Atalaya de la vida humana/Libro II/VI

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Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
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VII

VI

Sale bien con el hurto Guzmán de Alfarache, dale a Aguilera lo que le toca y vase a Génova con su criado Sayavedra

La esperanza, como efectivamente no dice posesión alguna, siempre trae los ánimos inquietos y atribulados con temor de alcanzar lo que se desea. Sola ella es el consuelo de los afligidos y puerto donde se ferran, porque resulta della una sombra de seguridad, con que se favorecen los trabajos de la tardanza. Y como con la segura y cierta se dilatan los corazones, teniendo firmeza en lo por venir, así no hay pena que más atormente que si se ve perdida, y muy poquito menos cuando se tarda.

Cuántos y cuán varios pensamientos debieron de tener mis dos encomendados en este breve tiempo, que como ni les di más luz y los dejé con la miel en la boca, debieron de vacilar y dar con la imaginación más trazas que tiene un mapa, unos por una parte y otros por otra. ¡Cuáles andarían y con qué cuidado, deseando los fines prometidos, que no se les debieron de hacer poco dudosos!

Ya, cuando vieron amanecer el sol del día dellos tan deseado y de mí no menos, y Aguilera me trujo el libro borrador que le pedí, busqué una hoja de atrás, donde hubiese memorias de ocho días antes, y en un blanco que hallé bien acomodado puse lo siguiente: «Dejóme a guardar don Juan Osorio tres mil escudos de oro en oro, los diez de a diez y los más de a dos y de a cuatro. Más me dejó dos mil reales, en reales.» Luego pasé unas rayas por cima de lo escrito y a la margen escrebí de otra letra diferente: «Llevólos, llevólos.» Con esto cerramos nuestro libro y díselo.

Mas le di diez doblones de a diez y díjele que, abriendo el escritorio, sacase ciento del gato y metiese aquéllos en su lugar. Dile más dos bervetes, uno en que decía: «Estos tres mil escudos en oro son de don Juan Osorio»; y el otro: «Aquí están dos mil reales de don Juan Osorio, su dueño.» Advertíle que si dentro del gato hubiese algún otro bervete, lo sacase y dejase sólo el mío, y el de los dos mil reales lo metiese dentro de un talego, en que me dijo haber otros diez y siete mil, poco más o menos, que no sabía lo justo, porque cada día se iban echando dineros en él, y que advertiese que aqueste de la plata estaba en un arcón de junto a el escritorio y tenía por señas el talego una grande mancha de tinta junto a la boca.

Con esto se fue Aguilera, llevando de orden que aquella noche sin falta lo dejase puesto cada cosa en su lugar, según se lo había dicho. El siguiente día, después de comer, me fui a la tienda del mercader muy disimulado, mi criado detrás, nuestro paso a paso. Cuando allá llegamos y él me vio, se alegró mucho, creyendo que ya le llevaba lo que le vine a pedir.

Conformidad teníamos ambos en engañar; mas eran muy diferentes de las mías las trazas que él debía de tener pensadas. Cuando nos hubimos ya saludado, le dije:

-Aqueste criado vendrá por la mañana con un talego y un papel mío. Mande Vuestra Merced que se le dé todo buen despacho.

El hombre, como debía de ir más caballero en su malicia que receloso de la mía, creyó que le decía que por la mañana le llevarían el dinero y díjome:

-Todo se hará como Vuestra Merced lo manda.

Fuime la puerta fuera y, a menos de veinte pasos andados, di la vuelta y díjele:

-Después que de aquí salí, se me ha ofrecido a el pensamiento que importa llevar luego ese dinero para cierto efeto. Mándemelo dar Vuestra Merced.

El hombre se alteró y dijo:

-¿Qué dinero es el que Vuestra Merced manda que dé?

Y díjele:

-Todo, señor, todo; porque todo lo he menester.

Él entonces dijo:

-¿Cuál todo tengo de dar?

Volvíle a decir:

-El oro y la plata.

-¿Qué oro y plata? -me respondió.

Y respondíle:

-La plata y oro que Vuestra Merced acá tiene mío.

-¿Yo de Vuestra Merced oro ni plata? -me dijo-. Ni tengo plata ni oro ni sé lo que se dice.

-¿Cómo no sé lo que me digo? -le respondí alborotado-. ¡Bueno es eso, por mi vida!

