama y sus primeros pasos, tan contrarios á los del padre, habían suscitado contra él la rabia, ó el descontento cuando menos de sus vasallos. Aprovechando esta coyuntura, se levantó contra él su hermano Abderrahman con Tafilete y Daraa, y el otro hermano Hixem con la ciudad de Marruecos, ayudado éste de Abderrahman-ben-Azar, Abdallah Arrahmani y Yezid-ben-Arrosi, tres de los mejores generales de SidiMoamed. Muley-el-Yezid marcha desde el campo de Ceuta, donde se hallaba, contra Hixem, que parecía al más temible; vence las primeras tropas que se le oponen, y pasa triunfante el río Omm Rebi ó Morbea. Llega luego delante de Marruecos, embiste furiosamente la ciudad y la entra por fuerza, arrojando de ella al rebelde hermano; y desencadenando sus iras contra los rendidos moradores, ejecuta en ellos horribles suplicios y venganzas tales, que espantan el ánimo y hacen que la pluma se resista á relatarlos. No desalentó á Muley-Hixem tan gran desastre; antes, revolviendo sobre Yezid con su ejército, hubo nuevos combates, y en uno de ellos cayó éste mortalmente herido, no habiendo transcurrido sino veintidós meses desde que entró á regir el imperio. Fortuna grande fué para Marruecos; amenazado no solamente de un reinado obscuro y enemigo de los adelantos, sino de una tiranía bestial como la que habían ejercitado muchos de sus bárbaros predecesores. Con su muerte, ocurrida en 1792, el imperio comenzó á disfrutar de una ventaja que aún hoy subsiste en medio del mal gobierno que lo rebaja de día en día, y es de ser humana y dulcemente regido por príncipes blandos y benignos, ya que no inteligentes ó grandes.

Quedó repartido el Mogreb-alacsa, después de muerto el Yezid, en tres gobiernos diversos: Assalem, que era el heredero más próximo del trono, se proclamó sultán de Vazán, donde residía; Muley-Abderrahman permaneció con las mismas pretensiones en Tafilete; y el vencedor Hixem, entrando otra vez en Marruecos, no pensaba menos sino que tenía seguro el imperio, por el cual había guerreado con tanta fortuna. Abdessalem, cuarto hijo de Sidi-Mohammed, que era á quien éste había elegido por mejor para sucederle en el imperio, según queda dicho, fué el más modesto de todos, puesto que se contentó con servir á su hermano Hixem en el gobierno de Tarudante. Disputáronse el trono aquellos diversos pretendientes, alegando cada cual su derecho, aunque sin llegar á las armas durante algún tiempo. Pero, entretanto, de donde menos se esperaba apareció un nuevo pretendiente, el cual, como fuese más activo y más diestro que los otros, los fué sucesivamente venciendo y despojando de los Estados que poseían, hasta quedarse solo en el imperio. Fué éste aquel adolescente Muley-Suleiman, hijo también de Sidi-Mohammed, el cual residía en Mequinez, de todos, por sus cortos años, puesto al olvido. Las buenas partes del mozo le granjearon el favor de muchas tribus de amazirgas y bereberes, y, levantando en ellas copioso ejército, se vino contra los hermanos. El único que pudo resistirle fué Muley-Hixem, que se mantuvo por rey en Marruecos, mientras Suleiman se enseñoreaba de Fez, Salé y Tánger, y tomaba el nombre de sultán. Pero al fin Hixem, viendo cuan declarado andaba en favor del hermano el afecto de los naturales, se salió de Marruecos, y, encargando sus hijos al vencedor, se fué á vivir en un santuario, donde á poco dejó la vida. Entonces Muley-Suleiman fué aclamado emir almunenin en todo el Mogreb-alacsa, corriendo á la sazón el año 1795 de nuestra era.

Lo primero que hizo el nuevo príncipe fué ratificar los tratados que había entre Marruecos y otras potencias y celebrarlos nuevos con los Estados Unidos, la Cerdeña y las ciudades anseáticas. Pidió al propio tiempo la paz á España, y á ajustaría fué á Mequinez de los Olivares, donde él residía, el intendente de los reales ejércitos D. Juan Manuel González Salmón, plenipotenciario del rey Carlos IV, que escribió de aquella embajada y viaje una detallada relación, inédita hasta ahora. Sidi-Mohammed-ben-Otoman, primer ministro del nuevo sultán, y el mismo que años antes había sido embajador en España, trató con nuestro plenipotenciario por parte de Marruecos. En su consecuencia, se firmó en 1.° de Marzo de 1799 un tratado entre España y Marruecos, monumento insigne de humanidad por parte del nuevo sultán y de previsión política por parte de nuestro gobierno. Ya en 1794 había arribado á Safi un comisionado español con cuatro misioneros; otros cuatro pasaron á Tánger, y al año siguiente se restablecieron los hospicios de Larache y Mogador,como estaban antes del reinado de Muley-el-Yezid, abandonándose definitivamente los del interior por inútiles, una vez abolido el cautiverio. Todos los competidores de Muley-el-Yezid amaban á los frailes y querían estar bien con España. En el nuevo tratado de 1799 se estipuló por vez primera la seguridad de los misioneros que dependían hasta allí de la tolerancia de los sultanes; ni en 1767 ni en 1780 se hizo de ellas mención alguna.

Estipulóse al propio tiempo, en este último tratado de 1789, que el culto de la religión católica sería libremente permitido á todos los súbditos del rey de España en los dominios marroquíes, y que se podrían celebrar los oficios propios de ella en las casas-hospicios de los misioneros, reconociéndose en cambio á los moros, existentes en España, el derecho de ejercer privadamente, como lo habían practicado hasta entonces, todos los actos propios de su culto. Previóse el caso de nueva guerra entre ambas naciones, y se acordó que aun entonces conservasen sus establecimientos los misioneros en el imperio. Los moros y los españoles adquirieron también por este tratado el derecho de viajar libremente, por España los unos, y los otros por Marruecos, declarando el sultán que caería en su indignación cualquier jefe que no prestase buena acogida á cualquier vasallo de S. M. Católica que transitase ó residiera en sus dominios. Deseando, además, el sultán que se borrase de la memoria de los hombres el odioso nombre de esclavitud, ofreció que, en el caso de un rompimiento inesperado, reputaría á los oficiales, soldados y marineros españoles, cogidos durante la guerra, como prisioneros de ella, canjeándolos sin distinción de personas, clases ni graduaciones; no considerando como tales prisioneros de guerra á los jóvenes que no tuviesen doce años cumplidos, las mujeres de cualquier edad que fueren, ni los ancianos de sesenta años arriba, que desde luego serían puestos en libertad por no poderse temer de ellos ofensa alguna. Llama la atención justamente en este tratado el artículo correspondiente á las plazas del Peñón, Alhucemas y Melilla. El sultán, de acuerdo con el rey de España, declaraba que, al paso que entre los habitantes de Ceuta y los moros fronterizos había corrido la mejor inteligencia, era notorio cuan inquietos y molestos fuesen los que de éstos vivían al frente de las otras tres plazas citadas, que, á pesar de las reiteradas órdenes de su soberano, no habían dejado de hostilizarlas continuamente, por lo cual, y sin perjuicio de adoptar todas las medidas de prudencia y autoridad convenientes, quedaron autorizadas las guarniciones españolas para rechazar los ataques de que eran objeto con cañón y mortero, ya que la experiencia decía que no era bastante el fuego de fusil para escarmentar á aquella gente. Por último, fueron grandes las ventajas económicas pactadas para España en este tratado. Desde Mogador á Tetuán nuestros buques debían pagar derechos de extracción, sobremanera módicos; la Compañía llamada de los Cinco Gremios mayores de Madrid, fué confirmada en el privilegio exclusivo de extraer granos por el puerto de Darbeyda ó Anafe, y los pescadores de las islas Canarias adquirieron el derecho de ejercitar su industria en las costas marroquíes desde Agher ó Santa Cruz hacia el Norte, ofreciéndose además el sultán á practicar las gestiones más eficaces para rescatar las tripulaciones de los buques que naufragasen en río Num y su cabo y costa, donde él no ejercía ya señorío. De intento hemos hecho alto en este tratado importante, que, bien cumplido por ambas partes, hubiera podido abrir la puerta á nuestro influjo político en Marruecos de un modo profundo y duradero. Nuestras desgracias interiores y la enemiga política de los ingleses estorbaron que nosotros sacásemos los calculados beneficios; y al propio tiempo la ignorancia y pobreza en que volvió á caer el imperio después de la muerte de Sidi-Mohammed cegaron también de por sí, sin necesidad de ajeno impulso, muchos de los manantiales de riqueza que el comercio con las vecinas costas ofrecía. De aquí nació que, lo que España no pudo conseguir, tampoco lo obtuvieron las demás naciones en general, quedando antes de mucho reducido casi solamente al tráfico con Gibraltar el comercio de Marruecos.

Hubo, sin embargo, poco después del tratado de 1799, bien diferentes esperanzas en España. Corriendo el año de 1801 , un cierto D. Domingo Badía y Leblich, tan desconocido entonces como ha sido después famoso, presentó al gobierno español el proyecto de un viaje científico al interior del África, que debía ejecutar en compañía del célebre naturalista Rojas Clemente. Aprobóse el proyecto, y ambos comisionados fueron á París y Londres á ensayarse y practicar todo lo necesario para poder pasar por verdaderos mahometanos. No tuvo valor Rojas Clemente para someterse á alguna de las prácticas necesarias; pero Badía pasó por todo con singular constancia, y adquirió tales hábitos y conocimientos, que no había forma de conocer su nación y su verdadero culto, realizándose la transformación de un modo casi increíble. De repente, el proyecto de exploración científica se convirtió en un peregrino plan político[1]. Quería el príncipe de la Paz, que á la sazón tenía las riendas del Estado, sacar todo el partido posible del tratado, porque era en él, según cuenta, «idea fija, viva siempre en su espíritu, hasta soñar con ella á menudo, el modo de adquirir para España una parte especialísima del comercio interior del África por conducto de Marruecos»[2]. Para tal empresa no bastaba en su concepto el tratado: era menester poseer puertos y asientos propios y útiles al comercio en las costas marroquíes. Á la sazón el xerife Ahmed tenía levantado en el Sus el estandarte de la rebelión; y se temía que Muley Suleyman, más alfaqui y hombre de letras sagradas que soldado, no lograse vencer á aquel rebelde con la misma fortuna que había tenido para ocupar, en medio de tantos obstáculos, el trono. De aquí nació en Godoy la idea de proponerle un plan de alianza, comprometiéndose él, en cambio de los socorros que le daríamos para conservar su trono, á cedernos dos puertos, en el Estrecho el uno y el otro en el Océano. Sobraban pretextos á la sazón para realizar por fuerza los propósitos del favorito; durante la nueva guerra con los ingleses se habían hecho algunos regalos al sultán, á cambio de los favores que continuamente nos hacia, y como cesasen aquéllos después de hecha la paz, comenzó á tratar con alguna dureza á los negociantes españoles, violando, no sólo el tratado, sino también las costumbres recibidas. Pero el humor pacífico de Carlos IV, y la necesidad de no alarmar á la Inglaterra, fueron causa de que se prefiriese solicitar la alianza en los términos imaginados por el ministro español, según refiere él mismo. Rojas Clemente, que ni se había circuncidado, ni era tan astuto y resuelto como Badía, quedó en España, bien á pesar suyo; y Badía sólo se embarcó en Tarifa, y llegó á Tánger al acabar el mes de Junio de 1803, con el nombre de Ali-bey-el-Abbassi, y el traje y apariencia de un príncipe musulmán que pasaba á visitar á sus hermanos de África. Llevaba una geneología muy completa, que probaba ser él hijo de Otoman-bey, príncipe Abbassida y descendiente del Profeta. Con esto y sus instrumentos, su ciencia, y dinero, bastante para lo que pudiera ofrecerse, dio principio Badía á su expedición, digna de ser minuciosamente descrita en estos Apuntes, no sólo por su importancia política, sino tanto ó más aún por el conocimiento que da del estado interior de Marruecos en aquella época asaz cercana de la actual, para que tal conocimiento no sea útil en nuestros días.

