Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo X

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IX
XI

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Hasta aquel instante, la índole de mi carácter me había alejado de los lugares donde estaban los negros al trabajo, porque me era demasiado penoso ver padecer a mis semejantes sin poder aliviarlos; pero cuando, a la mañana siguiente, me propuso mi tío acompañarle en su visita de ronda, lo acepté con ansia, en la esperanza de encontrar entre los trabajadores al libertador de mi adorada María.

En este paseo alcancé a conocer cuán poderosa es la mirada del señor sobre su esclavo; pero, al mismo tiempo, ¡cuán caro se compra todo este poderío! Los negros, trémulos al aspecto de su amo, redoblaban en nuestra presencia su actividad y sus esfuerzos; mas ¡oh, y qué de odio no se encubría bajo aquel temor!

De condición irascible, estaba ya mi tío próximo a irritarse de que le faltara pretexto para ello, cuando Habibrah, su asiduo compañero, le hizo reparar en un negro que, rendido de cansancio, dormía a la sombra de unas palmas. Mi tío corrió luego hacia aquel desgraciado, le despertó con aspereza y le mandó volver a su tarea sin demora. El negro se levantó asustado, y al levantarse dejó ver un rosal de Bengala, que mi tío cuidaba con esmero, y sobre el cual se había acostado por olvido. El delicado arbusto estaba perdido, y el dueño, ya irritado de la pereza, como él decía, del esclavo, se puso furioso con esta nueva vista. Frenético, tomó el látigo armado de correas con puntas de hierro, que llevaba siempre en sus paseos a la cintura, y alzó el brazo contra el infeliz negro, postrado de rodillas. No descargó, empero, el golpe; jamás podré olvidar aquel momento. Otra mano robusta detuvo de repente la mano del blanco, y un negro—el mismo que yo buscaba—, le dijo en francés:

—Castígame, pues acabo de ofenderte; pero no hagas daño a mi hermano, que tan sólo tocó a tu rosal.

La intervención inesperada del hombre a quien debía yo la salvación de María, su gesto, sus miradas, el eco imperioso de su voz, me hirieron cual un rayo. Pero su generosa imprudencia, lejos de hacer avergonzarse a mi tío, sirvió tan solo de acrecentar su cólera y traspasarla del delincuente a su defensor. Exasperado, se soltó de brazos del negro gigante, y, colmándole de amenazas, alzó de nuevo el látigo para azotarle. Esta vez le arrancaron el látigo de la mano. El negro rompió el mango lleno de clavos como puede romperse una paja, y holló bajo sus pies aquel vil instrumento de venganza. Estaba yo inmóvil de sorpresa, y mi tío, de ira; era para él una cosa inaudita el ver su autoridad así menospreciada: los ojos estaban como prontos a saltar de su órbita, y los lívidos labios se estremecían con un movimiento convulsivo. El esclavo le contempló un instante con sosiego, y en seguida, alargando con dignidad una hoz que empuñaba en sus manos:

—Blanco—le dijo—, si deseas pegarme, toma siquiera esta hacha.

Mi tío, fuera de sí, hubiera sin duda accedido a la súplica, y se precipitaba sobre el instrumento de muerte, cuando yo intervine a mi vez. Me apoderé con prontitud de la hoz y la arrojé en el pozo de una noria vecina.

—¿Qué haces?—preguntó mi tío con arrebato.

—Ahorrarle a usted—le respondí—el pesar de injuriar al defensor de su hija. Este es el esclavo a quien le debemos la salvación de María, y para el que tengo obtenida promesa de libertad.

El momento no era a propósito para recordar promesas semejantes, y mis palabras apenas hicieron el menor efecto en el ánimo enconado de su autor.

—¡Su libertad!—me replicó con aire sombrío—. Sí, merece el término de su cautiverio. ¡La libertad! Ya veremos de qué especie es la que le concede el consejo de guerra.

Tan fúnebres palabras me helaron de espanto, y en vano María y yo reunimos nuestros ruegos. El negro que por su descuido había ocasionado esta escena fué azotado, y a su defensor le condujeron a los calabozos del castillo de Galifet, inculpado de alzar la mano contra un blanco, crimen que del esclavo a su señor trae consigo la pena capital.