Atalaya de la vida humana/Libro II/V

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IV
Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
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Sayavedra halla en Milán a un su amigo en servicio de un mercader. Guzmán de Alfarache les da traza para hacerle un famoso hurto

Atento, entretenido y admirado me trujo Sayavedra esta jornada; y tanto, que para las más que faltaban hasta Milán, siempre hubo de qué hablar y sobre qué replicar, porque [se] me hizo grande contradición y dificultoso de creer que hombres nobles, hijos de padres tales, permitan dejarse llevar tan arrastrados de sus pasiones, que, olvidado el respeto debido a su nobleza, contra toda caridad y buena policía, sin precisa necesidad hagan bajezas, quitando a otros la hacienda y honra. Que todo lo quita quien la hacienda quita, pues no es uno estimado en más de lo que tiene más.

Decía yo entre mí: «Si a este Sayavedra, como dice, lo dejó tan rico su padre, ¿cómo ha dado en ser ladrón y huelga más de andar afrentado que vivir tenido y respetado? Si se cometen los males, hácese por la sombra que muestran de bienes; empero en el padecer no hay esperanza dellos.»

Luego revolvía sobre mí en su desculpa, diciendo: «Saldríase huyendo muchacho, como yo.» Representáronseme con su relación mis proprios pasos; mas volvía, diciendo: «Ya que todo eso así es, ¿por qué no volvió la hoja, cuando tuvo uso de razón y llegó a ser hombre, haciéndose soldado?»

También me respondía en su favor: «¿Y por qué no lo soy yo? Veo la paja en el ojo ajeno y no la viga en el mío. ¡Donosa está la milicia para que se aficionen a ella! ¡Buena paga les dan, bien lo pasan para que olvide un hombre su regalo y aventure su vida en ella! Ya todo es mohatra: mucho servir, madrugar y trasnochar, el arcabuz a cuestas, haciendo centinela todo el cuarto en pie y, si es perdida, en dos, y sin bullirlos de donde una vez los asentaren, lloviendo, tronando y venteando. Y cuando a la posada volvéis, ni halláis luz con que os acostar, lumbre con que poderos enjugar, pan que comer, ni vino que beber, muertos de hambre, sucios y rotos.»

No le culpo. Empero a su hermano mayor, el señor Juan Martí o Mateo Luján, como más quisiere que sea su buena gracia, que ya tenía edad cuando su padre le faltó para saber mal y bien, y quedó con buena casa y puesto, rico y honrado, ¿cuál diablo de tentación le vino en dejar su negocio y empacharse con tal facilidad en lo que no era suyo, querer quitar capas?

¡Cuánto mejor le fuera ocupar su persona en otros entretenimientos! Era buen gramático: estudiara leyes, que más a cuento y fácil fuera hacerse letrado. ¿Piensan por ventura que no hay más que decir «ladrón quiero ser» y salirse con ello? Pues a fe que cuesta mucho trabajo y corre peligro. Demás que no sé yo si en los Derechos hay más consejos o tantos cuantos ha menester un buen ladrón. Pues ya, si hay dos o se juntan en un lugar y a la porfía y quiere alguno correr tras el otro que se ha llevado tras de sí la voz y fama de todo el cacoquismo y germanía, por mi fe que le importa, y no poco, apretar los puños mucho.

Que, con parecerme a mí, como era verdad, que con cuanto me había contado Sayavedra era desventurada sardina y yo en su respeto ballena, con dificultad y apenas osara entrar en examen de licencia ni pretender la borla. Y él y su hermano pensaban ya que con sólo hurtar a secas, mal sazonado, sin sabor ni gusto, que podrían leer la cátedra de prima.

