Azabache/XIX
XIX
UN COCHE DE ALQUILER EN LONDRES
El nombre de mi nuevo amo era Pedro Segovia, pero todos le llamaban Perico, y así le llamaré yo. Paulina, su mujer, era una excelenté compañera para él; de pequeña estatura, regordeta, aseada y lista, pelo negro y lustroso, ojos del mismo color, y con una sonrisa dibujada siempre en su diminuta boca. El muchacho, Enrique, tendría unos doce años, y era alto, franco y de muy buen carácter; y la pequeña Dorotea, á quien llamaban Dora, era el retrato de su madre, con ocho años de edad. Se querían entrañablemente unos á otros, y nunca he conocido una familia más feliz y satisfecha. Perico tenía un coche y dos caballos de su propiedad, que cuidaba y guiaba por sí mismo. Mi compañero era un caballo blanco, alto, y de mucho hueso, llamado Capitán. Estaba ya viejo, pero debió haber sido un magnífico animal, cuando joven, pues aún conservaba un airoso modo de levantar la cabeza y de arquear el cuello, siendo de sangre, noble, y de finas maneras. Me contó que en su juventud había ido á la guerra de Crimea, perteneciendo á un oficial de caballería, y que su puesto, por lo general, era á la cabeza de su regimiento; pero ya hablaré de esto más adelante.
A la mañana siguiente, después que me limpiaron bien, Paulina y Dora vinieron al patio á verme y hacer amistad conmigo. Enrique había estado ayudando á su padre desde temprano, y había adelantado su opinión de que yo sería un «buen muchacho.» Paulina me trajo una manzana, y Dora un pedazo de pan, con lo que llegué á pensar que habíá vuelto á ser el Azabache de otros tiempos. Era muy agradable para mí verme acariciado de aquel modo, y poder manifestarles que deseaba ser su amigo. Paulina opinaba que yo era muy hermoso, y demasiado bueno para coche de alquiler, si no fuese por el defecto de mis rodillas.
-Por supuesto que nadie nos puede decir quién tuvo la culpa de esto-dijo Perico, -y mientras yo no lo sepa, le concederé el beneficio de la duda; pues no he montado nunca un caballo más seguro y limpio en el andar. Le llamaremos Juanillo, en recuerdo del otro viejo; no te parece, Paulina?
-Sí, Perico; lo encuentro muy acertado.
Capitán salió aquella mañana con el carruaje.
Enrique, cuando volvió de la escuela, á las once, me echó un pienso y me dió agua. Por la tarde me tocó hacer servicio. Al engancharme, Perico se tomó el mayor cuidado en ver si la collera y la cabezada me sentaban bien, haciéndome recordar á Juan Carrasco; alargó dos puntos á la baticola, y todo me ajustaba perfectamente. Nada de engallador, ni de cadenilla barbada, y sólo un simple filete, con lo que iba yo á todo mi placer.
Nos dirigimos al puesto donde, la noche anterior, Perico había saludado al «Gobernador. A un lado de la ancha calle había altas casas, con magníficas tiendas en la parte baja, y en el otro una antigua iglesia, con un gran atrio rodeado de una verja de hierro, á lo largo de la cual estaban estacionados en fila varios coches de plaza, esperando pasajeros; en el suelo se veían aquí y allá algunas pajas de heno; un grupo de cocheros hablaba en voz alta; otros estaban sentados en sus pescantes, leyendo periódicos, y uno ó dos daban agua á sus caballos. Nos colocamos en el extremo de la fila, y en seguida vinieron dos ó tres á verme, y á hacer sus observaciones.
añadió otro, -Muy bueno para un funeral-dijo uno.
-Demasiado vivo me parece moviendo la cabeza, con aire de inteligente ;muy bien puede suceder que cualquiera de estas finas mañanas tenga usted un disgusto, como me llamo Juan.
-Bueno-contestó Perico ;-esas son cuentas mías y de él, y me servirá para vivir más avisado y no dormirme.
En esto se acercó un hombre de cara ancha, vestido con un gran capote gris con esclavina y grandes botones, sombrero gris también, y una bufanda azul, puesta con descuido alrededor de su garganta. Me reconoció con la misma minuciosidad que si me fuera á comprar, y enderezándose por fin, y tosiendo, dijo:
-Es precisamente lo que usted necesita, Perico, y cualquier dinero que haya dado usted por él, lo vale.
Con esto quedó sentada mi reputación en el puesto.
El nombre de aquel cochero era Cuadrado, pero le llamaban el «Gobernador Cuadrado.» Era el más antiguo en el punto, y el que había tomado á su cargo arreglar diferencias y parar disAzabache.-13 Vol. 377 putas. Estaba siempre de buen humor, y era una excelente persona; pero cuando se atufaba, lo que ocurría algunas veces cuando bebía un poco más de lo regular, nadie gustaba de encontrarse con sus puños, que eran fuertes y los manejaba á la perfección.
La primera semana en aquel destino fué para mí de verdadera prueba. Como no estaba acostumbrado á las calles de Londres, sus ruidos, sus carreras, y la aglomeración de caballos, carros y coches, & través de los cuales tenía que hacerme camino, me hacían sentirme inquieto, y hasta fatigado; pero pronto me convencí de que podía confiar en mi conductor, y me hice á todo.
Perico era tan buen cochero como el mejor de cuantos yo había conocido, y á ello había que agregar que se ocupaba de sus caballos tanto como de sí mismo. Pronto comprendi que yo era voluntario para el trabajo, y que me gustaba hacerlo de la mejor manera posible. Jamás me tendía el látigo, como no fuese para dejar caer la punta de él sobre mi lomo, con suavidad, á la arrancada, lo cual, generalmente, no era tampoco necesario, pues yo comprendía cuándo debía arrancar, en el modo con que él tomaba las riendas, y creo que el látigo descansaba más tiempo á su lado que en su mano.
Amo y caballo nos entendimos bien pronto, tanto cuanto un hombre y un caballo pueden entenderse. En la cuadra hacía todo lo que pudiera ser más conveniente á mi bienestar. Aquélla era del estilo antiguo, muy en declive; pero él ponía en la parte posterior dos barras movibles, por la noche, y cuando íbamos á descansar nos quitaba la cabezada, con lo cual podíamos movernos en todas direcciones y estar como mejor nos placía.
Perico nos tenía siempre muy limpios, y nos variaba el pienso cuanto podía, dándonoslo abundante, sin faltarnos nunca agua fresca y limpia, que día y noche teníamos á nuestra disposición, excepto, por supuesto, cuando volvíamos sofocados del trabajo. Hay quien opina que un caballo no debe beber todo lo que desee; péro yo digo que si se nos permitiese siempre que nos apetece, beberíamos un poco cada vez, y nos haría mucho más provecho que tragar un cubo entero, de una sentada, por haber carecido de agua hasta sentirnos sedientos y abatidos.
Hay cocheros que se van muy tranquilos á descansar, dejándonos con el pienso de grano y el heno, sin nada con que humedecerlos, y, naturalmente, cuando luego nos dan el agua, bebemos mucha de una vez, y suele ocasionarnos desórdenes en el aparato respiratorio, y escalofríos en el estómago.
Pero lo que más me gustaba de aquella casa era que el domingo estaba destinado por completo al descanso, después del duro trabajo de toda la semana; y en ese día, Capitán y yo teníamos nuestros largos ratos de conversación, en uno de los cuales me contó su historia.