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Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo V

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V

—En medio de tales ilusiones y de tan ciegas esperanzas, llegué a los veinte años de mi edad, que debían cumplirse en agosto de 1791, para cuya misma época había fijado mi tío la consumación de mi enlace con María. Fácil les será a ustedes comprender que la idea de una felicidad tan cercana absorbía todos mis pensamientos, y cuán vagos, por consiguiente, han de ser los recuerdos que me quedan de las discusiones políticas que de dos años a aquella parte estaban agitando nuestra colonia. No hablaré, pues, ni del conde de Peinier, ni de M. de Blanchelande, ni del desgraciado coronel Mauduit, cuyo fin fué tan trágico. No pintaré la rivalidad entre la asamblea provincial del Norte y aquella otra asamblea colonial que usurpó el título de general, juzgando que la palabra colonial olía demasiado a esclavitud. Estas mezquindades, que conmovían a la sazón todos los ánimos, no despiertan ahora el menor interés, a no ser por los infortunios a que dieron margen. En cuanto a mí, si tenía alguna opinión tocante a los celos mutuos que reinaban entre el distrito del Cabo y el de Puerto Príncipe, debía ser, naturalmente, a favor del Cabo, donde residíamos, y asimismo a favor de la asamblea provincial, en que mi tío tenía asiento.

Tan sólo una vez me sucedió tomar parte algo activa en los debates a que daban origen los asuntos del día, y fué a propósito de aquel funesto decreto expedido en 15 de mayo de 1791 por la Asamblea Nacional de Francia, por el que se admitía a la libre gente de color a la participación de iguales derechos políticos que ejercían los blancos. En un baile que dió el gobernador de la ciudad del Cabo, muchos criollos jóvenes hablaban con vehemencia contra esta ley, que tan profundamente hería el amor propio, quizá fundado, de los blancos. No me había mezclado yo aún en la conversación, cuando se acercó al corro un hacendado rico, pero a quien los blancos admitían con mucha dificultad entre sí y cuyo color equívoco daba que sospechar sobre su estirpe. Entonces me adelanté hacia aquel sujeto, y le dije en alta voz:

—Siga usted adelante, caballero, porque aquí oiría cosas desagradables para los que, como usted, tienen sangre mestiza en sus venas.

Esta acusación le irritó a tal extremo que me llamó a un desafío, en el cual ambos quedamos heridos. Confieso que obré mal en provocarle; pero lo que se llama las preocupaciones del color no hubieran bastado para empujarme a este paso. Mas aquel hombre había manifestado la audacia de elevar sus pensamientos hasta mi prima, y en el momento mismo que le insulté de manera tan inesperada acababa de bailar con ella.

De todos modos, veía yo con embriaguez adelantarse el momento que iba a hacerme dueño de María, y permanecía cada vez más ajeno a la efervescencia, siempre en aumento, que hacía delirar a cuantos estaban a mi alrededor. Fijos los ojos en mi dicha que se aproximaba, no hice alto en los terribles y obscuros nubarrones que iban encapotando todo el ámbito de nuestro horizonte político, y cuyo ímpetu debía, al descargar, desarraigar todos nuestros destinos. No que aun los ánimos más perspicaces e inclinados a augurar mal tuvieran ya serios temores de una revolución de los esclavos, pues se despreciaba demasiado a esta raza para que inspirase susto; pero existían sí, entre los blancos y los mulatos libres, gérmenes de un odio más que suficiente para que al estallar este volcán, por tanto espacio de tiempo comprimido, envolviese a la colonia entera entre sus escombros.

En los primeros días de aquel mes de agosto, invocado por mis más ardientes votos, cierto extraño incidente vino a mezclar una inquietud imprevista con mis tranquilas esperanzas.