Azabache/XXI

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XXI

PEDRO SEGOVIA

Nunca había conocido yo un hombre mejor que mi nuevo amo. Además de poseer un carácter bondadoso, era tan recto como Juan Carrasco, y estaba siempre tan alegre y de buen humor, que nadie podía reñir con él.

Enrique era inteligente en el trabajo de la caballeriza, como pudiera serlo un muchacho de mucha más edad, y siempre estaba dispuesto á hacer cuanto podía.

Paulina y Dora acostumbraban venir todas las mañanas á ayudarlos, ya cepillando y mullendo los almohadones del coche, ya limpiando los cristales, mientras Juan me pasaba la almohaza en el patio, y Enrique daba lustre á los arneses. Hablaban y reían los cuatro constantemente, y esto nos levantaba el espíritu á Capitán y á mí.

Una mañana que salimos al trabajo, apenas nos habíamos colocado en el punto, vi salir de una taberna inmediata dos hombres mal encarados, que acercándose á Perico, le dijeron :

¡Eh! Simón, abre los ojos, y escucha: estamos retrasados y necesitamos tomar el próximo tren en la estación Victoria; llévanos á todo escape, y te ganarás una peseta de propina.

-Si quieren ustedes ir á un paso regular, no tengo inconveniente; pero por una peseta extra no suelto yo el vapor de un caballo como éstecontestó Perico.

. Otro cochero que se hallaba inmediato, se apresuró á abrir la portezuela de su simón, diciéndoles :

-Aquí está el hombre que ustedes buscan, caballeros; entren ustedes en mi coche, y ya estamos allí y montando en el pescante, y arreando á su matalón, salió, corriendo cuanto podía. Perico me dió unas palmadas en el cuello, y dijo:

-No, Juanillo; una peseta más no vale la pena de darte un mal rato, ¿verdad?

Aunque Perico era opuesto resueltamente á todo lo que fuese hacernos correr por complacer á esas gentes que siempre llegan tarde á todas partes, me llevaba por lo regular á un paso animado, y cuando llegaba el caso y sabía por qué, no dejaba de soltar el vapor, como el primero.

Recuerdo que una mañana, hallándonos en el punto, esperando hacer alguna carrera, vimos que un joven que venía corriendo, con varios bultos de equipaje en sus manos, resbaló en una cáscara de naranja, y cayó con violencia al suelo.

Perico fué el primero que corrió á levantarlo.

El joven parecía como atontado por el golpe, y caminaba con gran trabajo cuando lo metieron en una tienda inmediata. Perico volvió á mi lado, y como á los diez minutos, el joven salió á la puerta de la tienda, é hizo seña para que se acercase con el coche.

- -Esta fatal caída me ha hecho perder un tiempo precioso-dijo, y es para mí de la mayor importancia alcanzar el tren de las doce en la estación del Norte. ¿Se compromete usted á llegar con tiempo? No sólo se lo agradeceré, sino que le daré una buena gratificación.

-Haré cuanto pueda por complacerle-contestó Perico,-si usted cree que está en disposición de emprender el viaje.-El joven estaba sumamente pálido.

Es indispensable-dijo con ansiedad, abra la portezuela, y no perdamos tiempo.-Antes de un minuto estaba Perico en el pescante, y con un alegre: «vamos, Juanillo, y un ligero .

toque de riendas, que yo comprendí muy bien, salimos á todo trote.

- -Ahora, Juanillo, muévete con gracia-me iba diciendo,-hagamos ver á esos ganapanes, que cuando llega la ocasión sabemos cumplir con nuestro deber.

Es cosa difícil llevar un coche al trote largo por las calles de Londres en las horas en que el tráfico está en todo su apogeo; pero mi amo y yo hicimos cuanto pudimos, pues, cuando un buen cochero y un buen caballo se entienden el uno al otro, es prodigioso lo que pueden hacer.

Yo tenía una buena boca, es decir, podía ser guiado con la mayor suavidad de riendas; y esto es muy importante en Londres, donde hay que cruzar por entre tan gran número de carruajes, omnibus, carros, carretas, coches de alquiler y grandes galeras, todos á buen paso, unos en una dirección, otros en otra, los unos pretendiendo pasar á los que van más despacio, los ómnibus deteniéndose á cada minuto para tomar ó dejar pasajeros, obligando al caballo que viene detrás á detenerse, ó ponérsele delante, sucediendo & veces que al querer pasarle, otro se atraviesa en el estrecho espacio abierto, y hay que volver á colocarse detrás del ómnibus; y sucediendo también á veces que, al creer llegado el momento de cruzar y ponerse delante, las ruedas de unos y otros vienen á verse tan inmediatas, que es casi imposible escapar sin algún arañazo. Si el cuidado no es muy grande, y no anda uno tan listo como perro ratonero, para aprovechar todas las salidas, es lo más fácil ver las ruedas de su propio vehículo enganchadas con las de otro, ó la lanza de alguno venir á enterrársele á uno en el pecho ó en el costado; de modo que se necesita muchísima práctica para cruzar aquellas calles en el centro del día.