Pensaron que no había más que hacer de lo que dijo un labrador, alcalde de ordinario en la villa de Almonací de Zurita, en el reino de Toledo, habiendo hecho un pilar de agua donde llegase a beber el ganado, que, después de acabado, soltaron la cañería en presencia de todo el concejo y, como unos dicen «alto está» y otros «no está», se llegó el alcalde a beber y, en apartándose, dijo: «Pardiós, no hay más que hablar, que, pues yo alcanzo, no habrá bestia que no alcance.» Como debieron de ver algunos ladroncillos de pan de poya, se les haría fácil y dirían que también alcanzarían como los otros. Pues yo doy mi palabra que, a tal pensamiento, se les pudiera decir lo que otro labrador, también cerca de allí en la Mancha, dijo a otros dos que porfiaban sobre la cría de una yegua. El uno dellos decía «jumento es», y el otro que no, sino muleto. Y llegándose a mirarlo el tercero, cuando hubo bien rodeado, y mirándole hocico y orejas, dijo: «¡Pardiós, no hay que rehortir, tan asno es como mi padre!»

Quien se preciare de ladrón, procure serlo con honra, no bajamanero, hurtando de la tienda una cebolla y trompos a los muchachos, que no sirve de más de para dar de comer a otros ladrones, haciéndose sus esclavos de jornal, y, si no les pecha, lo ponen luego en percha. No hay hacienda ni espaldas que lo sufran; diz que por tan poco ha de arrestarse tanto. Por una saya, por dos camisas...: quien camisas hurta, jubón espera. Haga lo que decía Chapín Vitelo, aquel valerosísimo capitán: «El mercader que su trato no entienda, cierre la tienda.»

Pero dejemos agora estos ladrones aparte y vuelvo a mí, que, con poderme oponer a la magistral, ya lo tenía olvidado y no se apartaba entonces el miedo de a par de mí. Todo quiere curso. Había mil años que ni tomaba lanceta ni hacía sangría; tenía ya torpe la mano, no atinaba con la vena. No hay tal maestro como el ejercicio. Que, si falta, el mismo entendimiento se hinche de moho y cría toba.

Cuando en Milán entramos, anduvimos de vacaciones aquellos tres o cuatro días, que no me atreví a jugar por no hacerlo con gente de milicia, que juegan siempre con mucha malicia. Todos o los más procuran valerse de sus ventajas. Yo no podía usar de las mías ni me las habían de consentir, y yo por fuerza se las había de consentir. Aventuraba con ellos a ganar poco y a perder mucho. No quise más que dar una vuelta por la tierra, viendo su trato y grandeza, y luego pasar adelante.

Con esta determinación me andaba paseando todo el día de tienda en tienda, viendo tantas curiosidades, que ponía grande admiración, y los gruesos tratos que había en ellas, aun de cosas menudas y poco precio.

Estando un día en medio de la plaza, se llegó a Sayavedra un mozo bien tratado y de buena gracia, en sus acentos y talle fino español; mas como los tenía por las espaldas no pude ver ni entender por entonces más de que se hicieron un poco a lo largo de mí, donde a solas por grande rato hablaron. Que no me dejó de poner cuidado pensar qué pudieran estar con tanto secreto tratando, no habiéndose visto, a mi parecer, ni hablado antes. Mas por no romper la plática hasta ver en lo que paraba, estúveme quedo y advertido si de allí escapasen acudir yo con tiempo a la posada y llegar primero, antes que me mudasen.

Siempre los tuve a el ojo, sin hacer alguna mudanza, en cuanto no la hiciesen ellos. Porque consideraba: «Si lo llamo y después le quiero preguntar por lo que trataban, habrá tenido Sayavedra ocasión para componer lo que quisiere, diciendo que por haberlo llamado no acabaron la plática en que estaban.»Así, por mejor satisfacerme, tuve por bueno tardarme allí algo más, dejándoles el campo franco, pues no hacía mi dilación en otra parte falta.