Fué el fingido Ali-bey muy bien recibido en Tánger. A dicha vino por entonces á aquella ciudad Muley Suleyman; y habiéndosele presentado Ali-bey con algunos regalos, según costumbre del país, lo acogió también con gran benevolencia, tomándole por quien él suponía ser, sin dificultad alguna. Tenía á la sazón aquel príncipe como unos cuarenta años; su talla era alta y su robustez extraordinaria; el rostro, no muy moreno, llevaba impresa la bondad de su carácter, haciéndose notar en él, sobre todo, sus dos grandes ojos llenos de viveza. Hablaba con rapidez y comprendía con facilidad, y su traje era casi ordinario, yendo embozado por lo común en un jaique grosero. Como faqui ó doctor de la ley, su instrucción era puramente musulmana. La corte del sultán no tenía más aparato de brillantez que su persona, y durante todo el tiempo de su permanencia en Tánger, estuvo siempre acampado con su comitiva. Los muebles y utensilios de que se servía eran inferiores á los que gastan las clases medias en Europa; sus noticias científicas extremadamente limitadas, y no por falta de curiosidad ni de buena razón, porque precisamente Ali-bey ganó su gracia enseñándole los instrumentos astronómicos y físicos que llevaba consigo, y el uso que de ellos se hacía. Determinó el sultán agregar al recién llegado á su servicio, y él aceptó el favor como quien no buscaba otra cosa[3]. Después de detenerse en Tánger algunos días á arreglar sus asuntos, marchó, pues, Ali-bey á Mequinez y Fez, y de allí á Marruecos, donde el sultán residía. Hicieron éste y su hermano menor Abdsulem, privado de la vista, pero lleno de generosidad é inteligencia, grandes extremos de júbilo al ver, por fin, al supuesto príncipe árabe en la corte, y el sultán le regaló una casa en la ciudad que había sido edificada á gran costa por Sidi-Ahmed-Duqueli, ministro mucho tiempo del imperio, y una hermosa posesión campestre, llamada Semelalia, que el difunto Sidi-Mohammed había hecho plantar para sus regios desahogos, á no mucha distancia de su corte. Allí residió por algún tiempo ocupado, según él cuenta en sus Memorias, en placeres sencillos y observaciones científicas; pero en realidad poniendo en ejecución los proyectos del príncipe de la Paz con una audacia y una fortuna increíbles. No alcanzó, á la verdad, ni todo aquel favor, ni el grande ascendiente que había adquirido sobre el crédulo y devoto príncipe, que éste se persuadiese de las ventajas de la alianza española. Lejos de eso, comunicó á su confidente Ali-bey que era su intento, así que lograse reducir á los rebeldes que agitaban sus provincias del Atlas, soltar, como él decía, sus perros á los dos mares, y estimular las hostilidades de los moros fronterizos contra nuestros presidios. «Nada llenaría mi alma de contento», le decía el sultán á Badía, transformado en Ali-bey, «como ver cumplida en nuestros días la divina promesa que á este imperio le está hecha de recobrar la España, aunque otro fuese el elegido para tan santa obra, y más que fuese necesario para esto cederle mi corona; tú, mejor que nadie, puedes tomar á tu cargo esta noble empresa»[4]. Radía, colocado en tan extraña situación, entabló tratos entonces con Sidi-Hescham, hijo del xerife Ahmed, y se ofreció á servir de mediador con el gobierno español para que ayudase á éste á conquistar el trono mauritano. Hescham, deseoso de nuestra alianza, llegó á ofrecer, en nombre de su padre, que nos cedería todo el reino de Fez; de suerte, que Tánger, Tetuán, Larache, Arcilla y Salé vendrían desde luego á poder de España. Al mismo tiempo Badía ganó de tal modo la confianza de muchos alcaides y personas principales del imperio, que creyó poder contar con ellas á todo trance. Participó á Qodoy sus adelantos pidiéndole los socorros necesarios, y éste, después de enviar á la costa de Marruecos á cerciorarse en lo posible de la verdad de sus planes á D. Francisco Amorós, persona de mérito no común y uno de los mayores confidentes que tenía, se resolvió á entrar en la conjuración. A mediados de Junio de 1804 se creía llegado el momento de obrar, y Godoy escribió al marqués de la Solana, capitán general de Andalucía, con quien mantenía acerca de este punto una correspondencia, publicada en Francia años hace[5], que «Muley Suleyman, supersticioso, estúpido, vicioso, cobarde y cruel, era aborrecido de sus súbditos, de modo que Ali-bey podía á su arbitrio destronarlo», y que según este mismo le había escrito, «tenía en sus manos un nuevo Motezuma».

Godoy, comparando con Hernando Cortés á Badía, juzgaba que nada podía oponerse al propósito de éste, porque de los hijos de Suleyman el mayor estaba desterrado, y todos los demás eran justamente aborrecidos por su padre y por el pueblo, á excepción del segundogénito, muy amado del padre, aunque no menos que los demás detestado y despreciado por los vasallos. No se esperaba más resistencia que la de Muley-Abdemelic, gobernador de Mogador; pero Ali-bey no parecía hacer de ello cuenta alguna. Precisamente el vicecónsul español en aquella plaza, D. Antonio Rodríguez Sánchez, era uno de los principales agentes de la conjuración, y se esperaba mucho de su conocimiento y prestigio en los moros. Llegado, pues, según todos indicios, el momento de obrar, Godoy mandó al marqués de la Solana que tuviese preparado secretamente buen número de embarcaciones en Tánger, Algeciras, Sanlúcar y Cádiz; que aumentase progresivamente la guarnición de Ceuta hasta tener allí disponibles nueve ó diez mil hombres, que podrían acamparse fuera de la ciudad con pretexto de maniobrar, llamando hacia aquella parte la atención del sultán, y distrayendo, por consiguiente, sus fuerzas; que fuese remitiendo como pudiese á Ali-Bey el socorro que había pedido, con el objeto sin duda de ponerlo á disposición de Sidi-Hescham, y consistía en veinticuatro artilleros con dos oficiales, tres ingenieros y dos minadores, algunos cirujanos con sus instrumentos y medicinas, algunos cañones de campaña con sus cureñas, dos mil fusiles y municiones, cuatro mil bayonetas y mil pares de pistolas. Acompañaba Godoy sus órdenes con ciertas observaciones prudentes y encaminadas á que no se malograse por precipitación la empresa. No había querido enterarse Carlos IV sino muy sucintamente de esta cuestión, descansando en ella, como en todas, en el juicio de Godoy, y acordando sin examen cuanto le proponía. Habían ya partido precisamente las últimas instrucciones, cuando el rey consintió en que su favorito le enterase sumariamente de aquella empresa gigantesca, y entre los detalles que ofreció éste á su curiosidad, fueron el plano de la posesión de Semelalia y traslado del firman de Muley-Suleyman, por el cual la donó á Badía. Nublóse al contemplarlo la frente del honrado príncipe, y volviéndose á Godoy le dijo estas memorables palabras: «No: en mis días no será esto. Yo he aprobado la guerra porque es justa y provechosa á mis vasallos. He aprobado también que antes de hacerse vaya un explorador, porque esto se acostumbra y es forzoso algunas veces para emprenderla con acierto; pero jamás consentiré que la hospitalidad se vuelva en daño y perdición del que la da benignamente. Con Dios y con el mundo sería yo responsable de tal hecho, siendo un agente mío quien habría obrado de esa suerte.» Inútiles fueron después de estas palabras las observaciones del favorito; el rey se mantuvo firme, y hubo que disponer apresuradamente que se deshiciese lo hecho. Entonces Badía, pretextando el deber de los buenos musulmanes de ir en peregrinación á la Meca, se despidió del sultán, á pesar de los esfuerzos que éste y su hermano Abdsulem hicieron para detenerle, y no sin excitar ya serias sospechas, salió del imperio y continuó su viaje científico al Oriente. No es fácil decidir hoy si era ó no un sueño el proyecto de Godoy y de Badía; pero lo más probable es que lo fuese. Al ver de repente á los cristianos en su territorio los moros, habrían tomado en tropel las armas para defender á su soberano, y éste poseía todos los medios para excitar su fanatismo con sus conocimientos extensos en la teología musulmana, y la regularidad religiosa de su conducta. Sidi-Hescham, ó habría sido abandonado ú obligado á contentarse con el Sus; Badía no habría tardado en ser aborrecido más que el tiempo necesario para persuadirse de su fingimiento y alevosía; y las tropas españolas, lanzadas á deshora sobre el continente africano, no podrían haber obtenido en él más que sangrientos y estériles frutos. Acaso, pues, la bondad de carácter de Carlos IV, tan funesta por lo común á la monarquía, libró á España entonces de un gran desastre. En cuanto á Godoy, merece disculpa en ésta como en otras ocasiones; aquel hombre fué vivo ejemplo de que no es posible con malos principios realizar buenos fines; pero que éstos fueran generalmente patrióticos y generosos, ni puede ni debe negarlo la serena imparcialidad de la historia. Los más de sus pensamientos políticos, en otro que él, habrían merecido general aplauso, y otro que él habría podido ponerlos en ejecución sin excitar la animadversión nacional. Faltábale sólo algún más peso, alguna más experiencia, alguna menos precipitación en ocasiones; y estas cualidades explican lo que había de aventurado y de ilusorio en sus planes sobre el África. Ni era tiempo tampoco de acometer tamaña empresa; que ya las naciones heridas por la fortuna creciente de Bonaparte tenían harto en qué pensar para defender sus propios lares; y en España mismo el sol de Bailen no iba á hacerse esperar muchos años. Era, pues, aquella época de organización, de economía, de guerras de ensayo y no de conquista. El Mobreb-alacsa por entonces, según la descripción que de él nos dejó el falso Ali-Bey, estaba sumido en la mayor pobreza y en la más crasa ignorancia. Pudo juzgar esto perfectamente el emisario español que visitó á Tánger, Tetuán, Alcazarquivir, Mequinez, Fez, Salé, Rabat, Marruecos, Mogador, Ugda y Larache, hallando en todas partes la propia miseria y la misma barbarie en la población musulmana y judía que allí habitaba. En sus viajes de Tánger á Fez por Mequinez, de Fez á Marruecos por Rabat, de Marruecos por Fez á Ugda y Larache, vio siempre campos incultos^ sin otra población que pastores de vacas, cabras y carneros, alojados en pequeños aduares de tiendas ó casas de piedra y lodo, que no pasaban casi nunca de veinte; alguno que otro bosque de encinas, lentiscos, carrascas y mimbres; grandes arenales cubiertos de palmitos y esparto; poca tierra vegetal productiva, y esa cubierta de cardos secos; y unos cuantos olivares en Mequinez, bastantes palmeras en Marruecos, ciertos naranjales en Rabat, algunos sembrados y jardines en Fez, interrumpían sólo la constante desnudez y esterilidad del vasto territorio mauritano. Ni podían cultivarse los campos que eran capaces de producir, porque no existía siquiera la ¡dea de propiedad individual, y se tenía al sultán por dueño de todo; carecían los súbditos de la libertad de vender ó disponer del fruto de su trabajo; nadie se atrevía á gozar de sus riquezas ni á dejar á entender que las tenía; el fanatismo era tal, que sólo en Tafilete había más de dos mil hombres reputados y tenidos por xerifes ó descendientes del Profeta, que era tener abierta una fuente inagotable de rebeliones; ejercitábase el oficio de santo como otro cualquiera, desempeñándolo gente vil ó asquerosa, que no por eso era menos respetada del pueblo; las ciencias estaban reducidas á la teología, la moral y la legislación, todas ellas derivadas del texto del Alcorán, mal entendido por sus comentadores árabes, y peor explicado por los doctores y maestros marroquíes. Nadie sabía en el imperio el uso de unos globos antiguos y una esfera armilar que había en la torre de la principal mezquita de Fez; ni se conocía el modo de arreglar un reloj descompuesto de los que se guardaban en las mezquitas. Euclides y Aristóteles, traducidos al árabe en los buenos tiempos de aquella raza, eran sus únicos textos en las matemáticas y la física; la medicina, la geografía y la química, eran casi desconocidas; la historia nadie la cultivaba, ni era posible averiguar de ellos particularidad alguna notable acerca de sus anales. Hasta el leer era una especie de ejercicio mecánico por lo común, y eran pocos los que comprendían el sentido de las frases. No había, por lo demás, administración, ni ejército permanente, ni pilotos que supieran dirigir un bajel fuera de las costas. Todo lo que se podía, pues, alabar por este tiempo en Marruecos, era la bondad de Muley-Suleyman, injustamente tratado en la correspondencia de Godoy, á que antes se ha hecho referencia; achaque ordinario de la violencia, aunque sea justa, este de justificarse á sí propio, calumniando á la víctima que prepara para el sacrificio. Lo cierto es que todas las naciones cristianas experimentaron la humanidad de Suleyman en gran manera. Más que ninguna la experimentó España, por su vecindad y el aprieto en que se vio luego, recibiendo de él favores singulares, como el de permitir que se abasteciesen de cuanto necesitaban las plazas de nuestro litoral, y señaladamente Cádiz, residencia del gobierno y de las Cortes, y último baluarte de nuestro patriotismo y de nuestro valor. Hubo otras naciones que no pudieron, en medio de revueltas tan grandes como dieron de sí los primeros años del siglo, cumplir los pactos y tributos que con él tenían ajustados, y éstas deben también agradecerle el no haber sido nunca molestadas ni requeridas por semejante falta.