1 Perico y yo estábamos ya acostumbrados, y nadie nos ganaba en habilidad para sortear todos los inconvenientes. Yo era vivo y atrevido, y sabía que podía confiar en el que me guiaba; él era vivo también, pero prudente al mismo tiempo, y tenía confianza en su caballo, lo que es una gran cosa. Muy rara vez usaba el látigo; con su voz tenía yo bastante para saber cuándo él deseaba que fuese más de prisa; pero volvamos á mi cuento.

Las calles estaban aquel día concurrídisimas, pero fuimos bien, hasta que ya cerca del puente nos encontramos con el paso obstruido por una parada de la fila, que nos hizo detenernos tres ó cuatro minutos. El joven asomó la cabeza por la ventanilla, y dijo, con impaciencia:

Azabache.-14 Vol. 377 Creo que será mejor que me apee, pues esto no lleva trazas de terminar.

-No se apure usted, señor-contestó Perico; -esta detención no puede durar ya mucho, y llegaremos con tiempo.

- En aquel momento empezó la fila á moverse.

Por fortuna, al llegar al puente, los innumerables carruajes de alquiler que lo cruzaban iban todos á la carrera, tal vez con el deseo de alcanzar el mismo tren; y señalando el gran reloj las doce menos ocho minutos entrábamos en la estación, con otros mucho más.

¡Llegamos por fin !-dijo el joven, apeándose, gran servicio me han prestado, usted y su excelente caballo. Allá van dos duros de propina.

-No, señor; muchas gracias; mi mayor satisfacción está en que haya usted podido alcanzar el tren; pero no se detenga, pues está sonando la campana y sin esperar más palabra, Perico me apartó del andén para dejar sitio á otros carruajes que llegaban en el último momento.

Cuando llegamos al punto, hubo grandes risas y burlas por parte de los otros cocheros, que decían que Perico, contra sus principios, había dado un mal rato á su caballo, por pescar una propina, y deseaban saber cuál había sido ésta.

Nada-contestó Perico.

-Eso no puede ser-contestaron ellos.

-Vamos á cuentas, señores; el caballero me alargó dos duros extra, que yo no quise aceptar, porque me bastaba la satisfacción de verlo tan contento por haber alcanzado el tren; y si Juanillo y yo nos movemos ligeros cuando lo tenemos por conveniente, es asunto de él y mío, que no interesa á ustedes.

-A ese paso, nunca serás rico-dijo uno.

-Pero soy feliz, y tengo bastante.

Otra mañana, cuando Perico me estaba enganchando, entró un caballero en el patio.

-Para servir á usted-dijo mi amo al verlo.

-Buenos días, Segovia-contestó aquél.-He venido á ver si nos convenimos para que lleve usted á mi señora todos los domingos á la iglesia, que está algo distante, no pudiendo por lo tanto ir á pie.

-Muchas gracias, señor-contestó Perico ;pero mi licencia es sólo para los días de entre semana, y no me es posible complacerlo.

-Eso no es inconveniente-replicó el otro ;pues puede usted sacarla para los domingos, y yo haré de modo que no se perjudique. Mi señora lo prefiere á usted á cualquier otro cochero.

-Mucho gusto tendría en complacerlo, caballero; pero una vez tuve licencia para los siete días, y el trabajo era excesivo para mí y para mis caballos. Todo el año entero, sin descanso alguno, es demasiado, y desde que trabajo sólo seis días, me encuentro mucho mejor.

-Está bien-dijo el caballero, un poco amostazado, buscaré otro que lo haga.-Y con esto se retiró.

- Paulina !-gritó Perico, cuando aquél salió.

Paulina se presentó en el acto.

-¿Qué quería el señor Bárcenas ?-preguntó.

Perico le contó lo ocurrido, añadiendo que le era sensible no complacer á aquellos señores, que eran unos buenos parroquianos, puesto que la señora, con mucha frecuencia, alquilaba el carruaje para ir á las tiendas y á hacer visitas, pagando muy bien, siendo probable que ahora perdiesen todo aquello.

-¿Qué opinas tú, muchacha?