-¡Mejor es esotro -dijo él-, pedirme lo que no me dio ni tengo suyo!

-¡Mire Vuestra Merced lo que dice! -le volví a decir-, que para burlas bastan, y son éstas muy pesadas para quien le falta gusto.

-¡Eso está bueno! -me dijo-. Las de Vuestra Merced lo son. Váyase enhorabuena, suplícole.

-¿Que me vaya dice? Antes no deseo ya otra cosa. Mándeme dar Vuestra Merced aquese dinero.

-¿Cuál dinero tengo yo de Vuestra Merced que me pide, para que se lo dé?

-Pídole -dije- los escudos y reales que le dejé a guardar el día pasado.

-Vuestra Merced -me respondió- nunca me dejó escudos ni reales ni tal tengo suyo.

Y díjele:

-Pues acaba en este momento de confesarme delante de todos estos caballeros, cuando le dije que vendría mañana mi criado por ellos, que se los daría, ¿y agora que vuelvo yo, me los niega en un momento?

-Yo no niego a Vuestra Merced nada -me dijo-, porque no tengo recebido algo que poder volver.

-Yo le truje a Vuestra Merced habrá ocho días mi hacienda -le dije- y se la di que me la guardase y la tiene recebida. Mándemela luego dar, porque no es mi voluntad tenerla más un momento en su poder.

-En mi poder no tengo un cuatrín ajeno; váyase con Dios, no sea el diablo que nos engañe a todos.

-A mí fue a quien ya engañó, en darle a Vuestra Merced mi hacienda.

Y con una cólera encendida, que parecía echar fuego por todo el rostro, dije:

-¿Qué quiere decir, no darme mi dinero? Aquí me lo ha de dar luego de contado, sin faltar un cuatrín, o mire cómo ha de ser.

Mostróse tan turbado y temeroso viéndome tan colérico y resuelto, que no supo qué responder. Y como sonriéndose, haciendo burla de mis palabras, decía que me fuese con Dios o con la maldición, que ni me conocía ni sabía quién era ni cómo me llamaba ni qué le pedía.

-¿Agora no me conoce ni sabe quién soy, para levantarse con mi hacienda? Pues aún tiene justicia Milán, que me hará pagar en breve tres pies a la francesa.

El hombre más negaba, diciendo andar yo errado, que podría ser haberlo dado a guardar en otra parte, porque ni tenía dinero mío ni me lo debía, no obstante ser verdad que yo le dije que se lo quise dar a guardar; empero que no había vuelto con él, que me fuese a quejar a la justicia enhorabuena y, si algo me debiese, que llano estaba para pagármelo.

Con esta resolución largué los pliegues a la boca, lanzando por ella espuma, y a grandes gritos dije:

-¡Oh, traidor, falso! ¡Justicia del cielo y de la tierra venga sobre ti, mal hombre! Así me quieres quitar mi hacienda delante de los ojos, dejándome perdido. La vida me has de dar o mi dinero. Vengan aquí luego mis tres mil escudos, digo. No ha de aprovecharos el negarlos, que os los tengo de sacar del alma o me los habéis de poner en tabla, en oro y plata, como de mí lo recibistes.

Alborotóse la casa con los que allí habían estado presentes a el caso desde el principio. Juntóse con ellos de los que pasaban por la calle y de otros vecinos, tanto número de gente llamándose con el alboroto los unos a los otros, que ya nos ahogaban y no nos entendíamos. Andábanse preguntando todos qué voces eran o sobre qué reñíamos. Aquí y allí lo contaban ciento y cada uno de su manera, y nosotros allá dentro que nos hundíamos con la reyerta.

En esto llegó un bargelo, que es como alguacil en Castilla, pero no trae vara, y haciendo lugar por medio de la gente, llegó donde estábamos, que ya nos ardíamos. Yo cuando vi justicia presente -aunque no sabía quién fuese más de ser justicia- vi mi pleito hecho y dije luego:

-Señores, ya Vuestras Mercedes han visto lo que aquí ha pasado y de la manera que aqueste mal hombre me niega mi hacienda. Su mismo criado diga la verdad y, si lo negaren, dígalo su mismo libro, donde se hallará escrito lo que de mí recibió y en qué partidas, de la manera que se las entregué, para que se nos conozca bien quién es cada uno y cuál dice verdad. ¿Yo había de pedir lo que no le di? Dentro de un gato suyo metió en aquel escritorio tres mil escudos de a dos y de a cuatro y, por señas más verdaderas y ciertas, hay entremedias diez escudos de a diez, que todos hacen los tres mil a el justo. Y en un talego que puso a guardar dentro de aquel arca, en que me dijo que habría entonces hasta diez y siete mil reales poco más o menos con los míos, metió los dos mil que le di. Si no fuere como lo digo, que se quede con ello y me quiten la cabeza como a traidor, con tal que luego se averigüe mi verdad, en presencia de Vuestras Mercedes, antes que tenga lugar de poderlo trasponer en otra parte.