No será fuera de propósito recordar en este punto que todas las naciones cristianas, así las más poderosas como las más débiles, se habían comprometido, en diversas épocas con el imperio, á pagarle ciertos tributos con nombre de regalos. La facilidad con que los marroquíes pueden ejecutar el pirateo desde las embocaduras de sus ríos y ensenadas de peligrosísimo acceso, cohonestaba un tanto esta costumbre humillante, ya que en nuestra opinión no la justifique. Desde el siglo xvi, en que el comercio europeo adquirió, por el mar principalmente, tan notable prosperidad y ensanche, todos los gobiernos vieron gravemente amenazados los intereses de sus súbditos si no terminaban de alguna manera con el incesante pirateo que hacían los marroquíes, tanto quizá como por su odio al nombre cristiano, por la cuantiosa ganancia que tal ejercicio les ofrecía. Ocasiones hubo, y de alguna queda hecha mención en estos Apuntes, en que los corsarios marroquíes fueron no menos famosos que los de Argel, y no menos fatales que ellos al comercio europeo. Y en la disyuntiva de acabar estas piraterías por las armas, ó acabarlas por medio de tributos, ya que no bastaban los tratados mismos, las naciones cristianas, casi sin excepción, prefirieron lo último, tal vez considerándolo menos costoso y de más fácil logro; pero siempre fué mengua suya el someterse á tales obligaciones. Guarda era de ellas y del pago del tributo la marina marroquí, numerosa y diestra, que siempre á punto de corso, no necesitaba más que una señal del sultán para salir y destruir, entre las opuestas orillas del Estrecho, toda bandera enemiga. De este riesgo y castigo libró Muley-Suleyman durante las guerras de principios del siglo á las naciones, que empobrecidas ú ocupadas en defender su independencia, retardaron el cumplimiento de los tratados. Pero no se contentó con esto el sultán, sino que para cortar de raíz la piratería y asegurar más á las naciones cristianas de sus pacíficos propósitos, mandó desarmar en 1817 toda su marina militar, prohibiendo bajo severas penas el corso y piratería en sus Estados: cosas ambas de buen príncipe, aunque no de gran político. Que si él, en lugar de desarmarla; fomentara y protegiera la marina del imperio, quizás no hubiera sido en nuestros días tan á salvo humillado por las naciones marítimas. Mas el hecho que prueba sobre todos la bondad de alma de Muley-Suleyman es la libertad que mandó dar á todos los cautivos cristianos que halló en sus Estados, á pesar de las primeras medidas de Sidi-Mohammed; y esto sin reclamación ni súplica de nadie, sino de propia voluntad, prohibiendo que en adelante se les pusiese en cadenas, y obligándose aún á rescatar á los que cayesen en poder de los pueblos independientes del Sur y del desierto de Sahara. Notóse en especial en este príncipe una cualidad rarísima entre los habitantes del Mogreb-alacsa, y principalmente entre los sultanes, que era la liberalidad; puesto que el mismo Sidi-Moammed, que tan gran renombre dejó en África, no supo dejar de ser avaro como lo fueron sus predecesores. También fué notable Muley-Suleyman en la equidad y justicia, no pecando de riguroso ni de blando, imponiendo castigos, no para satisfacer la cólera, sino para corregir á los unos y dar á los otros ejemplo. Hombre, en suma, digno de alabanza por sus virtudes, ya que no albergase en su ánimo los altos pensamientos de conquistador y de político que los más quieren ver en los príncipes, ni dejase de participar en algo de los vicios y preocupaciones de sus antepasados y de sus súbditos.

Veinticinco años se mantuvo en alguna paz el Mogreb bajo el gobierno de este sultán, hasta que conjurados en 1818 todos los azotes que suele enviar el cielo contra las naciones, pusieron al imperio en la mayor desolación y espanto que puede imaginarse. Ya por los años de 1799 y 1800 la peste bubónica había devorado como una cuarta parte de la población del país. Vuelta en 1818 aquella plaga horrible, desoló durante otros dos años las provincias del imperio; al propio tiempo que los campos, en espantosa sequía, no daban producto alguno y tenían hambrientos y estenuados á los pueblos. Nada podía hacer Muley-Suleyman que remediase tamaños males; pero como suele acontecer por lo común, y más en nación tan ignorante y fanática, cayó sobre él la culpa y el castigo. Juntóse, pues, una guerra civil larga y sangrienta con los desastres de la epidemia y del hambre[6]. Comenzó la sublevación negándose á pagar tributos y derramas las tribus amacirgas que pueblan los montes y valles de Zajana y las provincias de Ajana, de Fiedla, de Xiavoia y de Hescura. A la verdad, su miseria era grande, y no parecía ocasión de exigir el pago; pero aquella voz y el descontento y desesperación de los pueblos produjeron un levantamiento terrible, que no tenía razonable disculpa. Derrotaron primero los sublevados á las cáfilas de soldados que andaban cobrando las contribuciones; asaltaron luego y robaron un rico convoy que venía de Fez á Tafilete, y acrecentados y alentados con estas ventajas, se mostraron en campo con todo el aparato de guerra. Muley-Suleyman despachó al punto contra ellos á su hijo Muley-Ibraim, gobernador de Fez, al frente de tropas escogidas, pero no pudo someterlos; antes bien, lograron sorprender y desbaratar la guardia imperial de los ludajas ó árabes del gran desierto. Entonces el sultán determinó marchar en persona contra los rebeldes, acompañándose de ejército formado. Halláronse los dos campos no lejos de Guer, entre el río Guadelabid y el río Seroc; y tanto pudo la presencia del sultán, más aún que por sus virtudes, respetado como xerife, descendiente del Profeta, que depuesta la ira, los sublevados amacirgas y xiloes le ofrecieron la sumisión, conviniendo en pagarle los tributos debidos. A ratificar el tratado, fueron de parte de los rebeldes hacia las tiendas del sultán sesenta de ellos, mitad hombres y mitad mujeres y niños, según la antigua usanza de aquellos pueblos. Y no hay duda que, recibidos por Muley-Suleyman, se acabaran los disturbios en el imperio, si la sed de venganza no precipitara á su hijo Ibrahim en un hecho horrible, que fué mandar disparar á sus soldados sobre el grupo de los mensajeros de paz que venían acercándose para rendir homenaje. Sólo cuatro muchachos pudieron salvar la vida, y huyendo á las montañas donde se apoyaba el bando rebelde, esparcieron la deplorable noticia, que voló por los contornos, infundiendo en todos los ánimos ideas de sangre y de venganza. Al caer la tarde de aquel día, comenzó á descender á la llanura, desde los montes donde estaba asentado el campo rebelde, un escuadrón de hombres escogidos, los cuales, con las armas bajas y cautelosamente andando, se encaminaron á las tiendas del sultán. Noche cerrada era ya cuando á ellas llegaron; de los soldados imperiales, unos comenzaban á disfrutar de las delicias del sueño, otros andaban desparramados por el campo, arrimadas las armas y sin el menor recelo; Muley-Suleyman, traspasado de dolor con el funesto accidente del día, revolvía afanosamente en su cabeza los medios de remediarlo en lo posible, y su hijo Muley-Ibrahim, más inquieto que satisfecho, sentía ya acaso los primeros remordimientos de su despiadada obra. De repente un grito horrible suena en el campo: los soldados, sorprendidos ó soñolientos, van á buscar sus armas; mas antes que con ellas, topan con invisibles hierros, que bárbaramente los destrozan; corre la sangre á ríos por todas partes, arden las tiendas, nada respeta el rencor insaciable del combate. Eran los amacirgas rebeldes, que así tomaban venganza de la muerte de los suyos. Muley-Ibrahim sale despavorido á repelerlos; pero conócenle, hiérenle, y paga con su sangre aquella inocente que había hecho derramar por el día. En lo más revuelto de la refriega entra un xiloe en una tienda que comenzaban á rodear las llamas, y encuentra á un hombre medio desnudo y desesperado, atento sólo al instante de la muerte. «¿quién eres?», le dice. «Suleyman soy», responde el desventurado, que no era otro que el sultán; y fuese piedad, fuese codicia, el alarbe, cogiéndole en sus robustos brazos le saca de entre las llamas, y envuelto en su propio albornoz le lleva fuera del campo, diciendo á los curiosos que hallaba en el camino: «Es uno de mis hermanos que han herido en el combate.» Ya fuera del campo pudo el amazirga encaminarlo hacia su pobre hogar en la montaña, donde el sultán estuvo tres días, refugiándose luego en el venerado santuario de Beni-Nasser y de allí en Mequinez. Con tales hechos no es necesario encarecer cuánto crecería la rebelión por todo el imperio. Alentados los unos, y abandonado el respeto de los otros, llegaron á juntar los rebeldes muy copioso ejército, y dando el mando de él á un cierto Sidi-el-Mehauxe, jefe supremo de los amazirgas, se atrevieron á asediar al sultán dentro de Mequinez, y le tuvieron puesto en peligro por más de año y medio. Tratóse en varias ocasiones de avenencia; pero el sultán, con el dolor de la muerte del hijo y la cólera de su afrenta, no quiso prestar oído á ella. Tanto pudieron en él aquel dolor y cólera, que desmintiendo la humanidad de su condición, mandó matar á los mensajeros que para tratar con él enviaron los rebeldes; cosa que exasperó á éstos hasta el último punto, y juntándose hasta quince mil hombres de pelea, acometieron furiosamente á la ciudad. Defendiéronla valerosamente los soldados de la guardia negra, fieles al sultán todavía, y que podrían contar de siete á ocho mil hombres en sus banderas. Los asaltos fueron muchos, y muchas las salidas y encuentros que hubo delante de la plaza, sin que ninguna de las partes obtuviese notable ventaja. Pero entretanto el desventurado Muley-Suleyman, abandonado de sus mayores amigos, y dominado por la soldadesca bárbara, que á tal precio le defendía, se miraba en la más grande amargura. Llegaron los soldados á matar delante de sus ojos á su favorito Ahmed-Mula-at-Tei ó el Tayi, ministro leal que le había servido con igual celo en la adversa que en la próspera fortuna, y hombre dignísimo de mejor suerte. Aun esto hubo de disimular el sultán, y harto mostraba en sus continuas oraciones que sólo de Dios esperaba ya remedio á sus males,