Ya cuando fue hora de comer, el mozo se despidió para irse y yo quise hacer lo mismo, que aún todavía estaba en pie mi sospecha. Como Sayavedra no me habló palabra ni yo a él, siempre truje comigo aquel recelo y no con poco cuidado de alguna gatada. Que la sospecha es terrible gusano del corazón y no suele ser viciosa cuando carga sobre un vicioso; pues, conforme a las costumbres de cada uno, se pueden recelar dél. Mas, como el deseo de las cosas hace romper por las dificultades dellas, aunque quisiera callar no me pude sufrir sin preguntarle quién aquel mozo fuese y de qué había salido el trunfo para plática tan larga. Cuando acabamos de comer y quedamos a solas, díjele:

-Aquel mancebo desta mañana me parece haberlo visto en Roma. ¿Por ventura llámase Mendoza?

-No, sino Aguilera -me respondió Sayavedra-, y muy águila para cualquiera ocasión. Es un muy buen compañero, también cofrade, y una de las buenas disciplinas de toda la hermandad y ninguna mejor llaga que la suya. Es de muy gentil entendimiento, gran escribano y contador. Muchos años ha que nos conocemos. Habemos peregrinado y padecido juntos en muchos muy particulares trabajos y peligros. Y agora me quería meter en uno, que nos pudiera ser de grandísima importancia, o por nuestra desventura dar con el navío al través, que a todo daño se pone quien trata de navegar, pues no está entre la muerte y vida más del canto de un traidor cañuto.

Dábame cuenta cómo llegó a esta ciudad con ánimo de buscar la vida como mejor pudiera, mas que, para no engolfarse sin sondar primero el agua, que había buscado un entretenimiento que le hiciese la costa sin sospecha para que a dos días lo prendiesen por vagabundo, y que asentó con un mercader de aquesta ciudad, que lo recibió en su servicio por su buena pluma, y ha más de un año que le sirve con toda fidelidad, esperando darle una coz a su salvo, como lo hacen las mulas al cabo de siete. Decíame que asentásemos compañía para hacer una empanada en que tuviésemos que comer para salir de laceria; mas no me pareció cosa conveniente: lo principal por hallarme tan acomodado a mi gusto, y demás desto para mudar estado es necesaria mucha consideración. Con poco no podíamos contentarnos y con mucho era imposible salir bien, por la mala comodidad que teníamos. Aquí no había donde poder estar secretos cuatro días, ni huyendo caminar seguros que a cuatro pasos no nos volviesen presos y nos dejasen los pescuezos de más de la marca, sin quedar las personas de provecho. Estuvimos dando y tomando trazas, empero ninguna de provecho ni a propósito. Que, cuando los fines no se pueden conseguir, son los medios impertinentes y los principios temerarios. Así se apartó de mí, por no hacer a su amo falta, ya que nuestra plática no podía ser de provecho.

Ni esto que me dijo me dejó seguro, ni dejé de darle crédito, por parecerme cosa que pudo ser. Pedí la capa y salimos de casa con determinación de dar una vuelta por el campo. Y aunque lo más de la tarde tratamos de otras cosas, nunca se me apartó de la imaginación mi tema.

En ella iba y venía, pensando entre mí: «Aun, si quisiese aqueste asegurarme y me diese un cabe que pasase la raya, ¿de quién me podría quejar, sino de mi necedad? Porque una bien se puede disimular; pero a dos, echarle a quien las espera una gentil albarda. ¿Qué seguridad puedo yo tener deste? Que nunca buena viga se hizo de buen cohombro. El que malas mañas ha, tarde o nunca las perderá. Y ésta será la fina, darle a el maestro cuchillada, sobre buena reparada.»

Mas, aunque siempre tuve los ojos en la puerta, nunca me faltaron las manos de la rueca. Hecho estaba un Argos en mi negocio y otro Ulises para el suyo, trazando cómo -si me había dicho verdad- poder ayudarlos a lo seguro de todos, en caso que fuese negocio de consideración para salir de laceria. Que meter costa en lo que ha de ser de poco provecho es locura. Los empleos hanse de hacer conforme a las ganancias; que ponerse un hombre a querer alambicar su entendimiento muchas noches en lo que apenas tendrá para cenar una no conviene.

