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Azabache/XV

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XV

EL CABALLO DE ALQUILER Y EL DE CAMPO

Hasta entonces había sido conducido por gente que al menos sabía cómo se guía un caballo ; pero en aquella nueva casa iba á probar todas las diferentes clases de cocheros malos é ignorantes, que los caballos tienen que tolerar, tolerar, pues iba á tener que ser conducido por todo el que se presentase á alquilarme; y como era manso y de buen carácter, con frecuencia era alquilado á los ignorantes, mejor que algunos de mis compañeros, porque podían confiar más en mí. Sería in-terminable contar los diferentes estilos que usaban en mi conducción, pero mencionaré algunos de ellos.

En primer lugar, había lo que se llama cocheros de rienda tirante, gente que cree que toda la cuestión está en tirar de las riendas con todas sus fuerzas, sin aflojar un momento la presión sobre la boca del caballo, ni dejarle la más pequeña libertad de acción. Están siempre hablando de llevar el caballo en la mano,» y «sostener el caballo», como si el caballo no estuviera hecho de manera que pueda sostenerse á sí mismo.

No diré que algunos caballos completamente destruidos, y con la boca dura é insensible, precisamente puesta así por cocheros de esta clase, dejen de hallar cierto apoyo en aquello; pero el que puede contar aún con sus piernas, y cuya boca sea suave, pudiendo por lo tanto ser guiado con facilidad, el sistema es, no sólo atormenta-dor, sino estúpido.

Viene luego la clase de los cocheros de rienda floja, que dejan la rienda descansar suelta sobre el lomo del caballo, y ellos llevan las manos descansando perezosamente sobre las rodillas. Por de contado que dichos caballeros, si algún accidente repentino ocurre, carecen de todo dominio sobre el caballo, y si uno de éstos se espanta, ó arranca de pronto, ó tropieza, allí no hay cochero ni cosa que lo valga, que pueda ayudar al caballo y á sí mismo, hasta que la catástrofe está consumada. Yo, afortunadamente, no me preocupaba con esto, pues ni acostumbraba arrancar á correr, ni tropezar, y sólo contaba con el cochero para que me guiase y animase; pero, á pesar de todo. á uno le gusta sentir un poco la presión de las riendas en las cuestas abajo, y saber que su conductor no va dormido.

Además, un descuidado modo de guiar engendra malos, y con frecuencia perezosos hábitos en el caballo, de que, al cambiar de mano, tiene que curarse, con más o menos penas y disgustos. El caballero Gordon nos conducía siempre de la manera más acertada, y al paso más conveniente. Decía que educar mal un caballo, ó hacerle contraer malos hábitos, era lo mismo que educar mal á un niño, y que ambos tenían que sufrir por ello después. Los que alquilan coches para guiarlos ellos mismos, son, por lo general, descuidados, y se ocupan de todo menos del caballo. Un día me tocó en suerte uno de éstos, que me llevó enganchado en un factón, y á quien acompañaban una señora y dos niños. Empezó por sacudirme las riendas sobre el lomo á la salida, y darme, por supuesto, varios latigazos, aunque yo iba marchando convenientemente. El camino que tomamos había sido recién compuesto, y en algunos trozos se hallaban las piedras sin apisonar. Mi conductor iba riendo con la señora y los niños, y charlando muchísimo, sin ocuparse de echar una mirada á su caballo, ni de procurar buscar las partes más suaves del camino; con lo que, como era natural, sucedió que una piedra se me introdujo en un casco.