En tales circunstancias fué cuando por diversas partes del imperio se aclamaron otros príncipes. Hasta entonces los rebeldes se habían limitado á solicitar su venganza ó contentar su codicia, mas reconociendo y venerando todos ellos en Muley-Suleyman al xerife y al legítimo soberano. Rotos ya los últimos frenos del respeto, se alzaron algunas turbas de sublevados con Fez el nuevo, proclamando por emperador á un cierto Muley-el-Tayib, otro hijo, según dicen algunos, de Sidi-Mohammed, y hermano en tal caso de Muley-Suleyman, mientras que en Tetuán y Tánger y Larache se levantaba con el imperio el príncipe Muley-Ibrahim, hijo de Muley-Yezid, y como tal, legítimo aspirante al trono. Este, que residía en Fez, había sido invitado en otras ocasiones por los revoltosos á levantarse con el imperio; pero él lo había resistido constantemente, ó bien porque fuese de ánimo apocado, ó bien porque quisiese guardar fiel amistad al tío. Mas viendo ahora tan cierta la victoria y tan decaído el partido de Muley-Suleiman, que alguno había de aprovecharse necesariamente de los despojos, cedió á los ruegos de sus partidarios, y se proclamó emperador, con ayuda y favor de dos grandes caudillos, Sidi-el-Arbi, xerife de Vazan el uno, y el otro Sidi-Ahmed-el-Luxi, capitán de los xiloes y hombre valentísimo de su persona, el cual alcanzaba gran prestigio y fama entre todos los naturales del Mogreb-alacsa. Pero atajóle la muerte en lo mejor de estos proyectos, amaneciendo un día cadáver en una casa de Tetuán, si de enfermedad ó de tósigo, no se sabe. Los caudillos de su ejército, harto comprometidos ya, determinaron nombrar por sucesor á un hermano suyo, el cual se llamó Muley-Said, y fué hombre de alientos, aunque no de mucha fortuna. Al frente de un ejército de treinta mil hombres, donde iban muchos buenos guerreros, y, entre otros, aquellos dos, Sidi-Ahmed y Sidi-el-Arbi, á quien debía el ser su partido, marchó contra Muley-el-Tayib, determinado á echarle de Fez y quedarse solo con las pretensiones del imperio. Halláronse los ejércitos no lejos de aquella capital, y hubo una sangrienta batalla, en la cual murió Muley-el-Tayib y fué completamente aniquilado su partido. Entonces el vencedor Muley-Said entró en Fez y se proclamó sultán de todo el Mogreb-alacsa. Pero la prosperidad le acompañó por poco tiempo. Ello fué que, cansadas las tribus amazirgas y xíloes del largo asedio que tenían puesto á Mequinez, y satisfechas ya de su venganza, alzaron el campo y se volvieron á sus hogares, dejando libre á Muley-Suleiman, que al punto salió de allá y se vino con su ejército á Marruecos. Desde aquí atendió á reunir soldados, y armas y tesoros, y, junta crecida hueste, marchó con ella á la vuelta de Fez á combatir á Muley-Said. Diéronse vistas los campos en el lugar de Xeferaz, sobre el río Vargas ó Guerga, y, empeñada la acción, fué roto sin gran dificultad el ejército de Muley-Said, ó bien por azar de la guerra, ó porque le abandonaron en el trance algunos de sus caudillos y parciales. Tal fué la rota, que á él mismo le costó duras penas el refugiarse en Fez el viejo, donde se sostuvo por algún tiempo, mientras el tío, triunfante, volvía á Marruecos. Allí acabó á los pocos días Muley-Suleiman su revuelta vida, á los 28 de Noviembre de 1822, cuando justamente cumplía treinta años de reinado. Sintiendo su fin cercano hizo testamento, y, recordando la promesa que había hecho á su hermano Muley-Hixem de mirar por sus hijos, y movido de la gran fidelidad que le había demostrado en todas ocasiones y de las notables cualidades del mayor de ellos, por nombre Muley-abd-el-rahman ó Abderrahman, le nombró sucesor al trono y heredero de todas sus cosas. Al propio tiempo escribió á los de Fez y á los principales xeques de las tribus, recomendándoles que á aquél prestasen obediencia, como que era el único de la familia imperial que podía ejercer el imperio. De los tres hijos que tuvo en esclavas negras, no se hizo cuenta alguna, considerándoles el padre mismo como indignos de ocupar el trono. Luego murieron todos ellos, uno tras otro, sin causar, como era de temer, disturbios ni guerras civiles, cosa siempre rara en África.

Muley-Abu-fadhl-Abderrahman-ben-as-Sultán-Muley-Hixem, que con todos estos apelativos fué conocido entre los suyos el padre del actual soberano de Marruecos, nació en 1778 y tenía, por consiguiente, cuarenta y cuatro años cuando sucedió á su tío en el trono. Hallábase de gobernador en Suira ó Mogador cuando recibió las nuevas de la muerte de Muley-Suleiman y de su inesperada fortuna. Al punto se encaminó á Marruecos, en donde fué muy bien recibido y de todos aclamado por soberano. Desde allí puso los ojos en la ciudad de Fez, porque en la parte de ella que se llama Fez el nuevo, separada de la otra, á la cual dicen Fez el viejo por el río Guadilchenhari ó de las Perlas, y tan frecuentemente discorde con ella en sentimientos y opinianes, se hallaba fortalecido Muley-Said, desde que en Xeferaz fué derrotado por Muley-Suleiman; y todavía se mostroba esperanzado en alcanzar el imperio. Escribió Muley-Abderrahman á los de Fez el viejo, preguntándoles si eran gustosos en la designación del tío, y si, tomándole por señor, querían ayudarle á desalojar á su émulo de Fez el nuevo. Contestáronle que, reuniendo todo el ejército que pudiera, se viniera con él para Mequinez, y así lo hizo. Iban juntándosele por el tránsito numerosas cabilas y muchas gentes armadas, que con gran entusiasmo le aclamaban por soberano; y de esta suerte, cuando llegó Muley-Abderrahman á aquella ciudad se encontró con poder para acabar cualquiera empresa. En Mequinez recibió el sultán nuevos mensajeros de Fez el viejo, diciéndole que caminase aún algunas leguas hasta ponerse en la ribera del Guadiemquez, donde saldrían á esperarle, y tendría lugar su proclamación. Es el Guadiemquez río de algún caudal, que, pasando por delante de Fez, á no muy larga distancia de los muros, va á descargar en el Sebú sus aguas. Al llegar Muley-Abderrahman con su ejército á la orilla izquierda del río, le saludaron desde la orilla opuesta millares de hombres, venidos del contorno para verle y aclamarle. Distinguíanse entre todos los habitantes de Fez el viejo, y no pocos de Fez el nuevo, que, unidos ya con sus conciudadanos, mostraban el natural júbilo de la paz, después de tantas discordias; júbilo que más acrecentaba la fama de las buenas partes que asistían al nuevo soberano. El eco de las salvas que allí hicieron millares de espingardas, y el rumor y vocerío de las gentes que corrían al encuentro de Muley-Abderrahman , debieron llegar hasta Muley-Said, sirviéndole de mortales tormentos. Mientras su competidor recibía el homenaje de tantas tribus y cabilas, y era aclamado de ellas como Amir-el-numenin de todo el Mogreb-alacsa, él, abandonado de sus más fieles compañeros, desdeñado de la población que oprimía con su imperio, sin armas ni soldados, no tenía otro recurso que ponerse en manos de su contrario y esperar de su generosidad la vida. Obtúvola, y además una renta proporcionada á su rango, con obligación de no salir de Tafilete, donde permaneció tranquilo el resto de sus días, que no fueron largos. Entretanto Muley-Abderrahman, desde las orillas del Guadiemquez se vino acompañado de innumerable gentío á Fez el viejo, y desde allí á Fez el nuevo, cuyos moradores le abrieron las puertas, recibiéndole también con grandes demostraciones de júbilo. Llegado á la alcazaba recibió en ella el homenaje de todos los alcaides y faquíes, y repartiendo mercedes entre los principales de sus vasallos, y poniendo en orden alguna de las cosas revueltas con la guerra civil, dio principio á su gobierno.

Fué éste tranquilo como ninguno se hubiese conocido hasta entonces en Marruecos. Un reposo patriarcal, apenas interrumpido por alguna sedición parcial y por la guerra extranjera, habría permitido al imperio desarrollar su prosperidad y su cultura, si esto fuese compatible con su religión y sus instituciones. Pero nadie recordaba ya siquiera las atrevidas reformas de Sidi-Mohammed: el fanatismo musulmán parece que crecía de año en año, según se aumentaba la ignorancia; y con escasa fortificación y armamento las plazas, completamente desorganizada la fuerza militar y desarmada la escasa marina de guerra, Marruecos fué durante el reinado del nuevo sultán una de las más bárbaras y de las más débiles potencias de la tierra. La población, copiosísima en tiempos antiguos, hay quien supone que no pasaría ya de ocho millones y medio de almas, y esas desparramadas en un espacio de más de setenta mil leguas cuadradas. No es fácil tener datos verosímiles ó probables acerca de una población donde la estadística y lo que se entiende por administración en Europa, no existen ni de nombre; pero es indudable la despoblación casi general del imperio. Los límites de éste eran como en tiempo de Boco: el mar Mediterráneo y el Estrecho de Gibraltar al Septentrión, los arenales de Sahara al Mediodía, los cabos de Espartel y de Num con el Océano Atlántico al Occidente, y al Oriente el río Moluca ó Muluya y la antigua Numidia, parte aún de la regencia de Argel. Las rentas del imperio las calculaba Badía en su tiempo en veinticinco millones anuales de francos; y como ni los empleados ni los soldados tenían sueldo, ni disfrutaban más que algunas pequeñas gratificaciones, suponía que la mayor parte de este dinero iba á sepultarse en el tesoro imperial de Marruecos, Fez y Mequinez. Graberg de Hemsoo rebaja á la mitad de aquella suma las rentas anuales del imperio, suponiendo también que con tan cortos medios se cubrían todos los gastos públicos, y aún quedaban en ahorro más de treinta millones de reales al año para aumentar el tesoro imperial, guardado, ó más bien enterrado en Mequinez por la avaricia de los últimos sultanes. Poquísima industria en tanto, menos comercio que nunca; la justicia, como siempre, bárbaramente administrada, sin otras leyes que las del Corán, como en la época de Badía, ni más medio de hacerlas ejecutar que la violencia. Entretanto, los naturales del Mogreb-alacsa, que han solido mostrarse inquietos y amigos de novedades en todos los tiempos, habían recibido con los últimos sucesos mayor estímulo que nunca para seguir los impulsos de su condición y alterar la paz del imperio. Acostumbrados á las libertades de la guerra, movidos además de su codicia y amor al saqueo; los unos con sed de peligros y de combates, con deseo de mandar y no obedecer los otros, sobraban combustibles en Marruecos para que ardiese todo en discordias. Pero Abderramhan, ya que de la prosperidad de sus subditos no se cuidase, por lo menos á la conservación de la paz supo atender, como queda dicho, con oportunidad y acierto. Su primer propósito fué indisponer á las tribus entre sí, evitando sus alianzas, y haciendo de suerte que las unas contuviesen en caso necesario á las otras. Este sistema de divide et impera, pocos lo han sabido llevar tan adelante como el actual sultán de Marruecos. Así fué como logró que el desasosiego en que quedaron las tribus berberiscas á la muerte de Muley-Suleyman se fuese calmando poco á poco, sintiéndose débiles todas ellas para lanzarse á la lucha, temiendo ó desconfiando de las otras y de sus mismos individuos. A pesar de todo esto, se levantaron en 1828 algunos xiloes, y favorecidos por los soldados ludajas de la guardia del sultán, lograron alborotar un tanto el imperio; pero Abderrahman logró fácilmente vencer á los revoltosos, y castigando á los principales, dispersó á los otros en las diversas provincias del Mogreb, por manera que más no volvieron á formar tribus ni familias. Pocos años después se levantó hacia Sugilmesa un impostor que se llamaba Mabdi ó Mesías, prometido de Mahoma, el cual soñaba acaso con seducir á aquellas gentes fanáticas y traerlas á sus banderas, fundando una dinastía por los mismos medios que otro, como él, fundó la de los Almohades. Pero el pasado escarmiento y las artes de Muley-Abderrahman pudieron tanto en las tribus, que abandonaron bien pronto al impostor; de suerte, que vino á morir en el olvido y en el desprecio su intento. De otras rebeliones hay alguna noticia; pero no parecen bien averiguadas ni seguras. La supresión del cautiverio, y por consiguiente de las misiones españolas, inútiles ya en el interior del imperio; el haber fijado á Tánger como punto de residencia para todos los representantes de Europa; la falta de viajeros y de comercio, han acabado ya, en fin, por cerrar el conocimiento de las cosas interiores de Marruecos á los europeos, de manera que hoy se saben menos y mucho más imperfectamente los sucesos particulares del imperio que en los siglos xvi y xvii, cuando tantos infelices cristianos poblaban las mazmorras africanas, y tantos renegados se abrían camino á los más altos empleos del Mogreb-alacsa. Así, pues, como en otro lugar queda ya indicado, lo que es un bien general para el género humano, se ha hecho causa de ignorancia para esta parte de la historia.

