Azabache/XVII

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XVII

UN FARSANTE


A los pocos días mi amo tomó un nuevo criado. Este era un hombre alto y bien parecido; pero, si ha existido el tipo acabado del farsante en la figura de un mozo de cuadra, puede decirse que Federico Santurce era ese tipo. Era muy atento conmigo, y jamás me maltrató, y, cuando el amo se hallaba en sitio donde pudiera verlo, las caricias y los halagos no tenían límite. Me lavaba la crin y la cola con agua fresca, y me untaba los cascos con manteca, antes de llevarme á la puerta, con objeto de hacerme aparecer brillante; pero en cuanto á limpiarme las patas interiormente, observar mis herraduras, ó pasarme la almohaza y cepillo, me consideraba exactamente como si fuera una vaca. Dejaba que mi bocado se oxidase, los bastes de la silla húmedos con el sudor, y las correas tiesas y endurecidas.

1 Federico Santurce se tenía por muy hermoso; pasaba largos ratos delante de un pequeño espejo que tenía colgado en el cuarto de los arneses, atusándose el pelo y las patillas, y arreglándose la corbata. Cuando el amo le hablaba, á todo contestaba: «Sí, señor; sí, señor», llevando la mano á la gorra á cada palabra. Puedo decir que era el hombre más perezoso y más vano que jamás se había acercado á mí, aunque tenía la buena cualidad de no maltratarme; pero el caballo necesita algo más que eso. Yo ocupaba una cuadra suelta, que hubiera podido ser muy agradable, si aquel hombre no hubiese sido tan indolente para limpiarla. Jamás renovaba la paja, y el olor que se desprendía de las capas inferiores era insoportable, mientras que sus fuertes vapores me hacían picar los ojos é inflamarse, y hasta llegué á perder el apetito.

Un día entró en la cuadra el amo, y dijo:

-Federico, esta cuadra huele muy mal ; ¿por qué no haces en ella una buena limpieza, arrojando agua con abundancia?

-Sí, señor-contestó, llevando la mano á la gorra, lo haré, si usted lo dispone; pero debo decirle que es peligroso arrojar agua en las cuadras de los caballos, pues con facilidad pueden ,coger un resfriado, señor. Sentiría yo mucho que por mi causa sobreviniese algún mal al caballo, pero si usted lo manda, señor, lo haré.

-Yo no quiero que el caballo se enferme-replicó el amo; pero te repito que no me gusta el olor de esta cuadra.. ¿Estarán tal vez en mal estado los desagües?

- -Ya que usted habla de ello, señor, le diré que se me figura que de ahí proviene el mal olor ; es posible que no estén corrientes.

-Haz, pues, venir al albañil, y que los veadijo el amo.

-Está muy bien, señor.

El albañil vino, levantó una porción de ladrillos, y no halló nada fuera de orden; los volvió á colocar como estaban, cargó al amo dos duros por su trabajo, y el olor continuó tan malo como antes. Y no paró ahí el mal, sino que por efecto de estar yo constantemente sobre tan gran cantidad de paja húmeda, mis cascos se enfermaron y reblandecieron, y mi amo solía decir:

-Yo no sé lo que tiene este caballo, que pisa tan inseguro. Algunas veces hasta temo que se caiga.

-Sí, señor-contestaba Federico ;-yo también he notado lo mismo, cuando lo he sacado á hacer un poco de ejercicio.

La verdad era que rara vez me sacaba, y que cuando el amo, por sus ocupaciones, no podía montarme, se pasaban días y días sin que pudiera yo estirar un poco las piernas, dándoseme en tanto el mismo alimento que si tuviera un trabajo duro. Esto, como era natural, alteraba mi salud, y me ponía pesado y triste unas veces, é intranquilo y febril otras. Nunca se ocupaba de darme verde ó afrecho, que me hubiera refrescado, pues era tan ignorante como presuntuoso; y así, en vez de ejercicio y cambio de alimento, que era lo que yo necesitaba, me saturaban de píldoras y drogas, que, además de la incomodidad de hacerlas pasar por mi garganta, solían hacerme más daño que provecho.

Llegaron á ponérseme los cascos tan tiernos, que un día, trotando con mi amo encima, por una calle recién empedrada, di los tropezones tan serios, que me condujo él mismo á casa del albéitar para que me reconociese y le dijese qué era lo que me pasaba. El albéitar examinó mis cascos uno por uno, é incorporándose, y frotándose las manos, dijo:

-Su caballo ha contraído lo que llamamos putrefacción de la ranilla, y de la peor especie; todo el casco se halla lesionado y sumamente tierno, y lo que extraño es que no se haya caído con usted. No comprendo cómo el mozo que lo cuida no lo ha visto. Esta enfermedad se contrae en las caballerizas que están sucias, y donde las camas de los caballos no son renovadas convenientemente. Mándemelo usted mañana con el mozo, y le haré la cura que requiere, recetándole un linimento que aquél le podrá aplicar con arreglo á mis instrucciones.

Al siguiente día me limpió interiormente los cascos con el mayor esmero, y me los rellenó de estopa empapada en una fuerte loción, lo que fué asunto bien desagradable para mí.

El veterinario ordenó que mi cama fuese levantada diariamente, y que el piso de la cuadra se mantuviera siempre bien limpio; que me dieran afrecho, alguna hierba, y poco grano hasta que me mejorase. Con este tratamiento, pronto recobré mi antiguo espíritu; pero el señor Barnuevo se disgustó tanto al verse engañado dos veces por sus criados, que determinó dejarse de tener caballo propio, y alquilar uno cuando lo necesitase. En su consecuencia, me conservó hasta que mis cascos estuvieron completamente curados, y entonces fuí vendido en una feria.