Y señalando a el bargelo, dije:

-Véalo Vuestra Merced, véalo y vea quién trata falsedad y engaño.

El mercader dijo entonces:

-Yo lo consiento, tráiganse mis libros, véanse todos y cuanto dinero tengo en toda mi casa. Si tal así pareciere, yo quiero confesar que dice verdad y ser el que miento.

Los que presentes había dijeron:

-Acabado es el pleito. Justificados están. La verdad se verá bien clara y presto, en lo que ambos dicen.

El mercader mandó a su cajero sacase su libro mayor y, cuando lo trujo, dije:

-¡Oh, traidor, no está en ese libro, sino en el manual!

Pidió el manual de la caja y, cuando lo vi, volví a decir:

-No, no, no son aquí menester tantos enredos, engañándonos con libros; que no digo ésos. No hay para qué roncear; en el que se asentaron las partidas no es tan grande. Un libro es angosto y largo.

Entonces dijo Aguilera:

-En el de memorias debe de querer decir, según da señas dél, que no hay otro en esta casa de aquella manera.

Y sacándolo allí, dijo:

-¿Es por ventura éste?

-Éste sí, éste sí, él es, véase lo que digo, no hay para qué asconderlo ni encubrirlo, aquí se hallará la verdad.

Anduvieron hojeando un poco y, cuando reconocí las partidas y letra, dije:

-Vuestras Mercedes vean lo que aquí dice, lean estas partidas que me tiene testadas y adicionadas a la margen; pues no le ha de valer tampoco por ahí, que mi dinero me tiene de dar.

Vieron todos las partidas y ser como yo lo decía, y el mercader estaba tan loco que no sabía qué decir, más de jurar mil juramentos que tal no sabía cómo ni quién lo hubiera escrito.

Yo les dije:

-Yo mismo lo escrebí, mi letra es; pero la del margen es diferente y falsamente puesto y testadas, que no me han vuelto nada. Y en aquel escritorio, si no lo ha sacado, allí están mis escudos.

Hacía unos estremos como un loco furioso, de manera que creyeron ser sin duda verdad cuanto decía. Y procurándome sosegar, decían que me apaciguase, que no importaba estar testadas las partidas ni escrito a la margen habérmelos vuelto, si en lo demás era según lo decía.

Díjeles luego:

-¿Qué mayor verdad mía o qué mayor indicio de su malicia puede haber que decir poco ha que no le había dado blanca y hallarlo aquí escrito, aunque testado? Si lo recibió, ¿por qué lo niega? Y si no lo recibió, ¿cómo está escrito aquí? Ábrase aquel escritorio, que dentro estarán mis doblones y los diez de a diez entremedias dellos.

Porfiaba el mercader y deshacíase, diciendo con varios juramentos y obsecraciones que todo era maldad y que se lo levantaba, porque doblones de a diez, uno ni más había en toda su casa.

Tanto porfiaron y el bargelo tanto instó en que diese las llaves del escritorio, porque las resistía, no queriéndolas dar, que le juró, si no se las diese, que se lo sacaría de casa, hasta dar noticia de todo a el capitán de justicia -que allí es como en Castilla un corregidor-, para que, depositado, se supiese la verdad.

Finalmente las dio, y en abriéndolo d[i]je:

-Allí en aquella gaveta los metió en un gato pardo rodado.

Abrieron la gaveta y sacaron el gato, y, queriendo contar el dinero para ver si estaba justo, salió el bervete y dije:

-Lean ese papel, que ahí dirá lo que hay dentro y cúyo es.