Azabache.-II Si el señor Gordon, ó Juan, ó, en una palabra, cualquiera buen cochero, fuese el que me guiase, inmediatamente hubiera notado que alguna molestia me aquejaba; y aun cuando hubiese sido de noche, una mano práctica se habría apercibido por las riendas, de que mi paso indicaba algo fuera de orden, y apeándose y reconociéndome habría hallado y extraído la piedra; pero mi hombre continuó su risa y su charla, dando lugar á que la piedra, á cada paso que yo daba, se fuera afirmando más y más entre ambos lados del casco, y bajo la ranilla. Era aguda en el interior y redonda en el exterior, ó sea, como todo el mundo sabe, de las más peligrosas que un caballo puede coger, pues al mismo tiempo que le corta interiormente, le expone á resbalar y caer, con la mayor facilidad.

No puedo asegurar si el hombre era algo ciego, ó extremadamente descuidado; pero es lo cierto que me llevó con aquella piedra por más de media milla, antes de apercibirse de nada.

A esta altura, los dolores me hicieron cojear tanto, que se apercibió de ello al fin, y dijo, de muy mal talante:

-¡Esta sí que es buena! Nos han dado un caballo cojo. ¡ Valiente vergüenza !

Vol. 377 Sacudió las riendas, y me tendió el látigo, añadiendo:

- -Déjese usted de querer hacerse el gracioso conmigo; la jornada hay que andarla, ya se haga usted el cojo ó el maula.

En aquel momento pasó por nuestro lado un labrador de muy buen aspecto, montado en un hermoso caballo obscuro; se detuvo de pronto, llevó la mano á su sombrero, y dijo:

-Perdone usted, señor, pero se me figura que á su caballo le pasa algo; su modo de andar es como si tuviera una piedra introducida en el casco. Si usted me lo permite voy á reconocerlo.

Estas piedras sueltas, que el diablo se lleve, son peligrosísimas para los caballos.

-Es alquilado-dijo mi conductor. - Yo no sé qué es lo que le pasa, pero sí considero una gran vergüenza que nos hayan dado un caballo cojo.

El labrador se desmontó, y echando sobre su hombro las riendas del suyo, me levantó la pata de que cojeaba.

-Aquí está la piedra, señor mío; ya me figuré yo que de eso provenía la cojera.

Procuró primero desalojarla con los dedos, pero estaba demasiado apretada y no le fué posible, por lo que sacando de su bolsillo el instrumento que todo inteligente en caballos lleva siempre á prevención, y que se llama «sacapiedras, con el mayor cuidado, y con gran trabajo, logró extraerla, y levantándola en sus dedos y enseñándosela á mi hombre, dijo:

-Aquí tiene usted la piedra que su caballo cogió, y lo extraño es que no se haya caído, y roto las rodillas.

-¿De veras?-dijo mi conductor.-Confieso á usted que es cosa graciosa, y que ignoraba completamente que los caballos cogiesen piedras, hasta ahora que lo he visto.

-Es posible?-dijo el labrador, con cierto aire de desprecio ;-pues ya lo sabe usted, y el mejor no se halla libre de ello, sobre todo cuando el camino está como éste. Si no quiere usted que su caballo se encoje, es preciso que tenga cuidado, extrayéndolas en seguida. Se ha lastimado bastante-añadió acariciándome. - Será conveniente que lo lleve usted despacio durante un rato, pues el casco está sensible, y la cojera no desaparecerá inmediatamente.

Montó en su caballo, se quitó el sombrero para saludar á la señora, y siguió su camino al trote.

Cuando desapareció, mi hombre sacudió las riendas, como de costumbre, y dejó caer el látigo sobre el arnés, con lo que comprendí que era preciso continuar, y así lo hice, contento de verme libre de la piedra, aunque con grandes dolores todavía.

Esta es una de las aventuras con que frecuentemente tropiezan los pobres caballos de alquiler.

Hay otro estilo de guiar, que puede llamarse de máquina de vapor; los conductores son, en su mayor parte, de las ciudades, que nunca han tenido un caballo de su propiedad, y que generalmente viajan en ferrocarril.