-Opino que has hecho muy bien en rehusar, pues necesitas ese día de descanso, para pasarlo con tu mujer y tus hijos, y los caballos lo necesitan también. Dios me libre de volver á los antiguos tiempos.

-Eso mismo es lo que le he dicho al señor Bárcenas; de modo que no te apures-añadió, viendo que ella empezaba como á querer llorar.

Tres semanas se habían pasado después de esta conversación, sin que viniera orden alguna de la señora de Bárcenas, de manera que el trabajo estaba reducido á tomar carreras en el punto. Perico lo sentía mucho, porque la fatiga era mayor para él y para mí; pero Paulina lo animaba diciéndole:

-No importa, Perico, no te apures, que ya las cosas cambiarán.

Pronto fué conocido en el punto, que Perico había perdido su mejor parroquiano, y la razón de ello; la mayor parte de sus compañeros dijeron que era un tonto, pero dos ó tres se pusieron de su parte.

-El obrero-decía uno,-debe aferrarse en su derecho al descanso en el domingo. Las leyes del cielo y de la tierra lo ordenan, y debemos defender esas leyes para nosotros y para nuestros hijos. Si las señoras quieren ir á la iglesia, que vayan á pie á la más próxima; y si llueve, que se pongan el impermeable, como hacen cuando les conviene.

- Cerca de un mes después de esto, entrábamos en el patio una noche, algo tarde, cuando vino Paulina corriendo, con una luz para alumbrarnos, como era su costumbre.

-No te lo dije, Perico? La señora de Bárcenas ha enviado á decir con un criado esta tarde, que vayas mañana á las once con el coche.

Yo le dije que suponíamos había tomado otro ya, y me contestó que así era en efecto, porque habías rehusado ir los domingos; pero que, habiendo probado otros coches, sin hallar ninguno tan cómodo y tan limpio como el nuestro, ni verse tan bien servida como por ti, había resuelto volver á ocuparte.

Paulina estaba contentísima, y Perico se sonrió al verla así.

-Tenías razón, mujer, como siempre la tienes. Vé y prepárame la cena, mientras yo desengancho á Juanillo y lo arreglo para que pase una buena noche.

Desde entonces, la señora de Bárcenas siguió ocupando el coche con tanta frecuencia como antiguamente, aunque no en los domingos; pero llegó uno de éstos en que tuvimos que trabajar, y voy á decir por qué.

Habíamos llegado por la noche, muy cansados, y contentos al mismo tiempo pensando que el día siguiente sería todo entero de descanso, cuando se nos acercó Paulina, diciendo:

-Querido Perico, la pobre Sara Moreno ha recibido una carta en que le anuncian que su madre está gravemente enferma, y que si quiere verla viva no debe perder un momento en ponerse en camino. El lugar donde vive está á diez millas distante de aquí, en el campo, y si va por el ferrocarril tiene que caminar cuatro millas desde la estación más próxima; débil como está, y con un niño de cuatro meses en los brazos, eso es imposible, por lo que desea que la lleves tú en el coche, pagándote lo que sea.

-No es el dinero lo que me preocupa, sino el descanso que, tanto los caballos como yo, necesitamos, pues estamos rendidos; pero lo pensaré.

-Eso no tiene qué pensar-replicó Paulina; -yo siento tanto como tú que no pasemos el día juntos; pero me hago cargo de la situación de la pobre Sara; hagamos con los demás lo que quisiéramos que hicieran con nosotros.

-Bueno, Paulina, tú hablas tan bien como el cura de la parroquia, y si mañana no oigo el sermón, ya llevo por delante el que tú me has echado. Dí á Sara que estaré listo á las diez en punto. Por la mañana te llegarás á casa del carnicero Briones, y le dirás que deseo me haga el favor de prestarme su tílburi; yo sé que no lo usa los domingos, y será un gran alivio para el caballo, pues es mucho más ligero que el coche.

Yo fuí el elegido para hacer la jornada, y á la mañana siguiente, antes de dar las diez, estaba enganchado en un ligero tílburi de altas ruedas, qué en comparación del coche me parecía una pluma.

- Perico dijo á Paulina que le pusiera en el cajón del tílburi un poco de pan y queso, y él puso un buen pienso de avena para mí.

-Adiós, Paulina-dijo montando, al tiempo que daban las diez ;-estaré de vuelta esta tarde, lo más temprano que pueda.

-Te esperaremos para comer juntos-le contestó ella; y salimos á la calle.

Era un hermoso día de mayo, y tan luego como nos vimos fuera de la ciudad, el aire puro y el fresco olor del campo me hicieron sentirme contento.

