Azabache/XX

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XX

UN VIEJO CABALLO DE GUERRA

Capitán había sido educado, desde su doma, para el servicio del ejército. Su primer dueño fué un oficial de caballería que asistió á la guerra de Crimea. Decía Capitán que le gustaba mucho el ejercicio con sus compañeros, haciendo evoluciones juntos, parando á la voz de mando, ó lanzándose á toda carrera, al toque de los clarines ó al mandato de los jefes. Cuando joven era tordo rodado, y considerado como muy hermoso. Su amo, un caballero joven, lleno de viveza y fuego, lo quería mucho, y lo trató desde el primer momento con la mayor bondad y consideración. Me dijo que al principio consideró la vida del caballo del ejército como sumamente agradable; pero que, cuando llegó el momento de embarcarlo, y se vió en un gran buque en medio del mar, casi cambió de opinión.

—Aquello fué horroroso—me decía.—Por de pronto, al embarcarnos tuvimos que sufrir el tormento de ver que nos pasaban unos fuertes tirantes por debajo de la bariga, y suspendiéndonos en el aire, á pesar de nuestros pataleos, íbamos á parar sobre la cubierta del barco. Allí nos colocaron en una especie de cajones, sin poder ver el cielo durante una porción de días, y sin poder siquiera estirar las piernas. El buque algunas veces se columpiaba á impulsos del fuerte viento, de tal manera, que no podíamos sostenernos en pie, y no puedes figurarte lo desagradable que era aquello. Llegamos por fin al término de nuestro viaje, y volvió á repetirse la operación de volar, suspendidos en el aire hasta colocarnos en tierra. Cuando sentimos de nuevo el piso firme bajo nuestros pies, resoplamos y relinchamos de placer. Pronto vimos que el país adonde habíamos sido conducidos era muy distinto del nuestro, y que teníamos que sufrir muchas privaciones y desventuras, además de los peligros de la guerra; pero, en su mayor parte, los soldados eran tan afectos á sus caballos, que hacían cuanto estaba en su mano porque les fuera llevadera la vida, en medio de la humedad, la nieve y tantas incomodidades de todas clases.

-¿Pero qué me cuentas de las batallas?-le pregunté yo ;-¿no era aquello peor que todo?

-Si te he de decir la verdad, no lo sé-me contestó.-Nos gustaba oir el sonido de las trompetas que nos llamaban, y nos sentíamos impacientes por arrancar, aunque algunas veces teníamos que permanecer horas enteras á pie firme, esperando la voz de mando; y cuando llegaba, salíamos despedidos, tan contentos y ansiosos, como si no fuéramos á encontrarnos con las balas de cañón y de fusil, y con las bayonetas. Mientras sentíamos el jinete firme en la silla, y su mano apoyada en la brida, ninguno de nosotros daba señales de miedo, aun cuando viéramos las terribles granadas reventar en ei aire, haciéndose mil pedazos. Con mi noble amo encima, asistí á un gran número de acciones sin recibir la más pequeña herida, ni uno ni otro, aunque vi á muchos de mis compañeros caer á mi lado, atravesados por las balas ó por las lanzas, ó acuchillados por los afilados sables. Allí quedaban muertos en el campo, ó moribundos, luchando con la agonía producida por sus heridas, y yo no sentía el más pequeño miedo por mí mismo. La alegre voz de mi amo, cuando se dirigía á sus soldados, me infundía tal ánimo, que me parecía que nunca podían matarme. Tenía tal confianza en él, que mientras lo sentía sobre mí, me hallaba dispuesto á cargar, hasta la misma boca de los cañones. Vi á muchos bravos hombres caer de las sillas, unos muertos, y otros mortalmente heridos; of los gritos y los lamentos de los moribundos, y tuve que galopar á veces por sobre un terreno resbaladizo con la sangre, y otras que desviarme para no pisotear á hombres y caballos heridos. Sólo un horroroso día sentí verdadero terror, y nunca podré olvidarlo.

1 El viejo Capitán hizo una pausa y dió un profundo suspiro; yo esperé en silencio, continuó por fin :

-Era una mañana de otoño, y, como de costumbre, una hora antes de amanecer, habían tocado botasilla, y á los pocos minutos nos encontrábamos todos dispuestos, ya para entrar en batalla, ó para esperar nuestro turno. Cada soldado se hallaba al pie de su caballo, listo para obedecer órdenes. Cuando fué aclarando me pareció notar alguna excitación entre los oficiales, y antes de ser completamente de día oímos el fuego de los cañones del enemigo. El jefe del regimiento dió la voz de «á caballo,» que los oficiales repitieron, y en dos segundos cada hombre estaba sobre su silla, y los caballos animados é impacientes, esperando el más ligero toque de la rienda, ó la presión de las piernas de los jinetes para arrancar; pero estábamos tan bien educados, que, á excepción del ruido con el bocado, ó los movimientos de cabeza de cuando en cuando, permanecimos completamente quietos. Mi amo y yo estábamos á la cabeza de la línea, y, como todos los demás, inmóviles y en observación; me atusó la crin con su mano y me acarició el cuello, diciéndome :

1 -Me parece que vamos á tener hoy un día de prueba, mi querido Bayardo; pero cumpliremos con nuestro deber, como hemos hecho siemprė.