Lo más notable y lo más conocido en el reinado de Muley-Abderrahman son sus contiendas con los europeos. En 1830 tuvo algunos propósitos el sultán de restablecer un tanto la marina marroquí, que era sin duda la base de la importancia política del imperio. Ya tenía puestos á punto de corso algunos buques, con los cuales pensaba acometer primeramente á la bandera napolitana, por hallarse más quejoso que de ninguna otra de esta nación, cuando el rey de las Dos Sicilias, enterado del caso, mandó inmediatamente á vigilarlos una escuadra compuesta de cuatro bajeles de guerra. Emprendiéronse en seguida negociaciones entre el gobierno de Marruecos y el de Nápoles, y al fin ambas potencias hallaron satisfacción á sus mutuas quejas. No dejaba de haber otras naciones contra las cuales se sentía movido el sultán á emplear sus fuerzas marítimas; pero desde 1839 á 1832, en que se ajustaron las paces con Nápoles y se terminaron las diferencias pendientes con otros varios Estados Europeos, habían sucedido tales cosas en África, que obligaron á Muley-Abderrahman á ser muy cauto en su política, consagrándose á una sola cuestión, que podía ser de vida ó muerte para el imperio. No es de nuestro propósito explicar los motivos que tuvo el rey Carlos X para declarar la guerra al bey de Argel, ni relatar los varios sucesos de aquella expedición afortunada que de repente libró al mundo civilizado de tantas afrentas y continuos daños. Ello es que la Francia se apoderó de Argel. En los principios pudo creerse que no trataba de otra cosa que de formar allí un poderoso establecimiento con que impedir las piraterías de los berberiscos y atalayar más de cerca las posiciones inglesas del Mediterráneo; pero antes de mucho hubo de conocerse que los intentos de aquella nación eran más grandes. Tomada Argel, los ejércitos franceses, hábilmente dirigidos, fueron extendiéndose por los anchos territorios de la antigua regencia, rindiendo los pocos lugares fuertes y empujando hacia los desiertos á las tribus y cabilas del país que les oponían constante aunque flaca resistencia. Muley-Abderrahman no tardó en comprender cuánto podía importarle lo que pasaba. A la verdad, los soberanos de Marruecos habían solido mirar con más odio que buena voluntad á los beyes argelinos. Muy en los principios de la regencia fueron aquellas guerras que más arriba relatamos entre Sala-Arraez y el xerife Mohamed, muriendo éste al fin asesinado por orden de uno de los señores argelinos. Más tarde se sabe que en los tratos que mediaron entre Muley-Xeque, el que nos entregó á Larache, y el rey D. Felipe III, se habló de conquistar á Argel, y el xerife manifestó sin rebozo sus deseos al monarca español con estas palabras: «Argel es la puerta de donde nos viene el daño á mí y á V. M., y dándome Dios paz en mi reino, irá V. M. con armas por mar, y yo ayudaré á V. M. por tierra para cerrar esta puerta y quedarnos sosegados de este daño.» También el sanguinario xerife Ismael quiso conquistar á Argel, y fué, como queda dicho, derrotado en una batalla sangrienta; pero ni él ni sus sucesores renunciaron á considerarse como verdaderos señores de aquella parte de África, teniendo sobre el territorio de Oran especialmente continuas pretensiones. Y bien puede asegurarse que los sultanes del Mogreb-alacsa miraron con regocijo en los tiempos posteriores cuantas expediciones dirigieron contra Argel las naciones cristianas. Ni al mismo Muley-Abderrahman causó al principio disgusto la empresa de los franceses y el desastre de Argel, dado que no juzgó que fuesen tan adelante; porque Carlos V no pasó de Túnez, y las demás expediciones dirigidas al África habían solido contentarse con dominar las fortalezas del litoral, sin entrar en los yermos y soledades del interior, ni menos fundaren ellas colonias, como á la sazón estaba aconteciendo.

Mas viendo en tal punto las cosas, alarmóse Muley-Abderrahman, adivinando que tarde ó temprano podían forzarle aquellos sucesos á luchar con los franceses; y desde entonces comenzó á prepararse para el caso, emprendiendo una marcha política que ha solido desconcertar á los diplomáticos europeos, y que sus mayores adversarios han tenido que calificar de hábil en ocasiones. Comprendió el africano que el interés de la Inglaterra obligaba á aquella potencia á simpatizar con sus propósitos, y redobló para con ella sus atenciones, estrechando la alianza que desde los tiempos de su tío venía establecida entre el mexuar de Marruecos y el gabinete de San James. Afectando luego una neutralidad estricta entre los franceses y los argelinos, abrió paso por sus Estados á las armas y municiones que desde Gibraltar venían para éstos, y no escaseó por su parte ningún género de auxilios para que los ejércitos franceses fueran destruidos en los desiertos donde se hallaban empeñados. La infatigable energía de Abd-el-Kader y sus hazañas, harto encarecidas por la fama y el fanatismo de los naturales, debieron mantenerle por algún tiempo en la esperanza de que al fin los invasores del suelo de África serían aniquilados por los argelinos sin necesidad de que él, manifestando claramente sus simpatías, se expusiese á los azares de la guerra. Pero los recursos inmensos de la Hacienda y de la Marina francesa y la constancia de sus ejércitos, desconcertaron completamente tales esperanzas. Abd-el-Kader, después de haber disputado palmo á palmo el territorio de la antigua regencia, llegó á la frontera de Marruecos, al SO. de Tremecen, en los primeros días de 1844, sin soldados ni recursos con que más sostener la guerra. Había pasado, pues, el tiempo de esperar y mostrarse indiferente; era preciso lanzarse claramente á la contienda, y en Muley-Abderrahman no se sintió punto de irresolución, llegado el trance. No falta quien suponga al sultán arrastrado por sus propios vasallos á la guerra, y por el ascendiente que comenzaba á tomar entre ellos Abd-el-Kader. Pero, si bien se miran las cosas, parece evidente que Muley-Abderrahman obró con harta deliberación y propósito, teniendo muy de antemano imaginados los acontecimientos. Sea lo que quiera del fanatismo de los naturales, quien pudo enfrenarlos durante tantos años hubiera podido acallarlos para siempre, si tal hubiera sido su intento. Ello es que en las negociaciones que precedieron al rompimiento de las hostilidades, y en las que produjeron luego la paz, hubo mayor calma y detenimiento que suele demostrarse en los hechos obligados y precipitados por el ciego empuje de la muchedumbre. Y es seguro que si las tribus hubieran llegado á encenderse por sí solas en fanatismo, y á obrar por su propia voluntad, ni habrían dejado de súbito la guerra, porque el sultán tratase de la paz, ni Abd-el-Kader habría sido expelido tan fácilmente del territorio marroquí, por más que aquél lo pactara con los franceses. Así como los Beni-watases de Fez no pudieron privar á los xerifes del poder que una vez les otorgaron para guerrear contra los cristianos, Muley-Abderrahman no habría sabido separar de Abd-el-Kader á las tribus y cabilas guerreras de sus Estados si éstas hubieran obrado á su albedrío, entregándose ciegamente á su entusiasmo y á su fe. La verdad es que Muley-Abderrahman nunca demostró tanto su sagacidad como en esta ocasión; su principal cuidado fué impedir que las tribus se acostumbraran á mirar la guerra de Argel como cosa propia, y que otro pensamiento que el suyo reinase en el imperio y organizase la resistencia contra los franceses. La independencia anárquica con que viven en el Mogreb-alacsa las diversas tribus y familias, lo díscolo de su natural y los ciegos impulsos de su ignorancia y barbarie, hacen, á la verdad, difícil que el soberano pueda infundirles una idea común, encaminándolas á un propio objeto, mas no es por eso menos cierto que Muley-Abderrahman supo lograrlo, y que Marruecos obró como un verdadero Estado en las circunstancias de que tratamos; mostrando tanta seguridad y desembarazo en las palabras, y tanta unidad y concierto en los hechos, como cualquier nación europea podía mostrar en tal caso.

Comenzó el sultán por enviar xerifes á las provincias que predicasen la «guerra santa», soliviantando á las tribus guerreras con decirles que era llegado el trance de salir á la defensa del Corán y de los muslimes, aniquilando á los aborrecidos cristianos que habían osado poner el pie en tierra de África. Al propio tiempo sus emisarios en Gibraltar y en Tánger sondeaban las disposiciones de los ingleses, por ver si podían arrastrarlos á alguna demostración contra la Francia. Luego envió un cuerpo de tropas á Ugda, lugar situado en la frontera argelina al mando del alcaide Alí-el-gnaui, para que, juntándose con las que Abd-el-Kader había traído consigo, sirviesen de avanzada al grande ejército que debía reunirse. Alarmados, como era natural, los franceses pidieron explicaciones de aquellos hechos; pero el sultán, lejos de darles satisfacción alguna, reclamó de ellos que abandonasen ciertos territorios del lado de Oran, donde tenían construida una fortaleza. La verdad es que los límites de Argel y de Marruecos no estuvieron nunca bien determinados por aquella parte, y que entre los pueblos del lado allá del Muluya, frontera natural del imperio, solían recabar tributos unas veces los sultanes, y otras los beyes, pudiendo decirse que estaban á merced del primer ocupante. Así, pues, el derecho podía ser igual, y, obrando de buena fe unos y otros, habría podido hallarse fácil avenencia. Pero no era tal el propósito del sultán, y los términos arrogantes y absolutos de su pretensión no dejaban esperar que fuese bien recibida de los franceses. Mientras duraban estas contestaciones iba acrecentándose el campo de Ugda con frecuentes refuerzos. El 30 de Mayo llegaron de Fez numerosas hordas de caballería al mando de Sidi-Almamun-ben-Xerife, otro hijo de la numerosa prole de Sidi-Mohammed, y tío del sultán reinante. No bien llegó al campo Sidi-Almamun, determinó invadir el territorio en cuestión sin declaración ni intimación alguna; atribuyóse este paso al ardor del caudillo y de sus soldados; pero viniendo aquel día de Fez, parece más natural que obrase por instrucciones de la corte que allí residía. Puesto al frente de dos mil caballos escogidos, cruzó Sidi-Almamun el Guadi-mailah en compañía del alcaide Alí-el-gnaui, que tenía el cargo de gobernador de Ugda. Como unas dos leguas habrían andado, cuando tropezaron con las divisiones de los generales Lamoriciére y Bedeau, que estaban en observación del campo africano. El choque fué rudo; los jinetes marroquíes se lanzaron bizarramente sobre los enemigos, creyendo, en su ignorancia de las armas, aniquilarlos de un golpe; pero el fuego certero de la infantería francesa no tardó en ponerlos en desorden, y, antes de mucho, hubieron de volver grupas, repasando de nuevo el Guadi-mailah en dirección á Ugda. Ya estaba arrojado el guante; la Francia no podía menos de levantarlo. A las reclamaciones del cónsul francés en Tánger contestó en los términos más altivos el sultán, por mano del secretario de las órdenes imperiales Sidi-Mohammed-ben-Edris, que hacía las veces de ministro de Estado. Decía éste en sus despachos que los vasallos del sultán, su amo, pedían con espantosos clamores la guerra; que lo de Guadi-mailah fué promovido por los franceses, y que antes debían mostrarse agradecidos, que no quejosos, porque ni uno de ellos habría escapado al justo furor de los muslimes si el alcaide de Ugda, Alí-el-gnaui, no los hubiese contenido piadosamente y apagado su esfuerzo invencible. Al propio tiempo insistió en que las tropas francesas evacuasen el territorio disputado. En vano interpuso su influjo el bajá de las provincias septentrionales del imperio, Sidi-buselam, hombre prudente y muy amigo de los europeos; la corte imperial estaba resuelta á tentar la suerte de las armas.