Estos parece que creen que un caballo es una cosa así como la locomotora de un ferrocarril, solamente que más pequeña. Sea como quiera, ellos se figuran que sólo porque pagan su dinero, un caballo está obligado á ir tan lejos, tan aprisa, y tan cargado, como tengan por conveniente. Que el camino esté pesado y fangoso, ó seco y en buen estado; que sea pedregoso ó suave, cuesta arriba ó cuesta abajo, para ellos es lo mismo; adelante con el caballo, siempre al mismo paso, y sin descanso, respiro, ni consideración de ningún género. Por supuesto, jamás se ocupan de apearse en una cuesta demasiado pendiente, ni cosa que se le parezca. Han pagado para ir en coche, y en coche han de ir. ¿El caballo?¡Oh! está acostumbrado á ello. ¿Para qué ha nacido sino para arrastrar al hombre en las cuestas arriba? Látigo en él, y tirones de la rienda, y, con frecuencia, malas palabras, con voces de a¡ arriba, tunante, perezoso !» y allá va otro latigazo, cuando tal vez estamos haciendo todo cuanto podemos, sumisos, obedientes, y sin pronunciar una queja, aunque nos hallemos extenuados, adoloridos, y con el corazón deshecho de pena al vernos tan mal tratados.

Este estilo de máquina de vapor nos fatiga más que cualquiera otro. Yo preferiría andar veinte millas con un cochero considerado, más bien que diez con uno de éstos; pues, con seguridad, me cansaría menos.

Además, rara vez se ocupan de poner la retranca, por pendiente que sea una cuesta abajo, lo cual suele ser causa de accidentes; y si la ponen, por lo regular se olvidan de aflojarla al llegar al término de la cuesta, sucediendo algunas veces, que hemos andado la mitad de la inmediata cuesta arriba, con una de las ruedas de aquel modo, antes de que el conductor se dé cuenta de ello, lo que es terrible para el caballo.

Estos majaderos, en vez de arrancar á un paso moderado, como toda persona inteligente hace, por lo general nos ponen al galope desde las mismas puertas del establo, y cuando se les antoja pararnos, por el pronto nos dan un latigazo, y luego se cuelgan de las riendas hasta casi rompernos las quijadas y hacernos sentar sobre los corvejones, á lo cual llaman hacer una parada en seco; y cuando tienen que volver una esquina, lo hacen sin tener para nada en cuenta cuál es su derecha y cuál su izquierda. Recuerdo una tarde en que Gorrión y yo regresábamos á casa después de haber estado en una excursión de todo el día. Este Gorrión era un caballo con quien casi siempre me enganchaban cuando algún parroquiano pedía una pareja, y era, por cierto, un excelente compañero. Nos guiaba un cochero de la casa, y habíamos pasado un buen día. Regresábamos, como he dicho, á un trote franco, y cerca del anochecer. El camino torcía de repente á la derecha; pero como íbamos muy arrimados á la orilla, y en el sitio que nos correspondía, habiendo además abundante espacio para pasar, el cochero no se ocupó de contenernos. Cuando estábamos cerca de la vuelta, of que un caballo y un carruaje de dos ruedas venía rápidamente hacia nosotros por la cuesta abajo. El camino tenía una cerca y no pude ver nada hasta que dicho carruaje estaba encima de nosotros. Afortunadamente, yo iba enganchado en el lado de la derecha, pero el pobre Gorrión recibió todo el choque del otro coche, cuyo conductor venía derecho á tomar la esquina de la vuelta, y cuando llegó á vernos no tuvo ya tiem1 po para tomar el lugar que debía. La punta de una de las lanzas del tílburi se intre dujo en el pecho de Gorrión, haciéndole tambalearse y dar un grito que nunca podré olvidar. El otro caballo cayó sentado, y con su peso rompió la otra lanza. Resultó que tílburi y caballo eran de nuestro propio establo, y el conductor uno de esos jóvenes inexpertos é ignorantes, que no saben siquiera cuál es el lugar que deben tomar en un camino, ó, si lo saben, no se ocupan de ello. Allí estaba el pobre Gorrión, con una grande herida, de la que manaba la sangre, y of decir que si la punta de la lanza hubiese entrado un poco más en el centro del pecho lo hubiera matado en el acto; tal vez eso habría sido mejor para el pobre animal, pues sufrió mucho, tardó largo tiempo en curarse, y al fin fué vendido para acarrear carbón, trabajo que sólo un caballo sabe lo duro que es.

