Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo II

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I
III

II

Este episodio había despertado en grado sumo la curiosidad de los bulliciosos espectadores.

El capitán Leopoldo d'Auverney era uno de aquellos hombres que, sea cual fuere el escalón en que el acaso de la suerte o el remolino de la sociedad los haya colocado, inspiran siempre cierta especie de respeto mezclado de afecto. Quizá nada ofrecía de notable a primera vista: sus modales eran fríos y sus miradas indiferentes. El sol de los trópicos, aun cuando le tostó el cutis, no le había inspirado aquella viveza de gestos y palabras que suele hermanarse en los criollos con cierto abandono, a menudo lleno de gracia. D’Auverney hablaba poco, escuchaba rarísima vez y siempre se mostraba pronto a obrar. El primero en montar a caballo, el postrero en volver al pabellón, parecía como si buscase en las fatigas personales un amparo contra sus pensamientos. Estos pensamientos, que habían estampado su melancólica y severa huella en las precoces arrugas de su frente, no eran de aquella clase que se alivian con el desahogo de una confianza, ni eran de aquellos tampoco que se evaporan en una frívola conversación y se confunden gustosos con las ideas ajenas. Leopoldo d’Auverney, cuyo cuerpo no alcanzaban a rendir las penosas tareas de la guerra, manifestaba una aversión y cansancio inconcebibles en cuanto suele llamarse ejercicios de la fantasía. Huía de las disputas con tanto anhelo como buscaba las batallas, y si a veces se dejaba arrastrar hasta tomar parte en algún debate, soltaba tres o cuatro palabras llenas de grave juicio y profundas razones, y luego, en el momento mismo de convencer a su adversario, se paraba, exclamando: “¿De qué sirve...?”, y se salía para pedirle al comandante algo en que entretener el tiempo, ínterin llegaba la hora de la carga o del asalto.

Sus camaradas excusaban su porte seco, reservado y taciturno, porque en toda ocasión le encontraban bueno, valiente y bondadoso. Había salvado la vida de muchos, con peligro de la suya propia, y era sabido que, si rara vez abría la boca, su bolsa, al menos, nunca estaba cerrada. Era querido en el ejército, y hasta le perdonaban el hacerse respetar, por decirlo así.

Sin embargo, era aún joven: treinta años aparentaba, y en realidad estaba aún lejos de tenerlos. Aun cuando hacía ya algún tiempo que combatía en las filas republicanas, todos ignoraban sus aventuras; y el único ente que, aparte de Rask, podía arrancarle alguna señal de vivo interés, era el sargento veterano Tadeo, que había entrado a la par en el regimiento, que nunca se le separaba del lado y que solía contar de una manera confusa algunas circunstancias de su vida. Sabíase, pues, que D'Auverney había experimentado en América grandes desgracias, y que, casado en Santo Domingo, había perdido a su mujer y su familia entera entre los horrores de la revolución que dió por tierra con aquella magnífica colonia. En aquella época, los infortunios de esta clase se habían hecho tan comunes que se había formado una especie de fondo de compasión general, en que cada uno metía y sacaba su parte; de modo que si el capitán D'Auverney excitaba lástima en grado algo extraordinario, no tanto era por las pérdidas que había sufrido cuanto por su manera de sobrellevarlas. En efecto, al través de su glacial indiferencia no fuera difícil rastrear a veces los movimientos convulsivos que procedían de una llaga secreta, pero incurable.

Así que principiaba el combate se serenaba su rostro. En la pelea se mostraba tan intrépido cual si aspirase a ser general; después de la victoria, tan modesto cual si se contentara con ser mero soldado. Sus camaradas, al ver semejante desdén de los grados y honores, no podían alcanzar por qué antes de la acción parecía desear algo con ansia, y no comprendían que, de todos los azares de la guerra, la muerte tan sólo era lo que D’Auverney apetecía.

Los representantes del pueblo en el ejército le nombraron un día jefe de batallón sobre el campo de batalla; pero rehusó admitirlo porque, saliendo de la compañía, le hubiera sido forzoso separarse del sargento Tadeo. Algunos días después se ofreció de voluntario para el mando de una expedición arriesgada, de donde regresó en salvo contra la creencia general y contra sus propios deseos. Entonces se le oyó arrepentirse de no haber aceptado el grado ofrecido, porque “los cañones enemigos—decía—siempre me respetan; y la guillotina, que hiere a cuantos descuellan sobre el común nivel, quizá se hubiese acordado de mí”.