El 15 de Junio fueron nuevamente atacadas las tropas francesas, y esta vez con notable alevosía, porque habiendo solicitado el mariscal Bugeaud, gobernador general de la Argelia por los franceses, una entrevista del alcaide Alí-el-guah para tratar de las paces, y viniendo en ello el moro, señalóse por lugar de ella las orillas del Guadi-mailah, y uno y otro acudieron allí, confiados en el seguro que mutuamente se dieran. Pero no bien se avistaron los dos jefes contrarios, cuando la escolta francesa, que había venido á proteger la conferencia, fué atacada vigorosamente por un cuerpo de más de cinco mil marroquíes, que pusieron al principio á los franceses, harto menores en número, en grande aprieto. Vanos fueron los esfuerzos del mismo Alí-el-gnaui para detener á sus soldados; rompióse la conferencia, y, poniéndose Bugeaud al frente de sus tropas, logró rechazar á los marroquíes después de un sangriento combate. Acaso el mismo Sidi-Almamun, que provocó el primer encuentro, fuera autor de esta alevosía; porque, á la verdad, parece inverosímil que un cuerpo tan considerable de tropas pudiera destacarse del campo marroquí sin conocimiento de los jefes, y menos contra su voluntad. Perdidas ya las esperanzas de que la paz se conservase, el mariscal Bugeaud se decidió á obrar enérgicamente. El 16 de Julio, que fué el siguiente del combate, anunció al alcaide de Ugda que invadiría el territorio del imperio si, en el término de cuarenta y ocho horas, no aceptaba, las condiciones de arreglo; desaprobación completa de las agresiones que habían ejecutado las tropas morroquíes contra las francesas; destitución y castigo de los jefes que habían consentido y provocado tales agresiones; disolución de aquel cuerpo de ejército y expulsión de Abd-el-Kader del territorio marroquí. Respondió el alcaide en términos vagos, que si bien no anunciaban una negativa absoluta, menos podían considerarse como bastante satisfacción de los agravios recibidos. El objeto era ganar tiempo, porque mientras estas cosas pasaban en la frontera, se hacían por todo el imperio grandes preparativos de guerra, ayudando en ello al sultán y sirviéndole de ministro y consejero su hijo primogénito Sidi-Mohammed, al cual confió en adelante el mando supremo de los ejércitos; mozo entusiasta y valiente, aunque no apto para tan difícil empleo. Hácense grandes levas en los alrededores de Fez, y las tribus guerreras del O. acuden con numerosos escuadrones á servir en la guerra santa. En el país de Mequinez fué tanto el entusiasmo, que no quedó un hombre útil en los aduares; todos se pusieron en marcha, dejando en ellos solamente á las mujeres, y á los infantes y ancianos. Ábrense los arsenales de Tánger y de Marruecos, y sácanse toda clase de armas y municiones para repartirlas entre la muchedumbre; y, no bastando las rentas del año para gastos tan crecidos como esto originaba, se acude al tesoro imperial encerrado en los palacios de Mequinez, al cual en más de un siglo no se había tocado, y se sacan de él hasta dos millones de reales, cantidad no pequeña en aquellos países. Pero el sultán dilataba acaso el romper las hostilidades, por saber antes el partido que tomaría la Inglaterra. Esta nación, tan interesada en la conservación del imperio, no podía á la verdad dejarlo abandonado en manos de la Francia. No faltaron, pues, amenazas encubiertas y demostraciones de fuerza, y uno de sus ministros llegó á tratar duramente en el Parlamento al gobierno francés. Cruzáronse de una y otra parte despachos y notas diplomáticas, y la Inglaterra obtuvo de la Francia la solemne declaración de que, fuesen cualesquiera las prosperidades y adelantamiento de sus armas, no guardaría para sí la menor parte del territorio de Marruecos, limitándose á conquistar la paz. Con esto quedó tranquilo el gabinete de San James, y el de Francia se halló libre de aquel obstáculo tan temible[7]. A la verdad, los planes del sultán se miraban en parte frustrados; ya sabía que no había de contar con otras fuerzas que las suyas para luchar con los franceses; pero había ido harto adelante para retroceder, y demás de esto, no era causa de poco aliento el saber que en todo trance de fortuna tenía segura la integridad de su territorio. Habíalo invadido al fin el mariscal Bugeaud, entrando el 19 de Junio en Ugda, en cumplimiento de la amenaza que tres días antes había dirigido al alcaide, comandante de las tropas imperiales en la frontera; si bien, contento con aquella demostración y amago, evacuó á los pocos días la ciudad conquistada y entró de nuevo en la Argelia. El sultán, no bien supo esto, hizo marchar á la frontera á su hijo primogénito como comandante en jefe del ejército, y por sus tenientes á los valerosos caudillos de Ben-Amri, Ben-Ugda y Abassi; y para insultar más á la Francia, reclamó de Mr. Nion Doré, su cónsul general en Tánger, el castigo de Bugeaud y de los demás generales que estaban á sus órdenes por haber violado las tierras del imperio. El cónsul le envió por respuesta el ultimatum de la Francia, que contenía las mismas condiciones de paz propuestas por el mariscal Bugeaud al alcaide de Ugda, señalando por término para romper las hostilidades el día 2 de Agosto. Lejos de responder el sultán á tal demanda, envió diversas cabilas de montañeses á guarnecer el litoral, donde ya había aparecido una escuadra francesa, encargada de apoyar y secundar las operaciones del ejército de tierra, y apresuró la marcha de los últimos refuerzos que en hombres y armas enviaba á su hijo, mandándole que comenzase la guerra en cuanto tuviese juntas todas sus fuerzas.

Cumplido, pues, el término del ultimatum, y rotas definitivamente las negociaciones de paz, los franceses abrieron las hostilidades por mar y por tierra. El príncipe de Joinville, comandante de la escuadra, recibió el 5 de Agosto la orden de destruir las fortificaciones de Tánger y Mogador, puertos principales del imperio. Al amanecer del día 6, la escuadra, anclada delante de la primera de estas plazas, comenzó á hacer sus preparativos para el combate. Estaba Tánger defendida por baterías que montaban unos cincuenta cañones y algunos morteros. Seis vapores franceses tomaron á remolque tres navíos, una fragata de primer orden y tres bergantines, y los pusieron en línea y á corto trecho de aquellas baterías, sin que los marroquíes impidieran esta operación, que era la más importante de la jornada. A las ocho y media rompió el fuego el navío Almirante, que fué seguido por los demás buques, mientras un vapor lanzaba sobre la plaza multitud de cohetes á la congréve. La defensa de los moros fué mayor que podía esperarse, dado que con dejar acercarse á los buques franceses habían perdido todas sus ventajas; pero al cabo de hora y media,. con harto mayor pérdida de ellos que de los contrarios, tuvieron que abandonar las baterías, reducidos á escombros los parapetos y desmontadas las piezas. Al estruendo del combate corrieron á la ciudad los montañeses encargados de guardar la costa, pero como los franceses no desembarcaron, limitaron sus hazañas á saquear las casas abandonadas por los habitantes, y á cometer otras violencias no menos graves. A las pocas horas la escuadra se hizo á la vela para Mogador, donde se presentó el 11 de mañana; pero el mal tiempo que reinaba dilató el ataque hasta el 15. El puerto de Mogador está casi cerrado por una isla de muy cerca de dos millas de bojeo, y aquí habían plantado los marroquíes formidables baterías, las cuales cruzaban sus fuegos con otras situadas dentro del puerto y á lo largo de la costa. No bien estuvo á tiro de cañón la escuadra francesa, los defensores de Mogador, harto más diestros que los de Tánger, rompieron el fuego contra ella; los buques avanzaron en silencio á ocupar cada uno el puesto que le estaba señalado; pero antes de conseguirlo sufrieron graves pérdidas. Particularmente el navío Jemmapes salió muy maltratado por el fuego de la batería llamada Larga, que se extiende por la costa del Oeste; fuego muy bien dirigido y que dilató un poco de tiempo la victoria de los franceses. Después de un vigoroso cañoneo, éstos lograron apagar los tiros de la plaza, y desembarcando en la isla quinientos hombres, conducidos por los vapores de la escuadra, se apoderaron de ella, ganándola palmo á palmo y á costa de mucha sangre. Rendida la isla, el puerto no opuso apenas resistencia, y dejando guarnición en aquélla, la escuadra se hizo á la vela para Cádiz. Y es notable que Mogador, lo propio que Tánger, fué saqueada por las cabilas que debían defenderla. La nueva de estos sucesos no alteró en lo más mínimo al sultán, puesto que desde los principios tenía puesta toda su confianza en el ejército de tierra, que continuaba acampado en las inmediaciones de Ugda. Durante todo el mes de Julio y los principios de Agosto, se habían empeñado diversos combates, aunque sin consecuencia, entre los marroquíes y los franceses. El plan del príncipe Sidi-Mohamed, que mandaba á los marroquíes, era atacar á los franceses por las montañas que corren á uno y otro lado de Ugda con considerables cuerpos de infantes, mientras que por las llanuras que se extienden al frente de aquella plaza hasta Tremecen había de avanzar la caballería, envolviendo entre sus numerosos escuadrones al reducido ejército que los contrarios podían oponerle. En el caso de salir victoriosos del primer encuentro, la población entera del país se habría alzado contra los franceses, y los marroquíes se habrían adelantado á bloquear y asediar á Tremecen, Orán y Mascara, y aun la misma plaza de Argel. Pero todos estos planes y propósitos los desbarató de un golpe la fortuna. El 13 de Agosto el mariscal Bugeaud, determinado á entrar en campaña, levantó su campo en silencio^ fingiendo un gran forrajeo para que los enemigos no se apercibiesen de su movimiento, y vino á alojarse en la ribera del Ysli hacia uno de sus recodos, desde donde caminó hasta dar vista, á cosa de las ocho de la mañana, al campo enemigo. Estaba éste situado detrás de unas colinas que aparecían ocupadas y defendidas por tropas de infantes y de caballos; el grueso de la caballería, repartido en dos divisiones iguales, cubría los flancos ó vertientes de las colinas al Oriente y al Occidente. El campo estaba defendido por once piezas de artillería, que eran las que arrastraba consigo el ejército. Por delante de las colinas formaba el Ysli un nuevo recodo que las servía de foso, aunque entre ellas y el álveo del río quedaba una llanura algo extensa. La infantería de los marroquíes era muy escasa y compuesta de algunos grupos desorganizados; la caballería pasaba de veinticinco mil hombres, según se dice, y eran las verdaderas tropas del imperio. En cuanto al número de los franceses, excedía poco de doce mil hombres; los ocho mil quinientos de infantería, y los otros de caballería regular é irregular, con diez y seis piezas de artillería, cuatro de ellas ligeras. No bien los divisó Muley-Mohamed, cuando mandó á varios escuadrones de caballería que fuesen á disputarles el paso del Ysly, que habían de ejecutar de nuevo para llegar al campo. Bugeaud, al notarlo, envió algunas bandas de tiradores escogidos, que por la certeza de sus tiros y disparos obligaron á los contrarios á desalojar la orilla opuesta. El ejército francés pasó entonces y marchó sobre las colinas. Al verle en la mitad del llano que se extendía al pie de ellas, Sidi-Mohamed mandó salir contra ellos la inmensa caballería que cubría sus flancos. Al punto los batallones franceses forman cuadros, de manera que todos sus cuatro frentes pudiesen responder al enemigo; en los ángulos de los cuadros presentaba sus temibles bocas la artillería, y cincuenta pasos adelante parejas de tiradores esperaban la carga. La caballería y las piezas ligeras y el estado mayor se mostraban como antes, á la cabeza de la formación y en el punto más avanzado hacia las colinas. Al llegar la caballería marroquí fué detenida un tanto por el fuego mortífero de los tiradores avanzados; no obstante, siguen la carga los jinetes más esforzados y algunos llegan á tocar la línea de los tiradores; pero éstos se arrojan repentinamente en el suelo, y los frentes de los cuadros abren entonces el fuego de su terrible artillería. De cuando en cuando la artillería de los ángulos salía algunos pasos adelante y lanzaba de muy cerca la metralla sobre aquellas apiñadas masas de caballería. Sostuvieron el combate los marroquíes con gran valor por algún tiempo, pero era inútil; los fuegos de los soldados á caballo no causaban daño alguno á los franceses; no tenían lanzas ni organización militar que hiciese temible el empuje de la caballería; caían sin defensa los más valientes, y cada instante se señalaba con horribles pérdidas entre sus filas. Entró, pues, el desorden al cabo, y comenzaron los jinetes á desbandarse por uno y otro lado. Bugeaud, que en el ínterin estaba cañoneando las colinas, en cuya cima se miraba á Sidi-Mohamed, que desde allí dirigía la acción, viendo el desconcierto de la caballería enemiga, vuelve contra ella sus cuatro piezas ligeras, y cogiéndola entre dos fuegos, acaba de ponerla en fuga. Entonces la caballería francesa carga por tres partes á un tiempo y completa la derrota de los ya desordenados marroquíes. Los que fueron por el centro tomaron las colinas, y arrojándose en seguida sobre el campamento, se apoderaron de él á pesar de la desesperada resistencia de sus defensores. Los de los costados, hallando partida en dos á la caballería enemiga, fácilmente pudieron arrollarla. Sidi-Mohamed llama á sí los fugitivos, y logra formar todavía á la izquierda del Ysli gruesos escuadrones; algunos cuerpos de caballería francesa que se adelantaron demasiado, se encuentran gravemente comprometidos; pero los vencedores avanzan, su artillería vuelve á lanzar la metralla sobre los indefensos contrarios, su caballería amaga una carga, y entonces, sin más poderlos contener el príncipe, se pone en desordenada retirada todo el ejército marroquí, los unos hacia las montañas, los otros por el camino de Teza. Fué insignificante la pérdida de los franceses, que no sufrieron apenas el fuego del enemigo ni pudieron ser alcanzados por su caballería. Más considerable fué la de los marroquíes, aunque no se les pudo seguir el alcance. La nueva de este suceso, que sólo podía ser inesperado con un absoluto desconocimiento del arte de la guerra, llenó de dolor, pero no desesperó un punto á Muley-Abderraman. Pronto á luchar todavía, y confiado en romper entre los montes y yermos del país á los franceses más tarde ó más temprano, comenzó á juntar nuevas tropas y á preparar nuevos pertrechos y armas. Pero en esto llegaron mensajeros de parte de los franceses pidiéndoles la paz. Ofrecían evacuar á Ugda y todo lo que habían ocupado en el territorio marroquí, con tal de que Muley-Abderrahman se comprometiera á internar á Abd-el-Kader en alguna provincia remota ó á expulsarle del imperio, y á no hostilizar á la Francia. El sultán había ya conocido que sus fuerzas no bastaban para conquistar la Argelia, y que para tal empresa no podía contar con ayuda alguna de los ingleses. Prestó, pues, oído á los tratos, y por medio del bajá Sidi-Bushilan, se ajustaron las paces en Septiembre de aquel año de 1844, sin que exigiesen siquiera indemnización de guerra los franceses, porque, según se dijo entonces en aquel país, «era bastante rica la Francia para pagar su gloria».