Mas, porque por ventura pudiera ser viaje de provecho y echar algún buen lance, cuando a dormir volvimos a casa y vi suspenso a Sayavedra, le dije:

-Paréceme que te robas por lo que no robas; inquieto te trae mucho el dinero del mercader. ¿Es por ventura lo que pensabas alguna traza de las de Arquimedes? Pues a fe que conozco yo un amigo que no hiciera mal tercio en el negocio, si fuese gordal y de sustancia.

-¿Cómo gordal y de sustancia? -respondió Sayavedra-. De más de veinte mil ducados. Paño hay para cortar y trazar a nuestra voluntad, como quisiéremos.

Yo le dije:

-Como no se corte de manera que dél nos hagan lobas, bien me parece; mas pues tan pensado lo tienes, que no es posible no habérsete asentado alguna invención, ¿qué resulta de todo que algo valga?

-¡Pardiós, nada! -me respondió Sayavedra-. No acierto con la esquina. Tanto ha que huelgo, que ya con el ocio ha criado el entendimiento sangre nueva y está lleno de sarna. Mil veces comienzo con el trote y a dos galopes me canso: todo lo hallo malo.

Entonces le volví a decir:

-Pues tan importante negocio es, como dices, ¿qué parte me querréis dar por que os quite los cuidados y salgáis con vuestra vitoria?

Él me dijo:

-Señor, la mía y mi persona somos de Vuestra Merced. Con Aguilera se ha de tratar, por lo que le toca y, hecho el concierto con él, acabado es el cuento: con todos está hecho.

-Pues -díjele- vete a buscarlo y procura verlo, sin que de su casa te vean, y dile que nos veamos cuando tuviere lugar, que poco se perderá en que me conozca, si ya le conozco.

Hízolo así. Enviólo a llamar con un papel secretamente y, cuando nos juntamos, le pregunté por menudo las calidades, costumbres y trato de su amo, qué hacienda tenía, en qué, dónde y en qué monedas y debajo de qué llaves.

Comenzóme a hacer su plática en esta manera:
-Señor, ya Sayavedra tiene dada relación de mí a Vuestra Merced, y sabrá que soy calafate zurdo, un pobreto como todos. Y, aunque conozco que con menos ingenio hay millares muy ricos en el mundo, también he visto con éstos a otros más hábiles ahorcados, no siendo yo el que menos lo ha merecido, de que doy a Dios infinitas gracias. Puede haber poco más de un año -que es el tiempo que ha que resido en esta ciudad- que sirvo a un mercader de harto trabajo, y de cuatro meses a esta parte soy su cajero. Tengo los libros en mi poder; empero los dineros están en el suyo. Amo y temo. No acabo de resolverme cómo hacerle un salto que no me deje después en el aire. Que para poco y malo, menor mal es pasar adelante con mi buen trato. Y si fuese mucho, querríalo gozar mucho. Helo comunicado con Sayavedra; porque para estos casos no hay hombre que pueda solo, para que por allá, entre personas de quien se pueda fiar, pues tiene tantos amigos, lo trate con alguno dellos. Que como son varios los entendimientos, cada cual discurre como mejor sabe, y algunas veces acontece dormitar Homero y salir las trazas buenas. Y cuando anoche recebí su papel enviándome a llamar, sospeché que no sería en balde, que ha mucho que lo conozco y nunca se suele armar sino a cosa señalada. Creo, si acaso le hallamos vado, que habemos de hacer un gentil negocio, de que nos ha de resultar mucho bien. Lo que de su hacienda con verdad puedo afirmar, como quien tan bien lo sabe, por haberlo visto, es que valen las mercaderías que hoy tiene de las puertas adentro de su casa para dar a solo mohatras, más de veinte mil ducados. Y desto me da las llaves muchas veces, por la confianza grande que de mí tiene. Demás que bien sabe que no me tengo de cargar las balas a cuestas, para llevárselas con lo que tienen. Lo que hay encerrado dentro en dos cofres de hierro, en todo género de moneda, pasan de quince mil, y en el escritorio de la tienda encerró, habrá doce días, un hermoso gato pardo rodado, tan manso y humilde como yo. No con ojos encendidos, no rasgadoras uñas ni dientes agudos; antes embutido con tres mil escudos de oro, en rubios doblones de peso de a dos y de a cuatro, sin que intervenga ni sólo un sencillo en ellos. Los cuales apartó y puso allí para dar a logro a cierto mercader que se los pide por seis meses, y no se los quiere dar por más de cuatro, con el cuarto de ganancia, de que le ha de hacer más la obligación por contado. Es hombre del más mal nombre que tiene toda la ciudad y el peor quisto de toda ella. No hay quien bien lo quiera ni a quien mal no haga. No trata verdad ni tiene amigo. Trae la república revuelta y engañados cuantos con él negocian. Tengo por cierto que de cualquiera daño que le viniese, sin duda sería en haz y en paz de todo el pueblo. Ninguno habría que no holgase dello.