La familia de Sara vivía en una pequeña granja, é inmediato á la casa había un cercado con algunos árboles frutales y de sombra, en el que pastaban dos vacas. Un joven campesino dijo á Perico metiese el tílburi en el cercado, y que él me pondría á mí en el establo de las vacas, sintiendo no poder ofrecer una caballeriza mejorque -Si las vacas de usted no se ofenden-le contestó Perico, lo que más agradará á mi caballo será pasar una hora ó dos en esa hermosa pradera; es manso, y no podremos hacerle mejor obsequio.

-Hágalo usted, en hora buena-dijo el joven : todo cuanto hay aquí está á su disposición, puesto que tan bueno ha sido con mi hermana; dentro de una hora estará lista la comida, y espero que usted nos acompañará; aunque con la enfermedad de mi madre, todo en la casa está trastornado.

Perico le dió las gracias, añadiendo que había traído consigo algo que comer, y que su mayor gusto sería emplear el tiempo en pasear en el prado.

Cuando me vi allí suelto, sin los arneses, no sabía qué hacer primero, si comer la fresca hierba, revolcarme, acostarme á descansar, ó galopar por aquel campo, regocijándome al verme libre. Al fin lo hice todo, sucesivamente. Perico parecía tan feliz como yo; se sentó primero en un banco que había á la sombra de un árbol, oyendo cantar á los pájaros, cantando él mismo, y leyendo en un pequeño libro que llevaba consigo; luego paseó todo el cercado, bajó á un pequeño arroyo que allí había, é hizo un ramo de flores silvestres, que sujetó con largos vástagos de yedra, y me dió el pienso de avena que había puesto en el tílburi. El tiempo pasó volando para mí, que no había disfrutado del campo desde que me separé de la pobre Jengibre en el potrero del Conde.

Regresamos á casa á un trote cómodo. v las 1 1 primeras palabras de Perico al entrar en el patio fueron :

-¡Hola, Paulina ! aquí me tienes, después de no haber perdido del todo el domingo, pues he oído cantar himnos á los pájaros, y les he acompañado; y en cuanto á Juanillo, ha estado hecho un joven potro.

Cuando alargó el ramo de flores á Paulina, ésta brincó de contento.

El invierno se presentó aquel año con grandes fríos y humedades. Casi todos los días teníamos nieves, granizos, ó lluvias, reemplazados sólo por penetrantes y fuertes vientos, ó por grandes heladas. Los caballos sentíamos mucho aquello.

Cuando el frío es seco, un par de buenas mantas nos conserva abrigados; pero cuando cae esa lluvia constante que tudo lo empapa, la humedad llega & penetrar hasta los huesos, y es muy perjudicial. Algunos cocheros tenían un impermeable, con que nos cubrían, lo cual era excelente ; pero otros eran tan pobres que no tenían con qué proteger ni á ellos ni á sus caballos, y muchos sufrieron extraordinariamente aquel invierno. Nosotros los caballos, después de trabajar mediodía, íbamos á nuestras cuadras y descansábamos; mientras que ellos tenían que pasar todo el día en el pescante, retirándose algunas veces á la una y las dos de la madrugada, si tenían que esperar á la puerta de alguna casa donde hubiera reunión ó baile.

Lo peor de todo para nosotros era cuando las calles se ponían resbaladizas por el hielo ó la nieve; una milla de aquel camino, nos cansaba más que cuatro de otro en buen estado, pues teníamos que esforzar todos los músculos y nervios de nuestro cuerpo para conservar el equilibrio, añadiéndose á esto el miedo á caer, que extenúa más que nada.

Cuando el tiempo estaba muy malo, muchos de los cocheros solían entrar en la taberna inmediata, dejando uno al cuidado de los coches ; pero esto les hacía perder algunas carreras, y según decía Perico, era un motivo de gastar dinero. El nunca hacía eso; solamente tomaba alguna taza de café, de un viejo que acostumbraba recorrer el punto con una cafetera de hoja de lata, y pasteles. Opinaba que las bebidas espirituosas y la cerveza sólo producían un calor mumentáneo, mientras que el buen alimento, buen abrigo, y buen humor, era lo que necesitaba un cochero para estar caliente. Paulina le enviaba siempre algo que comer, cuando no podía ir á casa, y con frecuencia veíamos á la pequeña Dora asomarse á la esquina de la calle para ver si el padre estaba en el punto, y si lo veía, volaba á casa, á toda carrera, regresando al poco rato con un canasto, dentro del cual venía un pucherito con sopa, ó una torta hecha por Paulina.