En el mismo año en que se hizo esta paz terminaron las diferencias del imperio con Dinamarca, Suecia y Holanda. Pretendían estas naciones eximirse definitivamenta del tributo que tenían costumbre de pagar al imperio para librar de las piraterías de los moros sus naves mercantes, y apoyaron su pretensión enviando á las vecinas costas algunos buques de guerra; pero todo se arregló pacíficamente por mediación de la Inglaterra, y porque realmente el sultán no tenía recursos marítimos para exigir por fuerza la continuación del tributo. Mayor importancia parecía tener la diferencia que casi al mismo tiempo que la francesa surgió con España. Llevaba ésta con paciencia que el tratado de 1799 no se cumpliese por parte de los marroquíes en ninguna de sus cláusulas; había sufrido que desde 1837 tuviesen usurpado los moros el campo de Ceuta, impidiendo que los ganados de la plaza disfrutasen de él, según la costumbre antigua; y los buques españoles en las costas de Melilla, el Peñón y Alhucemas, habían sido más de una vez acometidos y saqueados por los rifeños, sin que se diese por nuestra parte señal de sentimiento alguno. Verdad es que el despego de las cosas de África había llegado á punto que no faltó quien creyese que debían abandonarse nuestros presidios en aquella costa, sobre todo los menores; pensamiento indicado durante el siglo anterior por el famoso vencedor de Cabo Sicié D. Juan José Navarro, y que en la época de 1820 á 1823 volvió á reproducirse, marchando un comisionado español á Tánger con tal propósito[8]. Pretendíase entonces que el sultán diera á cambio de los presidios menores, que se tenían por inútiles, alguna extensión de territorio por la parte de Ceuta y alguna indemnización en metálico. Desde que la Francia se posesionó de Argel, no debió haber ya ningún hombre de previsión política en España que pensase en la evacuación de Melilla, el Peñón de Vélez y Alhucemas; pero no por eso pudo cuidarse de ponerlos más á salvo que estaban de las hostilidades de los moros. Sólo había sonado en España durante la última guerra civil el nombre de los presidios de África, cuando en ellos tuvo lugar aquella insensata rebelión carlista que pudo arrancarlos impensadamente á nuestro dominio. En tal punto las cosas, fué cuando sobrevino en 1844 la diferencia de que hablamos. Ejercía las funciones de vicecónsul español en Mazagán un hebreo, de nombre Víctor Darmon, nacido en Marsella, de padre tunecino y madre francesa, más bien á título de honor, que porque realmente desempeñase función alguna. Darmon, dedicado al comercio, se indispuso con el bajá ó gobernador del distrito Haggi-Muza-ben-Mohammed-el-Gerbí, con los naturales y con sus mismos correligionarios por sus costumbres un tanto ligeras y poco vistas en África. Un día que Darmon se ausentó de Mazagán con ánimo de salir al encuentro del Haggi-Muza, fueron en su seguimiento algunos moros recelosos de sus intenciones, y originándose algún altercado entre el vicecónsul y ellos, se disparó por casualidad á lo que parece la escopeta de dos cañones que aquél traía consigo, ocasionando á uno de los africanos la muerte. Mandó entonces el bajá que se prendiese á Darmon, y á pesar de las protestas de los agentes extranjeros, y violando la casa del vicecónsul sardo, donde había tomado asilo, fué cargado de cadenas y metido en una mazmorra. Dio parte luego Muza con maliciosas observaciones al sultán, el cual ordenó que inmediatamente se le diese muerte; y representándole el mismo Muza que era agente de España, contestó: «Que él no ignoraba tal calidad, y que aunque hubiera sido cónsul general, debiera haberse cumplido sin tardanza la sentencia»[9]. Sucedía esto á principios de 1844, y la España no se hallaba realmente á la sazón en el caso de castigar aquella arrogancia. Jamás el encono de los partidos políticos había llegado entre nosotros á tan alto punto como llegó entonces. Había prometido, sin embargo, uno de los más autorizados jefes del partido que en 1843 entró á gobernar nuestra patria, que vengaría la afrenta, tomando, después de expulsado el Regente del Reino, cuarteles de invierno en África; pero sólo fué aquella una frase vana. Dispúsose, es cierto, la formación en Algeciras de un cuerpo de tropas, pero tan reducido, que sólo llegó á contar tres ó cuatro mil hombres, con algunas piezas de montaña, al mando del general Villalonga, hoy marqués del Maestrazgo. Dióse prisa á intervenir la Inglaterra en la contienda, y el gobierno español no pudo ni quiso entonces contrarrestar su influjo. Hubo, pues, que pasar por la vergüenza de admitir en Larache un convenio que á 6 de Mayo de 1845 firmaron el mismo Sidi-Busilhan-ben-Alí, que ajustó el tratado con Francia por parte de Marruecos, D. Antonio de Beramendi y Freiré, cónsul general de España, y el cónsul inglés Drummond Hay, como mediador entre ambas potencias independientes. No está impreso ni lo merece este tratado; triste ejemplo por cierto de la decadencia á que puede llevar á las naciones el espíritu de discordia, y de-lo que logran aunados contra su patria los revolucionarios desatentados y los gobiernos intransigentes que no pueden ó no saben contar con el apoyo de la opinión pública, en sus legítimas aspiraciones. Reducíase por parte de los moros el convenio á ofrecer algo para no cumplir nada y á dejar el asesinato del vicecónsul español sin castigo. Sólo salió, pues, con honra de aquel trance la mujer de Darmon , porque, como conviniesen los marroquíes en entregar por desagravio y precio de la sangre derramada la cantidad de 5.000 reales, ella se negó obstinadamente á recibirlos. Si España estimaba en tan poco la sangre de sus servidores por aquel tiempo, la esposa supo mostrarse más digna. La única señal de vida que hasta fines de 1847 dio luego España en la vecina costa africana, fué la ocupación de los islotes peñascosos llamados las Chafarinas, que en aquel mismo año fué á efectuar en persona el general Serrano y Domínguez, que desempeñaba entonces la Capitanía general de Granada, por temor de que se anticipasen á ocuparlos los franceses.