Leyéronlo y decía ser de don Juan Osorio. Contáronlo y hallaron justos los tres mil escudos con los diez de a diez que yo decía. Ya en este punto quedó el mercader absolutamente rematado, sin saber qué decir ni alegar, pareciéndole obra del demonio, porque hombre humano era imposible haberlo hecho. Demás que si yo tuve mano para ponérselos allí, con mayor facilidad se los pudiera, sin esto, haber llevado. Estaba sin juicio y daba gritos que todo era mentira, que se lo levantaban, que aquel dinero era suyo y no ajeno; que, si el diablo no puso allí aquellos doblones, que no los puso él; que me prendiesen porque tenía familiar.

Yo decía:

-Préndanme muy enhorabuena, con tal que me deis mi dinero.

Dábale terribles voces, diciéndole:

-¡Ah, engañador! ¿Aún tenéis lengua con que hablar, viéndose la maldad tan evidente? Abran aquel arcón, que allí está la plata y dentro la puso.

-No hay tal -decía él-, que la plata que allí hay toda es mía y lo son los tres mil escudos.

-¿Cómo son vuestros -le dije-, si acabáis de confesar que no teníades doblones de a diez? Que Dios ha permitido que se os olvidase de haberlos recebido, para que yo no perdiese mi hacienda. El que ha de negar lo ajeno, ha de mirar lo que dice. Cuando aquí llegué, me dijistes delante de aquestos caballeros que mañana me daríades mi hacienda y, luego que os la volví a pedir, delante dellos mismos, me la negastes. Ábrase aquel arca, sáquese todo, sépase quién es cada uno y cómo vive.

Abrieron el arca y, cuando vi el talego, aunque había otros con él, de más y menos dineros, largando el brazo lo señalé con el dedo:

-Ese de la mancha negra es.

En resolución, se halló verdad cuanto les había dicho, y más quedaron certificados cuando, trastornando aquel talego para contar los dineros, hallaron el otro bervete que decía estar allí míos dos mil reales. Yo gritaba:

-Mal hombre, mal tratante, enemigo de Dios, falto de verdad y de conciencia, ¿y cómo, si teníades mis dineros, de la manera que todo el mundo lo ha visto y sabe, me borrábades lo escrito? ¿Cómo decíades que nada os había dado? ¿Cómo que no me conocíades ni sabíades quién era ni cómo me llamaba? Ya ¿qué tenéis que alegar? ¿Tenéis más falsedades y mentiras que decir? ¿Veis como Dios Nuestro Señor ha permitido que os hayáis tanto cegado, que ambos bervetes no tuvistes entendimiento para quitarlos ni esconder la moneda? ¿Veis como ha vuelto su Divina Majestad por mi mucha inocencia y sencillez con que os di a guardar mi hacienda creyendo que siempre me la diérades, y que quien me aconsejó que os la diese debió de ser otro tal como vos y echadizo vuestro para quedaros con ella?

Cuantos estaban presentes quedaron con esto que vieron y oyeron tan admirados, cuanto enfadados de ver semejante bellaquería, satisfechos de que yo tenía razón y justicia. Eran en mi favor la voz común, las evidencias y experiencias vistas y su mala fama, que concluía, y decían todos:

-Mirad si había de hacer de las suyas. No es nuevo en el bellaco logrero robar haciendas ajenas. ¿No veis como a este pobre caballero se le quería levantar con lo que le dio en confianza? Que, si no fuera por su buena diligencia, para siempre se le quedara con ello.

El mercader, que a sus oídos oía estas y otras peores palabras, no tenía tantas bocas o lenguas para poder satisfacer con ellas a tantos, ni era posible abonarse. Quedó tal, que ni sabía si soñaba o si estaba dispierto. Paréceme agora que se pellizcaría las manos y los brazos para recordar o que le pasaría por la imaginación si había perdido las dos potencias, entendimiento y memoria, y le quedaba la sola voluntad, según lo que había pasado. Él -como dije- tenía mal nombre, que para mi negocio estaba probado la mitad. Y aquesto tienen siempre contra sí los que mal viven: pocos indicios bastan y la hacen plena.