Era admirable cómo aquella pequeña niña podía cruzar con seguridad la calle, cuajada á veces de caballos y carruajes; pero era brava como ella sola, y tenía á mucho honor traer la comida á su padre. Era querida por todos en el punto, y no había uno que no le hiciera caricias.

Un día que soplaba un viento friísimo, se haIlaba Perico tomando algo caliente, que Dora le había traído; cuando, apenas había empezado, se acercó muy de prisa un caballero saludándolo con un movimiento de su paraguas. Perico le correspondió llevándose la mano al sombrero, entregó el puchero á Dora, y vino á quitarme la manta, cuando el señor le dijo:

-No, amigo, termine usted su comida, que yo puedo esperar-y entró en el coche.

Perico le dió las gracias, y regresó al lado de Dora, diciéndole :

-Ahí tienes lo que se llama un cumplido caballero, Dora, que se ocupa del bienestar de un pobre cochero.

Concluyó su sopa, y tomando la orden de aquel señor, montó en el pescante, y partimos. Varias veces después de este día, volvió á alquilar el carruaje el mismo señor, que creo era muy aficionado á caballos y á perros, pues siempre que lo conducíamos á su casa salían dos ó tres de éstos á recibirlo, saltando de alegría. Con frecuencia se acercaba á mí y me acariciaba, cosa que me causó extrañeza, pues no siendo las señoras, que solían hacerlo alguna vez, y uno ó dos caballeros además de aquél, puedo asegurar que de cien que alquilasen el carruaje, noventa y nueve se ocupaban tanto de acariciar el caballo que los iba á conducir, ó que los había conducido, como pudieran pensar en hacerlo á la locomotora de un ferrocarril.

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Un día, él y otro señor tomaron el coche y ordenaron que los condujésemos á una tienda, permaneciendo él á la puerta, mientras su amigo entró en ella. Un poco más adelante de donde estábamos parados, y en la acera opuesta, había un carro con dos hermosos caballos, enfrente de un establecimiento de bebidas. El conductor no estaba con ellos, y yo no sé el tiempo que llevarían allí parados, pero sin duda creveron que habían esperado bastante, y echaron á andar. No habían and do muchos pasos, cuando el carretero salió corriendo y los detuvo. Parecía estar furioso porque se habían movido, y empezó á castigarlos de una manera brutal, dándoles palos hasta en la cabeza, con el mango del látigo. Al verlo nuestro caballero, se adelantó y le dijo con muy mal tono :

-Si usted no cesa ahora mismo de castigar á esos animales, voy á hacer que se lo lleven á la cárcel, por haberlos dejado abandonados, y por su conducta brutal con ellos.

El hombre parecía que había bebido más de lo conveniente, y contestó en malos términos, pero cesó de castigar á los caballos, y montó en el carro; mientras tanto, nuestro amigo había sacado de su bolsillo un libro de memorias, y mirando al número del carro, escribió algo en dicho libro.

-¿Qué está usted haciendo?-gruñó el carretero, chasqueando el látigo, y partiendo. Un movimiento de cabeza y una sonrisa fué la única contestación que obtuvo.

Al volver adonde estábamos, el caballero se encontró con su amigo, que le dijo, riendo:

-Yo creía, Pacheco, que tenía usted bastantes negocios propios á que atender, sin meterse á gobernar caballos y criados ajenos.

-Amigo mío-contestó el otro prontamente; -mi firme creencia es que, si una persona ve cometer una crueldad, ó un acto censurable, y no lo evita, pudiendo, se hace reo de aquel delito, en participación con el que lo comete.

Como se ve por todo lo que llevo dicho, para caballo de un coche simón yo no podía estar mejor de lo que estaba, pues, siendo mi cochero mi propio dueño, le interesaba tratarme bien y no hacerme trabajar demasiado, aun cuando no hubiera sido un hombre tan bueno como era. Pero había otros muchos caballos, pertenecientes á dueños de grandes establos, que los alquilaban á los cocheros por un tanto diario, y cuya vida era muy diferente. Como dichos caballos no pertenecían á los cocheros que los manejaban, éstos sólo procuraban sacar de ellos todo el dinero que podían, primero, para pagar al dueño, y luego para proveer á sus necesidades; lo que constituía para aquellos pobres animales una situación terrible. Yo vi á muchos de ellos, con dos ó tres pasajeros en el coche, y tantos bultos de equipaje cuantos podían contenerse dentro y en el pescante, correr jadeantes y á fuerza de latigazos, en dirección de las estaciones de los ferrocarriles, y vi también á algunos caer en el suelo por el exceso de la fatiga, para no levantarse más.

Afortunadamente, mi suerte no era tan triste; pero no dejaba de pensar que pudiera algún día llegar á aquel extremo.