Estuvo en paz con éstos Marruecos hasta 1851, en que nuevas y graves dificultades se suscitaron entre el sultán y el entonces presidente de la república francesa. Los moros de Salé, fieles á sus antiguas costumbres, robaron un buque francés y atropellaron luego la casa del cónsul, que pidió satisfacción del hecho. El almirante Dubordieu, con un navio y tres vapores, se presentó de improviso delante de aquel puerto el 25 de Diciembre, y exigió una indemnización de 200.000 francos y el castigo de algunos culpables. Ya iban á empezar á bombardear la plaza, cuando los saletinos propusieron algunas dilaciones, y fué fortuna para los franceses, porque las alteraciones de aquel peligroso mar habían puesto á sus buques en una posición poco ventajosa. Al día siguiente se deshicieron los tratos; y roto el fuego á las diez de la mañana, fué vigorosamente contestado por los marroquíes hasta las tres y media de la tarde, en que todos sus cañones quedaron desmontados. Desde aquella hora bástalas cinco y media, los buques franceses bombardearon impíamente á la ciudad, que fué totalmente incendiada. Lo extraño del caso es que desde la vecina plaza de Rabat apenas hostilizaron á los franceses, á pesar de ver tan maltratados á sus hermanos, cuando entre unos y otros, obrando de consuno, pudieran haber puesto en notable aprieto á la escuadra. Trató el almirante francés con los de Rabat una neutraulidad, que no sabemos en qué pudiera justificarse. En seguida la escuadra amagó un nuevo ataque sobre Tánger; pero las autoridades marroquíes cedieron á cuanto se les exigía, y no tuvo lugar el hecho. En cuanto el sultán tuvo noticia de tales acontecimientos, obrando con su ordinaria energía, desaprobó la conducta de sus autoridades en el litoral, é hizo avanzar hacia las ciudades amenazadas considerables cuerpos de tropas. La guerra parecía otra vez inminente, cuando los consejos de los ingleses ó su propia prudencia inspiraron al fin al sultán menos belicosas ideas, y cambiándose mutuas satisfacciones, se conservó la paz entre las dos potencias. Pero al mismo tiempo que sucumbían los marroquíes á las exigencias de los franceses, que habían sabido hacerse respetar de ellos, sus hostilidades á España, y contra Melila especialmente, crecían de día en día. No contentos con haber usurpado los antiguos límites de esta plaza, lo mismo que los de la de Ceuta, molestaban continuamente con disparos de cañón á aquella guarnición y moradores, que en vano empleaban para escarmentarlos el cañón y mortero, según las estipulaciones del tratado vigente todavía. Creóse á fines de 1847 una Capitanía general de África en Ceuta, y al año siguiente se organizaron dos batallones ligeros, compuestos de voluntarios, con destino á las guarniciones de África, y dos escuadrones de caballería ligera con la propia forma y objeto, por manera que hubo razón para esperar mayor energía y más eficacia en lo sucesivo respecto de las cuestiones con tanta frecuencia suscitadas en la costa vecina. Fueron nombrados capitán general D. Antonio Ros de Olano, segundo cabo D. Antonio Ordóñez, y gobernador de Melilla el general D. Ignacio Chacón, todos ellos soldados de buen nombre. No suspendieron por eso sus hostilidades los moros de Melilla. A castigarlos salió de la plaza el general Chacón en Junio de 1849 al frente de setecientos infantes y un escuadrón de caballería, y en tres columnas acometió á los moros en sus ataques ó posiciones contra la plaza, matándoles más de cien hombres y destruyéndoles el cuartel llamado de Santiago, y los parapetos y municiones que tenían preparados. Pero al retirarse á la plaza los españoles, después de cumplido su objeto, fueron vivamente cargados por los moros, y éstos, lejos de desanimarse con aquel ataque, cobraron nuevo aliento tomando por triunfo de sus armas lo que era necesidad indeclinable de la guarnición, destinada sólo á conservar la plaza. Por su parte el general Ros de Olano destruyó con su lealtad el proyecto concebido por algunos intrigantes extranjeros para apoderarse de Ceuta y su castillo de la Almina, durante las revueltas que en aquel año de 1848 azotaron á Europa y á España misma. Poco después dejó el general Ros á Ceuta, y aunque por de pronto tuvo sucesor, no tardó en ser aquella Capitanía general suprimida, y suprimidos también los cuerpos especiales creados para la defensa de las posesiones de África. Hubo, sin embargo, en Agosto de 1849, momentos en que parecía el gobierno español resuelto ya de todo punto á emprender alguna expedición al África. Los moros seguían hostilizando á Melilla, y aunque el cabo de Benisidel, que era el más temible de sus caudillos, se prestó á entrar en tratos con el general Chacón, no tenían éstos, al parecer, otro objeto sino apoderarse alevemente de su persona y sorprender acaso la plaza. El gobierno de aquella época era más fuerte que los que le habían precedido, y tenía un ejército numeroso y disciplinado; de modo que no parecía inverosímil ni descabellado el propósito. El Heraldo, periódico que casi oficialmente lo representaba, llegó á declarar un día que «decididamente se reunían tropas españolas en Ronda y otros puntos de Andalucía cercanos á nuestras posesiones de África, y que en breve pasarían el Estrecho las fuerzas destinadas á la expedición». Pero ni las fuerzas que se mandaron reunir con efecto eran suficientes para emprender operación ninguna en África, ni aquellas palabras sirvieron para otra cosa que para distraer por algunos días á la opinión pública de las ardientes cuestiones interiores que la agitaban. Continuaron, pues, las cosas como estaban, y los moros con su cañón hostilizando á Melilla, hasta que á principios de 1854 se empezó á organizar una expedición extraña al mando del brigadier de marina Pinzón, comandante general de guardacostas, que ni por su fuerza ni por su organización parecía propia tampoco para lograr con ella efecto alguno en África. Deshízose esta expedición bien pronto con los sucesos políticos de aquel año, y desde 1854 á 1856, los moros fronterizos de Melilla se mostraron más audaces y más intratables que nunca. Fué entonces á mandar en la plaza el brigadier Buceta, soldado de valor sin duda alguna, el cual, no pudiendo sufrir con paciencia los ataques de los moros, hizo varias salidas contra ellos, con frutos semejantes á los que de la salida del general Chacón se habían obtenido. Los moros, aunque ahuyentados de sus ataques y puestos en fuga al principio, cargaban luego sobre la guarnición al retirarse á la plaza, la causaban crecidas pérdidas, y luego se aclamaban como siempre vencedores. Fué á dirigir una de estas pequeñas expediciones en persona el general Prim, que desempeñaba entonces la Capitanía general de Granada, y acompañado del gobernador Buceta, acometió á los moros por dos días seguidos, peleando jefes y soldados con el valor de siempre, mas no con mayor fortuna. Ni era posible alcanzarla cuando tales empresas se acometían con fuerzas que no pasaban de ochocientos á mil hombres entre soldados y presidiarios, y sin artillería; y cuando nada se proponían en ellas los españoles sino pelear durante las horas de sol para volverse al obscurecer á sus cuarteles en la plaza. Tornó, pues, el general Prim á España con el convencimiento de la inutilidad de tales salidas, y poco después se prohibieron formalmente, con grande acierto sin duda, porque en las últimas que se hicieron fueron mayores que nunca nuestras pérdidas por la experiencia que iban adquiriendo los moros, y menores aún que de ordinario las ventajas. De esta suerte volvieron á continuar las cosas como estaban durante algún tiempo, sin otros sucesos notables que la sorpresa venturosa que logró cierta noche uno de los gobernadores de la plaza, apoderándose sin pérdida alguna de uno de los cañones de los moros; y la emboscada en que cayó al querer repetir aquella hazaña un destacamento de presidiarios mandado por el ayudante de la plaza, llamado Alvarez, que quedó cautivo por algún tiempo entre los moros.

Al fin el gobierno, presidido por el conde de Lucena, fijó seriamente su atención en África. Logróse que devolviesen los moros al ayudante cautivo; logróse que el sultán prestase oídos á nuestras reclamaciones, y para apoyarlas se hizo en los primeros meses del pasado año una demostración marítima, que se confió al general don Segundo Díaz Herrera, con siete vapores, los más de ellos de poca fuerza, y destinados á la guarda de las costas. La presencia de esta pequeña escuadra, y las gestiones acertadas del cónsul español en Tánger, don Juan Blanco del Valle, redujeron al sultán á aceptar por primera vez la responsabilidad de los hechos de los moros fronterizos de Melilla y de los demás presidios menores, prestándose á pagar una indemnización conveniente por un buque mercante español, apresado en aquellas costas; y poco después, en 24 de Agosto, el ministro de Relaciones Exteriores del sultán y el cónsul general de España firmaron en Tetuán un convenio relativo á las plazas del Peñón, Alhucemas y Melilla, por el cual se extendían los límites de ésta al alcance del cañón de veinticuatro, y se señalaba luego desde los límites un ancho campo neutral, á fin de separar á los españoles y moros, y quitar la ocasión de las hostilidades. Para que el convenio tuviese cumplimiento en este punto, el sultán se comprometió además á tener constantemente en el confín del campo neutral una guardia de moros de rey, ó soldados regulares, que reprimiera á las feroces cabilas rifeñas. Pero antes de firmarse este ventajoso convenio, había nacido otra ocasión de discordia harto más grave, y que ha tenido tristes consecuencias para el imperio. El gobierno español había proyectado, para asegurar más á Ceuta, construir tres fuertes aislados, el uno al frente, y los otros dos dominando las ensenadas que se forman á ambos lados de la plaza; y á principios de Agosto se comenzó á edificar un cuerpo de guardia en el sitio llamado ataque de Santa Clara, con el fin de proteger los trabajos cuando se empezasen, y vigilar sobretodo á los presidiarios que se habían de emplear en ellos. En la noche del 10 de aquel mes los moros de la vecina tribu de Anghera destruyeron la obra empezada, arrancando y deshaciendo la garita en que se situaba el centinela de caballería de la compañía de lanzas, sobre la altura llamada del Otero. Siguióse á esto una protesta de los moros contra el proyecto de fortificar el campo, que consideraban suyo; y llenos de soberbia con la impunidad pasada, derribaron los pilares que señalaban la línea divisoria, echando por tierra las armas de España que ellos sostenían. Salió la guarnición de Ceuta, que mandaba el brigadier Gómez Pulido, y repuso solemnemente las armas en su lugar; pero fueron derribadas de nuevo durante la noche. En el ínterin, apenas tuvo noticia de la ocurrencia, dirigió el cónsul general D. Juan Blanco del Valle una nota al ministro de Negocios Extranjeros del sultán, residente en Tánger, reclamando satisfacción; y el ministro pidió un plazo para la respuesta. Pero los moros redoblaron al propio tiempo sus insultos, y el gobernador de la plaza, por evitarlos, suspendió las obras comenzadas, dando cuenta al gobierno. Ya habían hecho los moros fuego á la plaza, y había tenido lugar una pequeña escaramuza; ya el gobierno español había mandado reforzar con algunos cuerpos escogidos la guarnición de Ceuta; ya estaba resuelta la formación de un ejército de observación para apoyar de verdad nuestras quejas, cuando la muerte del viejo sultán vino á aplazar un tanto las negociaciones y las medidas de represión que disponía España. Muley Abderrhaman, aquejado tiempo había de una enfermedad, que la falta de medicación oportuna hizo más penosa de lo ordinario, murió en Mequinez de los Olivares á 29 de Agosto del propio año de 1859, contando á la sazón ochenta y uno de edad y treinta y siete de reinado.

Era este sultán afable como el que más de sus antecesores, y en cambio no afeaban su conducta la mayor parte de los vicios que son comunes á los de su nación y de su ley. Durante sus últimos años disfrutó de una tranquilidad completa el imperio, gracias á su prudencia y su justicia. Sus hijos no le habían dado disgusto alguno, cosa rara en la historia del imperio. Sus vasallos le habrían llorado mucho á no haber sobrevenido sucesos que distrajeron su atención profundamente de los objetos pasados, para no pensar más que en los presentes. La muerte de Muley-Abderrhaman coincidió, como sabemos, con el tantas veces aplazado cumplimiento de las amenazas de España.




  1. Breve noticia de la vida de Ali-bey, que precede á la edición de sus viajes. Tomo iv. Madrid, 1836.
  2. Cuenta dada de su vida política, por D. Manuel Godoy, Príncipe de la Paz. Tomo iv. Madrid, 1837.
  3. Viajes de Ali-bey-el-Abassi, antes citado.
  4. Cuenta dada de su vida política, por D. Manuel Godoy, etc. Obra antes mencionada.
  5. Véanse algunas de las cartas en el Apéndice al tomo iv de la Cuenta dada, etc., del Príncipe de la Paz.
  6. Todos los detalles de esta guerra civil están tomados del Spechio Statitico, del conde Graberg de Hemsoó, digno de crédito en ellos, porque pertenecen al tiempo de su residencia en Marruecos.
  7. Todos estos hechos están tomados de los documentos oficiales publicados por el gobierno francés en aquella época.
  8. En 14 de Febrero de 1811 se empezó á tratar de la cesión de los presidios menores. Véase la Memoria de Comyn.
  9. Véase el Manual del oficial en Marruecos, varias veces citado.