Con esto y con lo que juraron los que allí estaban de los primeros, que, pidiéndole yo mi dinero, dijo que otro día me lo daría, o a mi criado, y cómo luego que volví por él me lo negó. Su criado juró cómo llegué a su tienda y en su presencia le rogué que me guardase tres mil escudos, pero que no sabía si se los di, que a lo escrito se remitía, porque muchas veces faltaba de la tienda y no sabía más de lo dicho. Mi criado juró su verdad, que por su mano los había contado y entregado a el mercader en presencia de otros hombres que no sabía quién eran, porque como forastero no los conoció. Y con la evidencia cierta de todo cuanto dije y ver testadas las partidas, estar la moneda señalada, tener cada talego su bervete de cúyo era, confirmó los ánimos en mi favor, volviéndose con él sin dejarle dar disculpa ni querérsela oír. Ni él tenía ya espíritu para hablar. Porque con su mucha edad y ver una cosa tan espantosa, que no acababa de sospechar qué fuese, se quedó tan robado el color como si estuviera defunto, quedando desmayado por mucho espacio. Ya creyeron ser fallecido; mas volvió en sí como embelesado, y tal, que ya me daba lástima. Empero consolábame que si se finara me hiciera menos falta que su dinero.

No hubo persona de cuantos allí se hallaron que no dijese que se me diesen mis dineros. Yo, como sabía que no bastaba decirlo el vulgo para dármelos, que sólo el juez era parte para podérmelos adjudicar, preveníme de cautela para lo de adelante y, cuando todos a voces decían: «Suyo es el dinero, dénselo, dénselo», respondía yo: «No lo quiero, no lo quiero; deposítense, deposítense.» Con esta mayor justificación el bargelo que allí se halló presente sacó el dinero de mal poder y lo puso depositado en un vecino abonado. De donde con poco pleito en breves días me lo entregaron por sentencia, quedándose mi mercader sin ellos y condenado en costas, demás de la infamia general que le quedó del caso.

Después que vi tanto dinero en estas pobres y pecadoras manos, me acordé muchas veces del hurto que Sayavedra me hizo, que, aunque no fue tan poco que para mí no me hubiera hecho grande falta, si aquello no me sucediera tampoco lo conociera ni con este hurto arribara; consolábame diciendo: «Si me quebré la pierna, quizá por mejor; del mal el menos.» A todos nos vino bien, pues yo de allí adelante quedé con crédito y hacienda, más de lo que me pudieron quitar; Sayavedra quedó remediado y Aguilera remendado.

Llevé a mi casa mis dineros con todo el regocijo que podéis pensar, guardélo y arropélo, porque no se arromadizase. Y con ser esto así, aún mi criado no lo acababa de creer, ni tocándole las manos. Parecíale todo sueño y no posible haber salido con ello. Santiguábase con ambas manos de mí, porque aunque cuando en Roma me conoció supo mi vida y tratos, teniéndome por de sutil ingenio, no se le alcanzó que pudiera ser tanto y que las mataba él en el aire, pudiendo ser muchos años mi maestro y aun tenerme seis por su aprendiz.

Entonces le dije:

-Amigo Sayavedra, ésta es la verdadera ciencia, hurtar sin peligrar y bien medrar. Que la que por el camino me habéis predicado ha sido Alcorán de Mahoma. Hurtar una saya y recebir cien azotes, quienquiera se lo sabe: más es la data que el cargo. Donde yo anduviere, bien podrán los de vuestro tamaño bajar el estandarte.

De allí a dos días vino Aguilera por su parte una noche, aunque si no fuera por Sayavedra, yo hiciera con boda y bodigos el alto de Vélez, mas, porque no me tuviese sobre ojos en mala reputación y quedase con algún mal conceto de mí, diciendo que quien mal trato usa con otro también lo usaría con él, no quise por lo menos aventurar lo más.

Díjome que su amo estaba muriéndose del enojo, loco de imaginar cómo pudo ser aquello y aun le pasó por la imaginación no ser otra cosa que obra del demonio. Descontéle cien escudos de los que había recebido ya de su mano, por los diez doblones, y dile lo que a el justo le cupo, conforme a el concierto. Después acometí a darle a Sayavedra su parte, con la de la ganancia de los quinientos escudos, y dijo que allí lo tenía cierto para cuando lo hubiese menester, que, pues él no tenía dónde, lo guardase yo hasta mejor comodidad.

Estuvimos en Milán otros diez o doce días; aunque siempre como asombrados y temerosos, por lo cual fuimos de acuerdo salir de allí para Génova, no dando nunca cuenta de nuestro viaje a persona de las del mundo, ni alguno supo de nuestra boca dónde íbamos, por lo que pudiera suceder. Antes dábamos el nombre para otra parte muy diferente, fabricando negocio a que decíamos importarnos mucho acudir.

