Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo IX
IX
Aquella terrible escena, aquel extraordinario desenlace, las emociones de toda especie que habían precedido y acompañado a mis inútiles pesquisas en el bosque, se combinaron para lanzar en el caos mi fantasía. María estaba aún con los sentidos paralizados por el susto, y largo tiempo se pasó antes de que pudiésemos manifestarnos nuestros incoherentes pensamientos, a no ser en miradas y abrazos. Al cabo, yo rompí el silencio diciendo:
—Ven, María; salgamos de este lugar, que tiene algo de funesto.
Ella se levantó con ansia, cual si solo hubiera aguardado mi permiso, y, cogiéndome del brazo, nos alejamos de allí. Entonces le pregunté cómo le había llegado el socorro milagroso de aquel negro en el momento del horroroso peligro que acababa de correr, y si sabía quién fuese aquel esclavo, pues el grosero vestido, que apenas tapaba su desnudez, anunciaba bien claro su ínfima condición.
—Ese hombre—respondió María—es, sin la menor duda, alguno de los esclavos de mi padre que estaba trabajando a orillas del río cuando apareció el caimán y me hizo arrojar el grito que te dió aviso de mi peligro. Lo único que sabré decir es que en aquel mismo instante se lanzó del bosque para acudir en mi ayuda.
—¿Y de qué lado vino?—le pregunté.
—Del opuesto al lado de donde salía la voz un momento antes, y por donde acababas tú de meterte entre los árboles.
Esta circunstancia contrariaba el enlace, que no había podido menos de buscar mi ánimo, entre las postreras palabras en español que me dirigió el negro y la canción en el mismo idioma que cantaba mi rival desconocido. Otros puntos de semejanza se me habían ya igualmente presentado a la memoria. Aquel negro, de estatura casi gigantesca y dotado de fuerzas tan prodigiosas, podía muy bien ser el robusto adversario que me venció en la lucha de la noche anterior; la circunstancia de estar medio desnudo se convertía así en un indicio evidente. El cantor de la selva había dicho: “Yo soy negro...”, nueva prueba. Se había anunciado por rey, y éste no era más que un esclavo; pero recordé, no sin asombro, el aire de fuerza y majestad grabado en sus facciones, en medio de los signos característicos de la raza africana; el brillo de sus ojos; la blancura de los dientes, que tanto resaltaba en su piel azabachada; lo ancho de su frente prodigiosa, sobre todo para un negro; la soberbia desdeñosa que lucía en el espesor de sus labios y narices, y que inspiraba a sus facciones tanta fiereza y poderío; la nobleza de su porte; la belleza de sus formas, que si bien adelgazadas y abatidas con el cansancio de un trabajo cotidiano, todavía ostentaban un desarrollo casi hercúleo; recordé, repito, en su conjunto grandioso, el aspecto de este esclavo, y conocí que bien pudiera convenirle a un rey. Entonces, cavilando sobre esta porción de indicios, mis conjeturas se fijaban con ira en el insolente negro y quería mandarle buscar para castigarle... y luego todas mis dudas renacían. A decir verdad, ¿cuál era el fundamento de mis sospechas? Como la isla de Santo Domingo pertenecía en gran parte a España, resultaba de aquí que infinitos negros mezclaban en su lenguaje el idioma español, ya que hubiesen pertenecido primitivamente a colonos de Santo Domingo, ya que hubiesen nacido en su territorio. Y porque aquel esclavo me hubiese hablado unas cuantas palabras en la misma lengua, ¿era esto suficiente, por ventura, para darle por autor de una canción que exigía, a mi entender, un grado de cultura enteramente desconocido de los negros? En cuanto a la singular queja que profirió porque hubiese yo muerto al caimán, anunciaba, es verdad, hastío de la vida; pero nada más fácil de comprender en la condición de un esclavo, sin acudir, a buen seguro, a la hipótesis de un amor imposible hacia la hija de su propio amo. Su presencia en la arboleda de la glorieta pudo muy bien ser casual, y su fuerza y estatura distaban mucho de ser señales suficientes para cerciorarme de su identidad con mi antagonista nocturno. ¿Y por tan débiles indicios había de cargarle ante mi tío de tan terrible acusación y de entregar al implacable encono de su orgullo a un mísero esclavo que mostró tanto valor por defender a mi María...? En el momento que semejantes ideas iban apaciguando mi cólera, María las disipó enteramente diciéndome con aquella voz tan dulce a mis oídos:
—¡Leopoldo mío! ¡Cuánta gratitud debemos a ese buen negro! Sin él estaba perdida, y hubieras llegado tú demasiado tarde.
Estas pocas palabras tuvieron un efecto decisivo. No alteraron mi intento de buscar al negro que había salvado a María; pero cambiaron, sí, el objeto de mis pesquisas: antes fuera para imponer castigo; ahora, para dar una recompensa.
Mi tío supo de mí que debía a uno de sus esclavos la vida de su hija, y me prometió su libertad si lograba reconocerle entre el tropel de tantos desgraciados.