Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo I

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1832
II

I

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Cuando le llegó su vez al capitán Leopoldo d’Auverney, se quedó un tanto espantado, y aseguró a la concurrencia que no sabía de ningún incidente de su vida que mereciese llamar la atención.

—Pero ¿cómo es eso, capitán—le respondió el teniente Enrique—, cuando ha viajado usted tanto y visto tanto el mundo? ¿No ha estado usted en las Antillas, en Africa, en España, qué sé yo?... Hola, capitán; ahí tiene usted su perro cojo.

D’Auverney se estremeció, dejó caer el cigarro y se volvió de súbito hacia la entrada de la tienda de campaña, al tiempo mismo que un enorme perrazo venía de carrera, aunque cojeando, hacia él.

El perro, al pasar, pisoteó el cigarro del capitán, y el capitán no hizo alto.

El perro le lamió los pies, meneó la cola, ladró, saltó, dió señales de alegría en cuanto pudo a su manera, y luego se echó delante de sus pies; el capitán le acariciaba maquinalmente con la mano izquierda, y moviendo con la otra las carrilleras del casco, decía de vez en cuando:

—Vamos, Rask, vamos.

Por fin, volviendo en sí, exclamó:

—Pero ¿quién te ha traído?

—Con licencia, mi capitán...—dijo el sargento Tadeo, que había levantado un poco el cortinaje de la tienda, y se mantenía en pie, con el brazo derecho cubierto con su capote, y las lágrimas en los ojos al contemplar en silencio aquella escena, copiada del desenlace de la Odisea.

Por fin se aventuró a soltar estas palabras:

—Con licencia, mi capitán...

Y D'Auverney levantó la vista.

—¡Hola! ¿Eres tú, Tadeo?... ¿Y cómo demonios pudiste...? ¡Pobre perro! Yo creía que estaba en el campamento inglés. ¿Adónde le encontraste, dime?

—Gracias a Dios, mi capitán, aquí estamos todos; y yo tan contento como el señorito su sobrino cuando su merced le hacía decir aquella relación: "Cornu, un cuerno; cornu, de un cuerno..."

—Pero, vamos, dime: ¿dónde le encontraste?

—No le encontré, mi capitán, que le fuí a buscar.

El capitán se puso en pie y le alargó al sargento la mano; pero, en vez de hacer lo mismo, el sargento se quedó con la suya metida dentro del capote. El capitán ni lo reparó.

—La cosa es, mi capitán, que desde que se perdió el pobre Rask parecía, con licencia, que le faltaba a usted alguna cosa; y, hablando claro, la noche que no vino, como solía, a comer conmigo el pan de munición, en poco estuvo que el viejo de Tadeo no se pusiera a llorar como un chiquillo. Pero no, a Dios gracias, que no me han visto llorar sino dos veces en mi vida: la primera, cuando... el día que...—y el sargento miró a su amo con sobresalto—; la segunda, el día que al pícaro del cabo Baltasar se le ocurrió hacerme pelar un manojo de cebollas.

—Se me figura, Tadeo—contestó Enrique riéndose—, que se te quedó en el tintero el decir por qué lloraste la primera vez.

—¿Sin duda sería cuando te dió un abrazo Latour d’Auvergne, el primer granadero francés?—preguntó con tono afectuoso el capitán, sin parar de hacer caricias al perro.

—No, mi capitán; si el sargento Tadeo pudo llorar, usted mismo debe confesarnos que no pudo ser sino el día que mandó fuego para Bug-Jargal, por otro nombre Pierrot.

Todas las facciones del capitán se anublaron, y acercándose con ímpetu al sargento, quiso apretarle la mano; pero, a pesar de tamaño honor, no sacó Tadeo el brazo del capote.

—Sí, mi capitán—prosiguió, dando algunos pasos atrás, mientras D’Auverney le echaba una mirada dolorosa—; aquella vez lloré porque él lo merecía. Es verdad que era negro; pero también la pólvora es negra, y... y...

El buen sargento hubiese preferido salir con honra del atolladero de su comparación, porque había algo que halagaba su fantasía en este símil; pero habiendo probado inútilmente a expresarse, y después de embestir, por decirlo así, con su idea por todos los frentes, hizo lo que hacer suele el general de un ejército delante de alguna fortaleza: levantó el sitio y continuó su jornada, sin hacer alto en la sonrisa de los oficiales.

—Digo, mi capitán, ¡si hubiera usted visto al pobre negro cuando llegó a carrera y sin aliento, en el instante mismo que se estaban preparando sus diez camaradas! Había sido preciso atarlos, y yo lo hice porque mandaba el piquete; ¡y cuando los fué desatando uno por uno con sus propias manos, para ponerse en su puesto, aunque ellos se resistían!, ¡qué firmeza! ¡Aquello era un hombre! ¡Ni el peñón de Gibraltar! ¿Y luego, mi capitán, cuando se mantuvo tan derecho como si fuese a entrar en un baile? Y cuando su perro, este mismo Rask que tenemos aquí, comprendió lo que se iba a hacer y se me abalanzó a la garganta...

