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Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo IV

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IV

—Aunque nací en Francia, desde muy tierna edad me enviaron a Santo Domingo, en casa de un tío hacendado, muy rico, de aquella colonia, con cuya hija estaba resuelto mi enlace por la familia. La habitación de mi tío estaba situada a las inmediaciones del castillo de Galifet, y sus fincas se extendían por casi toda la vega del río Acul; y aun cuando el relato de tales circunstancias lo tengan ustedes quizá por menudencias insignificantes, de ello dimana principalmente la ruina total de mi familia.

Ochocientos negros se ocupaban en la labranza de las inmensas fincas de mi tío, y debo confesar que los males inherentes a la triste condición de esclavos subían aún mucho de punto por la dureza del carácter de su amo. Mi tío se contaba entre el número, por fortuna muy escaso, de aquellos criollos a quienes la práctica prolongada de un despotismo sin límites había llegado a embotar la sensibilidad del ánimo. Acostumbrado a verse obedecido al primer indicio de su voluntad o capricho, castigaba con sumo rigor la menor tardanza o leve muestra de duda por parte de un esclavo, y a menudo las súplicas interpuestas de sus hijos servían tan sólo para encender su cólera. Así, pues, teníamos que contentarnos las más veces con suavizar en secreto los males que no estaba a nuestro alcance el impedir.

—¡Vaya, y qué bonito está eso!—dijo a media voz Enrique, inclinándose al oído del oficial más vecino—. Espero que el capitán no dejará pasar las desdichas de los ex negros sin hacer una disertacioncita acerca de los deberes que nos impone la humanidad, etcétera, etcétera. Lo que es en la sociedad patriótica de Massiac[1] no escapábamos a menos.

—Gracias, Enrique, por el aviso, que me excusa ponerme en ridículo—respondió con frialdad D’Auverney, que lo había oído, y en seguida prosiguió su relación—.

Entre todos sus esclavos, uno solo había conseguido congraciarse con mi tío, y éste era un enano español, mulato o de los que llaman cuarterón, que le había regalado lord Effingham, gobernador de la Jamaica. Mi tío, que había residido por muchos años en el Brasil, había contraído los hábitos portugueses y gustaba de rodearse de cierto fausto proporcionado a sus riquezas. Numerosos esclavos, adiestrados al servicio doméstico como los criados europeos, daban en cierto modo a su casa un aire de magnificencia cual la de un gran señor, y para que nada faltase, había conferido al esclavo de lord Effingham el título de su bufón, imitando así a aquellos antiguos barones feudales que mantenían un gracioso entre el séquito de su corte. Es preciso en este punto confesar que la elección había sido en extremo acertada. El mulato Habibrah—que así se llamaba—era uno de aquellos entes cuya conformación física es tan extraña, que nos horrorizarían como monstruos si no moviesen antes a risa. Este espantoso enano era bajo, rechoncho y panzón, y se movía con suma agilidad y rapidez, sostenido en un par de piernecillas tan sutiles y diminutas que, cuando al sentarse las encogía, se asemejaban a las patas de una araña. Su enorme cabeza, macizamente enterrada entre los hombros, estaba cubierta de un pelo rojizo y crespo y adornada de tan enormes orejas que solían decir sus compañeros le servían de paño para enjugarse las lágrimas. Su rostro estaba sin cesar desfigurado por un gesto, sin que jamás el mismo se repitiese; extraordinaria movilidad de facciones que por lo menos confería a su fealdad el mérito de ser variada. Mi tío se le había aficionado a causa de esta poco común deformidad y de su inalterable alegría, y así, Habibrah era su favorito. Mientras que los esclavos restantes gemían, sobrecargados de trabajo, toda la faena de Habibrah estaba reducida a andar detrás de su amo con un inmenso abanico de plumas para oxear los mosquitos y demás insectos. Mi tío hacía que comiera a sus pies, sentado en una estera de juncos, y solía darle en su propio plato los restos de algún manjar preferido. Verdad es que en pago se mostraba Habibrah muy agradecido a tales bondades; no ejercía sus privilegios de bufón ni su derecho a hacerlo todo y a decirlo todo, sino con el objeto de divertir a su amo con mil ridículos dichos mezclados con extravagantes contorsiones, y al menor gesto de mi tío, acudía volando con la agilidad de un mono y el aspecto sumiso de un perro.