Desde que se inutilizó Gorrión, solían engancharme en pareja con una yegua llamada Rebeca, que tenía su cuadra inmediata á la mía. Era un animal fuerte y bien formado, de un hermoso color retinto, y abundante crín y cola. No era de casta, pero sí muy bonita, de carácter sumamente dulce, y voluntaria para el trabajo. En su mirada, sin embargo, veía yo algo que me indicaba que alguna pena le aquejaba. La primera vez que salimos juntos, noté que su paso era sumamente extraño; trotaba un poco, daba á lo mejor un pequeño galope, y de cuando en cuando, un ligero salto hacia adelante.

Para cualquier caballo tenía que ser desagradable trabajar con ella, y á mí me puso nervioso. Cuando llegamos á casa le pregunté por qué andaba de aquel modo.

-¡Ay! amigo-me contestó, afligida ;-bien conozco que mi paso es malo, pero no está en mi mano el remediarlo. La culpa es de mis piernas, que son demasiado cortas. Soy casi tan alta como tú, y sin embargo, las tuyas, de la rodilla para arriba son lo menos tres pulgadas más largas que las mías, lo que te permite dar el paso mucho más largo y adelantar, por consiguiente, más que yo. Este defecto me ha ocasionado muchos disgustos, pues como tú sabes, los que nos guían gustan, por lo regular, de ir de prisa, y si un caballo no puede seguir el paso de su compañero, el látigo está siempre encima de él. Tratando de evitar eso, es por lo que yo hago ese feo paso trancado. No siempre ha sido así; pues cuando vivía con mi primer amo, me llevaba constantemente á un trote regular, sin apurarme jamás. Era un excelente amo, clérigo en el campo, que tenía á su cargo dos iglesias, lo que le hacía trabajar mucho, pero nunca me regañaba ni me castigaba con el látigo, porque no fuese más de prisa. Me quería mucho, y mi mayor gusto sería estar aún en su poder; pero lo trasladaron á una gran ciudad, y me vendió á un labrador. Tú debes saber que algunos labradores son excelentes amos, pero el que me compró era todo lo contrario. Para él no tenía importancia un buen caballo ó un buen estilo de gobernarlo; lo que quería era ir siempre corriendo. Yo corría cuanto podía, pero esto no me libraba de tener constantemente el látigo encima, y entonces contraje este vicio de saltar hacia adelante, para librarme del castigo. Las noches de mercado acostumbraba estar hasta muy tarde en la posada, y entonces el regreso á casa era á todo galope.

Una noche obscura me llevaba á la carrera, como de costumbre, cuando de pronto, una de las ruedas tropezó contra una gran piedra que había atravesada en el camino, y volcando el tílburi, el hombre fué despedido á varios pasos de distancia, rompiéndose un brazo y varias costillas, según creo. Aquello fué el fin de mi permanencia en su poder, lo cual no sentí lo más mínimo; aunque comprenderás que en todas partes me irá lo mismo, si los que me guíen quieren que vaya de prisa. Cualquier cosa diera yo por tener las piernas más largas.

¡Pobre Rebeca! Me afligió lo que me dijo, y no pude consolarla, porque yo sabía cuán duro es para un caballo de paso corto verse enganchado con otro que lo tenga largo; todos los latigazos son para él, sin que le sea posible remediarlo.

- La enganchaban con frecuencia, sola en el faetón, y agradaba sobre todo á las señoras, porque era sumamente mansa. Algún tiempo después fué vendida á dos de aquéllas, que guiaban por sí mismas, y que deseaban un caballo bueno y seguro.