Aquella mañana me acarició más que de costumbre, y parecía como distraído y pensativo.

Me gustaba mucho sentir su mano en mi cuello, que yo arqueaba, orgulloso y feliz; pero permanecía quieto, porque conocía sus gustos, y cuándo deseaba que me estuviese tranquilo, ó cuándo alegre y juguetón. No puedo decirte todo lo que sucedió aquel día, pero sí te contaré la última carga que dimos. Era en un valle, y nos ordenaron avanzar al escape sobre una batería de cañones que el enemigo tenía establecida en frente. Ya entonces estábamos bien acostumbrados al estampido de los cañones, al ruido de la fusilería, y al silbido de las balas cruzando por nuestra inmediación; pero nunca había yo pre-senciado un fuego tan terrible como el de aquel día. Por la derecha, por la izquierda y por el frente, las balas y la metralla llovían sobre nosotros. Muchos bravos soldados fueron por tierra, y muchos caballos caían, arrastrando consigo a los jinetes; los que se veían sin el suyo encima corrían desatentados fuera de las filas, y aterrorizados al verse solos y sin una mano que los guiase, volvían á mezclarse entre sus compañeros, galopando con ellos á la carga. Horroroso como era el fuego, ninguno se detenía ni volvía grupas. A cada momento las filas se aclaraban por la caída de algunos compañeros; pero inmediatamente nos estrechábamos para llenar los huecos, sin acortar el paso, sino por el contrario, corriendo más y más, á medida que nos acercábamos á los cañones, envueltos en humo y vomitando fuego. Mi amo, mi querido amo, animaba sin cesar á sus soldados, empuñando el sable con su mano derecha levantada en alto, cuando una bala pasó silbando por cerca de mi oreja, y le alcanzó. Sentí que se conmovió con el choque, pero no pronunció un grito; traté de acortar el paso, cuando sentí que la espada se desprendía de su mano, las riendas que llevaba en la otra se aflojaban y él caía al suelo, de espaldas; los demás compañeros pasaron como filechas por nuestra inmediación, y con la fuerza de la carga me arrastraron á gran distancia de donde cayó, á pesar de que me esforcé por mantenerme á su lado y evitar en lo posible que pasasen sobre él, pisándolo y tal vez acabando de matarlo si no estaba muerto. Me encontré sin

mi amo y amigo, solo en aquel campo de muerte y desolación; el miedo se apoderó de mí, y temblé como jamás había temblado, y tratando de hacer lo que había visto á otros caballos, galopé para unirme á ellos, pero los soldados me despedían con sus sables. Uno de ellos, á quien habían matado el suyo, me cogió por las bridas y me montó, y con este nuevo jinete volví á la carga. Nuestro valiente regimiento fué diezmado de una manera terrible, y los que quedaron vivos en aquella fiera lucha por apoderarse de los cañones, tuvieron al fin que retroceder sobre el mismo terreno. Algunos caballos estaban tan gravemente heridos que apenas se podían mover, por la pérdida de sangre; otros, ¡ pobres animales! procuraban arrastrarse en tres patas; y otros, con el cuarto trasero en tierra, acribillados de balazos, luchaban con las manos para incorporarse, volviendo á caer, dando lastimeros gemidos, que, así como las suplicantes miradas que dirigían á sus compañeros cuando pasaban á escape por su lado, dejándolos abandonados á su triste suerte, nunca podré olvidar. Después de la batalla, los soldados heridos fueron recogidos y los muertos enterrados.

-¿Y qué hicieron con los caballos heridos?le pregunté.

-Los albéitares, armados de pistolas, reconocieron el campo, y fueron matando á los que consideraban incurables; los heridos leves fueron recogidos y traídos al campamento para ser curados; pero la mayor parte de aquellos nobles y decididos animales que salieron por la mañana, no regresaron jamás. Nuestro regimiento quedó reducido á menos de la cuarta parte. Nunca volví á ver á mi querido amo, que creo cayó muerto de la silla, y nunca quise á ningún otro como á él. En otras muchas acciones me hallé después, siendo herido sólo una vez, y eso levemente. Cuando la guerra terminó, regresé á Inglaterra tan sano y tan fuerte como cuando salí.

-Yo había oído decir que la guerra era una cosa magnífica-le dije.

-¡Ah!-me contestó ;-eso lo dirán los que no se hayan visto en ella. Cuando se trata de un ejercicio, de una gran parada, ó de un simulacro en donde no hay enemigo, es muy bonito, sin duda; pero cuando miles de bravos y útiles soldados y caballos son muertos, ó inutilizados para toda su vida, la cosa es muy diferente.

-Y sabes por qué peleaban?--pregunté.

-No; eso traspasa los límites de la inteligencia de un caballo; pero supongo que el enemigo debió ser gente muy perversa, cuando consideraron conveniente hacer tan largo viaje, á través de los mares, para matarla.