Con esto juntamente me dijo cómo se llamaba, dónde vivía, el escritorio a qué mano estaba y el gato en qué gaveta. Hízome tan buena relación, que a cierra ojos pusiera las manos encima dello. Preguntéle si habría dificultad en hacer una impresión de llaves. Díjome que muy fácilmente, porque las tenía todas en una cadenilla, con las de los almacenes de mercaderías y cofres de hierro, las cuales de ordinario le daba para sacar lo que pedía; empero que, como era tan avariento y miserable, lo hacía de modo que no las perdía del ojo.

Holguéme de saber que había facilidad en lo más dificultoso y díjele:

-Pues lo primero que habemos de poner en tabla para nuestro negocio ha de ser eso: traerme los moldes en cera, para que yo los vea y me prevenga de otras, mandándolas luego hacer. También será necesario estar de acuerdo en lo que se ha de hurtar por lo presente, y sea de modo que no asombre, siendo en demasía, ni tan poco que deje de sernos de provecho, y lo que dello ha de haber cada uno de nosotros.

En cuanto a el hurto nos resolvimos en que fuesen los tres mil escudos del gato, y en lo demás anduvimos a tanto más tanto, como si fueran ovejas las que se vendían, hasta que dije:

-De aqueste dinero, si se hubiese de hurtar lisamente, a todo riesgo de horca y cuchillo, natural cosa es que cual el peligro tal había de ser la ganancia, y cabíamos en un tercio por persona, siendo tres los compañeros. Mas, pues habemos de jugar a lo seguro y pasar el vado a pie enjuto, sin que dello por algún modo se me pueda poner culpa ni cargar pena, quedando cada uno con su buena reputación de vida y fama, entero el crédito y sana la nuez, bien mereciera cualquier buen arquitecto su parte ligítima por sólo delinearlo, sin otro algún trabajo. Y ésa quiero llevar yo, conforme a lo cual me pertenece liso un tercio, libre y descargado de todo jarrete, y en los otros dos tercios del remaniente habemos de entrar a la parte, cada uno igual del otro con la suya, quedando en ella todos tres parejos.

En esto se dio y tomó; mas, como mi voto eran dos con el de mi criado y de lo que se trataba no era partición de legítima de padres, quedamos en ello de acuerdo. Trújoseme la cera y, en estando las llaves hechas y dada la muestra dellas por Aguilera, que ya corría en el oficio, para que a el tiempo de la necesidad no nos hiciesen caer en falta, le dije una noche que por la mañana quería verme con su amo, que tuviese ojo alerta en lo que allí se hablase para lo que adelante sucediese y que nos viésemos cada noche. Dijo que sí haría y con esto se fue.