La encontré varias veces en los caminos, yendo á un paso tranquilo, y me pareció tan contenta y satisfecha como un caballo puede estarlo. Me alegré mucho de ello, pues merecía un buen amo.

Después que se separó de nosotros, vino en su lugar un caballo joven, con una mala reputación de asustadizo, y de dar huídas, lo que le valió perder una buena casa. Yo le pregunté que por qué tenía aquel vicio.

-No lo sé-me contestó.-Cuando joven era tímido, y me asustaba por cualquier cosa. Si veía un objeto extraño, me volvía y lo miraba ; pero tú sabes que con estas anteojeras que nos ponen, no es posible reconocer nada, sin volverse en redondo, y esto me ha valido muchos latigazos de mi amo, que me enseñaron å dar huídas, sin quitarme el miedo. Yo creo que si me hubiese permitido ver los objetos tranquilamente, y convencerme de que ningún daño me iban á causar, me hubiera acostumbrado á no asustarme. Recuerdo que un día, un señor de edad lo acompañaba en el tílburi, y un pedazo de papel ó trapo voló precisamente por mi lado; di un salto y una arrancada; mi amo, como de costumbre me castigó con dureza, y el otro señor le dijo: «No, amigo mío; eso no es justo; »nunca debe usted castigar á un caballo cuando »se espante; si da la huída es porque está asusstado, y usted lo asusta más y hace su vicio peor. Supongo por aquello que oí, que no todos los hombres hacen lo mismo. Puedo asegurarte que no doy las huídas por gusto, y que nunca me asusta nada que conozca, ó que pueda reconocer. Yo fuí criado en un parque donde había venados, y me son, por lo tanto, tan conocidos cmo los carneros y las vacas; pero como no es un animal común, sé de muchos caballos que se asustan de tal manera al verlos, que no hay quien los haga pasar por donde hay uno de ellos.

Comprendí que lo que decía mi compañero era la pura verdad, y mi gusto sería que todo caballo joven tuviese un amo tan bueno como el señor Grey, ó el caballero Gordon.

Por de contado que algunas veces nos cabía en suerte algún buen conductor. Recuerdo que una mañana me engancharon en el tílburi y me llevaron á una casa del pueblo. Salieron dos señores, uno de los cuales vino á mí, me dió una palmada en el cuello, reconoció el bocado y la brida, y hasta metió la mano bajo mi collera para ver si se amoldaba bien á mi cuello.

-Cree usted que este caballo necesita cadenilla barbada?-preguntó al mozo que me condujo.

-Le diré á usted-contestó el hombre,-creo que para nada la necesita, pues tiene una boca suave como la seda, y aunque no le faltan bríos, no tiene vicio alguno; pero á los parroquianos, por lo general, les gusta que se la pongamos á todos los caballos.

-Pues yo no soy de esa opinión-dijo el caballero, y así, hágame el favor de quitársela, y poner la rienda en la primera anilla. Llevar la boca fresca y cómoda es lo principal en una jornada larga, no es así, amigo?-añadió, acariciándome.

Montaron ambos, y él tomó las riendas. Recuerdo bien cuán tranquilamente me volvió, y con un ligero toque de riendas, y dejando caer suavemente el látigo sobre mi lomo, emprendimos la marcha.

Yo arqueé el cuello, y salí á mi mejor paso.

Conocí que llevaba detrás de mí quien sabía cómo debe conducirse un buen caballo. Recordé mis antiguos tiempos y me sentí completamente satisfecho, y hasta alegre.

Aquel caballero me tomó gran cariño, y después de probarme varias veces con la silla, influyó con mi amo para que me vendiese á un amigo suyo, que necesitaba un caballo de confianza y cómodo, para montar. De este modo vino á resultar que aquel verano fuí vendido al señor Barnuevo.