—Por lo general, Tadeo—le interrumpió el capitán—, no solías dejar pasar esta parte de la relación sin hacerle una fiesta a Rask; repara y cómo te mira.

—Tiene su merced razón, mi capitán—respondió Tadeo, algo cortado—; el pobre Rask me echa unos ojos que... Pero la vieja Malagrida me ha dicho que trae mala suerte el hacer fiestas con la mano izquierda.

—Bien, pero ¿para qué sirve la derecha?—preguntó D’Auverney sorprendido y reparando por la vez primera en el brazo envuelto entre el capote y en la palidez de Tadeo.

La confusión del sargento subió de punto.

—Con licencia, mi capitán; el caso es que... que ya tiene usted un perro cojo, y mucho me temo que acabe por tener un sargento manco.

El capitán dió un salto desde su asiento.

—¡Cómo! ¿Qué es lo que dices, Tadeo? ¡Tú manco! Saca el brazo. ¡Manco, Dios mío!

Y D’Auverney temblaba; el sargento fué desliando despacio el envoltorio de su capote, y enseñó, por fin, el brazo cubierto con un pañuelo ensangrentado.

—¡Ah, Dios mío!—tartamudeaba el capitán mientras iba levantando con suma precaución el lienzo—. Pero, Tadeo, explícame...

—Una cosa muy sencilla. Ya dije que había reparado en su tristeza de usted desde que los malditos ingleses nos quitaron al pobre Rask, al perro de Bug. Así, esta noche me resolví a ir y traérmelo, aun cuando me costara el pellejo, para poder cenar con apetito. Por eso, después de haber recomendado a Mathelet, su asistente de usted, que cepillase con cuidado el uniforme de gala para la gran acción de mañana, me salí a la calladita del campamento, sin más arma que mi sable, y me metí por entre las cercas, para llegar antes adonde están los ingleses. Todavía no había yo llegado ni a la primer línea de parapetos, cuando, con licencia, mi capitán, reparé en un corro de casacas coloradas que estaban en un bosquecillo, hacia la izquierda. Como no hacían alto en mí, me acerqué para ver mejor, y lo primero que descubrí fué a Rask, atado a un árbol en medio de ellos, mientras dos milores, en cueros como los herejes, se estaban repartiendo sobre las costillas unos puñetazos que hacían más ruido que la tambora de nuestro regimiento. Eran dos señores ingleses, que probablemente se habían desafiado por vuestro perro; pero Rask, que me conoció, dió de repente un estrechón tal, que rompió la cuerda, y en un abrir y cerrar de ojos estaba el tunante corriendo tras de mí. Ya puede usted figurarse que los otros no se estuvieron quietos. Yo me zambullí entre las matas, y Rask siguiéndome, mientras alrededor de nosotros silbaba una nube de balas. Rask se puso a ladrar en respuesta; pero, por fortuna, no le pudieron oír a causa de sus gritos de french dog, french dog, como si el perro no fuera de la casta de Santo Domingo. No importa: ya habíamos saltado por encima de los cercados y me creía ya en salvo cuando se nos ponen delante dos de los colorados. Con el sable me zafé de uno de ellos, y lo mismo hubiera hecho con el otro, a no ser porque traía una pistola cargada con bala... Ahí tiene usted mi brazo derecho. Pero no importa: el french dog le saltó al pescuezo, como si fuera un amigo antiguo, y yo aseguro que el abrazo fué estrecho, porque el inglés vino a tierra degollado. ¿Para qué fué tan terco el hombre en seguirnos? Por fin, aquí está Tadeo de vuelta al campamento, y Rask con él. Mi única pesadumbre es que no quisiera Dios haberme enviado esto en la batalla de mañana. Conque... se acabó.

Las facciones del veterano se entristecieron con la idea de no haber recibido su herida en una batalla.

—¡Tadeo!—exclamó el capitán en tono irritado; y en seguida añadió con más blandura—: ¿A qué viene esa tontería de exponerte así por un perro?

—No fué por un perro, mi capitán; fué por Rask.

El rostro de D’Auverney se inmutó de repente, y el sargento prosiguió en su discurso:

—Fué por Rask, por el perro de Bug...

—Basta, basta, Tadeo—dijo el capitán, cubriéndose los ojos con una mano—. Vamos—añadió después de un breve silencio—, apóyate sobre mí y vamos al hospital.

Después de hacer una respetuosa resistencia, obedeció Tadeo; y el perro, que durante toda esta escena se había entretenido, por desfogar su alegría, en roer la magnífica piel de oso de su amo, se levantó y les fué siguiendo a entrambos.