Y, sin embargo, yo no podía vencer la repugnancia que me inspiraba aquel esclavo. Había algo de demasiado rastrero en su condición servil: porque si la esclavitud no deshonra, el servicio doméstico envilece. Sentía yo como una especie de benévola compasión hacia aquellos negros, a quienes veía trabajar todo el día sin descanso y sin que apenas una miserable vestidura encubriese sus grillos; pero el disforme saltimbanco, el esclavo holgazán, con su ridículo ropaje, entreverado de galones y matices y salpicado de cascabeles, no me inspiraba sino desprecio. Además, el enano no aprovechaba como buen compañero el favor que le granjeaban sus bajezas. Nunca había implorado un perdón del amo, que con tanta frecuencia y severidad castigaba; y aun cierto día que se creyó a solas con mi tío, se le oyó exhortarle a que redoblase su rigor contra los infelices negros. Con todo, los otros esclavos, que hubieran debido mirarle con celos y desconfianza, no le daban muestras de odio, sino antes bien les inspiraba una especie de temor respetuoso que en nada se asemejaba a enemistad; y cuando le veían pasar por entre sus chozas, con su gorra en hechura de cucurucho, adornada en la punta de cascabeles y toda pintorreada de estrambóticas figuras trazadas con tinta roja, decían entre sí y a media voz: “Es un obí[2].”

Estos pormenores, sobre los cuales llamo ahora su atención, señores, me ocupaban muy poco en aquella época. Entregado por entero a las puras emociones de un amor, a que nada debiera, al parecer, poner obstáculo; de un amor nacido desde la infancia, y también desde ella correspondido por la mujer que me estaba destinada, apenas concedía una mirada indiferente a cuanto no era María. Acostumbrado desde la más tierna edad a considerar como mi futura esposa a aquella que en cierto modo era ya mi hermana, se había establecido entre nosotros una especie de tierno cariño, cuya índole no se podrá comprender aun cuando diga que nuestro amor era una mezcla de fraternal abnegación, de exaltadas pasiones y de conyugal confianza. Pocos hombres han sido más felices que yo en sus primeros años; pocos han sentido abrirse el capullo de su alma a las emociones de la vida bajo una atmósfera más serena; pocos en tan deliciosa armonía, de placer para el momento presente y de halagüeñas esperanzas para el porvenir. Rodeado, casi desde la cuna, de cuantos deleites procuran las riquezas y de cuantos privilegios confiere un elevado nacimiento en aquellos países donde basta con el color del cutis para poseer tal dignidad; pasando mis días enteros al lado de la mujer en quien cifraba mi amor; viendo este amor mismo favorecido por nuestros deudos, únicos que hubieran podido ponerle estorbo; y todo esto en una edad en que la sangre hierve, en un país donde el estío es perpetuo, donde la naturaleza es hermosa, ¿qué más pudiera combinarse para inspirarme ciega confianza en mi feliz estrella?, ¿qué más se requiere para poder repetir que pocos hombres fueron más felices que lo fuí yo en mis primeros años?

El capitán se detuvo por un instante, cual si le faltase aliento para aquellos recuerdos del pasado deleite, y en seguida añadió con acento melancólico:

—Verdad es que, en cambio, tengo ahora el derecho de afirmar que nadie pasará en mayor amargura sus últimos momentos.

Y como si hubiese sacado fuerzas del íntimo convencimiento de sus desgracias, continuó con acento sereno.


  1. Nuestros lectores habrán olvidado, sin duda, que el club Massiac, citado por el teniente Enrique, era una sociedad de negrófilos que se instituyó en París a principio de la Revolución, y que provocó la mayor parte de las insurrecciones que estallaron entonces en las colonias.

    También podrá chocar la ligereza un poco atrevida con que el joven teniente se burla de los filántropos que aún reinaban en aquella época por la gracia del verdugo. Mas es preciso recordar que antes, durante y después del Terror, la libertad de pensar y de hablar se había refugiado en los campamentos. Tan noble privilegio costaba de cuando en cuando la cabeza a un general, pero libra de todo reproche la resplandeciente gloria de aquellos soldados que los denunciantes de la Convención llamaban “los señores del ejército del Rhin”.

  2. Hechicero en el dialecto de los negros.—N. del A.