Íbame yo paseando por una de las calles de Milán, adonde había tantas y tan variadas cosas y mercaderías, que me tenían suspenso, y acaso vi en una tienda una cadena que vendían a un soldado, a mis ojos la cosa más bella que jamás vieron. Diome tanta codicia, que ya por comprarla, si acaso no se concertasen, o para mandar hacer otra semejante, me llegué a ellos y estúvela mirando, sin dar a entender mi deseo. Y codiciéla tanto, que luego en aquel espacio breve, teniéndola por fina, se me ofreció traza como llevármela de camino y sin pesadumbre.

Atento estuve al concierto, y tan vil era el precio de que se trataba, que creí ser de sola su hechura; mas, como no se concertasen, comencé luego mi enredo preguntando lo que valía y lo que pesaba. El mercader se rió de oírme y dijo:

-Señor, esto no se vende a peso; sino así como está, un tanto por toda.

En sola esta palabra conocí ser falsa y pareciéndome mucha bajeza por cosa tan poca gastar almacén y traza que pudiera después acomodarse mejor en ocasión grave y de importancia, demás que no se debe arriscar por poco mucho, y, si por ventura yo allí segundaba, diera indicios de haber sido embeleco el pasado, concertéme con él y paguésela con tanto gusto como si fuera pieza de valor.

Y no la estimaba en menos, por lo que con ella interesaba. Que se me representó serme de importancia para lo de adelante. Y luego acordé hacer otra de oro fino de la misma hechura y traza. Fuime a un platero. Hízola tal y tan semejante, que puestas ambas en una mano era imposible juzgarlas, ecepto en el sonido y peso, porque le falsa era más ligera un poco y de sonido campanil; que el oro lo tiene sordo y aplomado. Túvome de toda costa seiscientos y treinta escudos, poco más o menos, y holgara más de que fueran mil, que tanto más me había de valer la otra.

Compré juntamente dos cofrecitos pequeños en que cupiesen a el justo, uno para cada una, en que llevarlas. Y porque aún todavía todas las coyunturas de mi cuerpo me dolían, pareciéndome tener desencasadas las costillas, de la noche buena que me dio el señor mi tío, que la tenía escrita en el alma y aún la tinta no estaba enjuta, viéndome de camino para Génova, dile a Sayavedra parte del mi pensamiento, no contándole lo pasado, más de que, cuando por allí pasé siendo niño, me hicieron cierta burla, porque no me vieron en el punto que quisieran para honrarse comigo.

Y en el alma me pesó de haberle dicho aun esto, porque no me hallara en mentira de lo que le había dicho antes. Mas no reparó en ello. Díjele juntamente con ello:

-Si tú, Sayavedra, como te precias fueras, ya hubieras antes llegado a Génova y vengado mi agravio; mas forzoso me será hacerlo yo, supliendo tu descuido y faltas. Y porque también será bien chancelar aquella obligación y pagar deudas, porque la buena obra que me hicieron quede con su galardón bien satisfecha. Demás que para desmentir espías conviene hacer lo que tu hermano y tú hicistes, mudar de vestidos y nombres.

-Paréceme muy bien -dijo Sayavedra-, y digo que quiero heredar el tuyo verdadero, con que poderte imitar y servir. Desde hoy me llamo Guzmán de Alfarache.

-Yo, pues -dije-, me quiero envestir el proprio mío que de mis padres heredé y hasta hoy no lo he gozado, porque un don, o ha de ser del Espíritu Santo para ser admitido y bien recebido de los otros, o ha de venir de línea recta; que los dones que ya ruedan por Italia, todos son infamia y desvergüenza, que no hay hijo [de] remendón español que no le traiga. Y si corre allá como acá, con razón se les pregunta: «¿Quién guarda los puercos?» Yo me llamo don Juan de Guzmán y con eso me contento.

Entonces dijo Sayavedra con grande alegría:

-¡Don Juan de Guzmán, vítor, vítor, vítor, a quien tan buena pantorrilla le hace, aquese sea su nombre! ¡Mal haya el traidor que lo manchare! Quien te lo quitare, hijo, la mi maldición te alcance.

Hice sacar lo necesario para un manteo y sotana de rico gorbarán, con que salimos nuestro camino de Génova.