Otro día por la mañana fui a la tienda del mercader, y en presencia de Aguilera, su criado, después de habernos hablado de cumplimientos, y saludándonos, le dije:

-Señor mío, soy un caballero que vine a esta ciudad ha pocos días. Vengo a hacer cierto empleo para unas donas, porque trato en mi tierra de casarme; para lo cual traigo poco más de tres mil escudos, que tengo en mi posada. No conozco la gente ni el proceder que aquí tiene cada uno. El dinero es peligroso y suele causar muchos daños, en especial no teniéndolo el hombre con la seguridad que desea. No sé quién es cada cual. Estoy en una posada. Entran y salen ciento. Y aunque me dieron la llave de la pieza, o puede haber dos o acontecerme alguna pesadumbre. Hanme informado de quien Vuestra Merced es, de su mucha verdad y buen término, y véngole a suplicar se sirva y tenga por bien guardármelos por algunos días, en cuanto hallo y compro lo que voy buscando. Que, cuando se ofrezca en qué servir a Vuestra Merced, la que me hará en esto, soy caballero que la sabré reconocer.

El mercader ya creyó que los tenía en el puño y aun agora sospecho que no fueron sus pensamientos otros que los míos: él de quedarse con ellos y yo de robárselos. Ofrecióme su persona y casa, que podía tenerlo todo a mi servicio. Díjome que los mandase traer muy enhorabuena, que allí los guardaría y me los daría cada y cuando, según y de la manera que se los pidiese. Despedímonos con esto, él dispuesto a guardarlos y yo con palabra dada de que luego se le traerían. Mas nunca más allá volví hasta que fue tiempo.

Cuando a casa volvimos yo y Sayavedra, él estaba como tonto, preguntándome que de dónde le habíamos de dar a guardar aquel dinero, y yo, riéndome, le dije:

-¿Luego ya no se lo llevaste?

Rióse de lo que le dije y volvíle a decir:

-¿Qué te ríes? Yo sé que allá lo tiene ya, y muy bien guardado. Dile a tu amigo Aguilera que de hoy en ocho días nos veamos y se traiga consigo el borrador de su amo, que le suele servir de libro de memorias.

En este intermedio de tiempo, que aguardábamos el nuestro, desnudándome Sayavedra una noche, después de metido en la cama y no con gana mucha de dormir, que aún me desvelaban viejos cuidados, díjele:

-Has de saber, Sayavedra, que, habiendo adolecido el asno, hallándose muy enfermo, cercano a la muerte, a instancia de sus deudos y hijos, que como tenía tantos y cada cual quisiera quedar mejorado, los legítimos y naturales andaban a las puñadas; mas el honrado padre, deseando dejarlos en paz y que cada uno reconociese su parte, acordó de hacer su testamento, repartiendo las mandas en la manera siguiente: «Mando que mi lengua, después de yo fallecido, se dé a mis hijos los aduladores y maldicientes, a los airados y coléricos la cola, los ojos a los lacivos y el seso a los alquimistas y judiciarios, hombres de arbitrios y maquinadores. Mi corazón se dé a los avarientos, las orejas a revoltosos y cizañeros, el hocico a los epicúreos, comedores y bebedores, los huesos a los perezosos, los lomos a los soberbios y el espinazo a porfiados. Dense mis pies a los procuradores, a los jueces las manos y el testuz a los escribanos. La carne se dé a pobres y el pellejo se reparta entre mis hijos naturales.» No querría que, diciéndonos éste que robásemos a su amo, nos viniese a robar a nosotros y nos dejase tan desnudos, que nos obligase a cubrir con el pellejo de nuestro testador. Y sería mucha su cordura si nos burlase. Dígolo, porque para la prosecución de nuestro intento y poder salir bien dél, es necesario que de aquellos doblones de a diez, que allí tengo, le diésemos unos pocos hasta diez, que hagan ciento, y no son barro. No querría que, tirándonos un tajo con ellos y buen compás de pies, fuese retirándose poco a poco.

A esto me respondió:

-Si todos quinientos y quinientos mil pusiésemos en su poder, no faltara un carlín de todos ellos en mil años, por ser costumbre nuestra guardarnos el rostro con fidelidad grandísima, y quede a mi cargo el riesgo, para que corra todo por mi cuenta.