Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo LI

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Caminé entre medio de ellos sin tratar de hacer resistencia, que hubiera sido enteramente inútil. Subimos a la cima de un cerro situado a poniente de la vega, donde descansamos un breve instante, y eché la última mirada hacia el astro que iba a sepultarse en las ondas para jamás volver a alumbrar mis párpados. Los guías se levantaron, y bajamos a un estrecho valle, que me hubiera encantado en cualquier otro momento. Un torrente lo atravesaba en todo su ancho, fecundizando con su extrema humedad la tierra, y luego, llegado al extremo, se perdía en uno de aquellos azules y cristalinos lagos que con tanta frecuencia hermosean el interior de las cañadas de Santo Domingo. ¡Cuántas veces, en tiempos más felices, me había sentado, para alimentar las ilusiones de mi fantasía, a la orilla de aquellos deliciosos lagos en la hora del crepúsculo, cuando sus azuladas aguas se iban convirtiendo en un manto de plata, salpicado de doradas lentejuelas, donde rielaba en las olas el primer resplandor de los nocturnos luceros! Y pronto llegaría aquella hora misma; pero antes había yo de desaparecer. ¡Qué hermoso me pareció el valle! Allí crecían plátanos con flores de arce, de un vigor y lozanía prodigiosos; allí, espesas enramadas de mauricias, especie de palma que no tolera ninguna otra vegetación bajo su sombra; allí, palmas de dátiles; allí, magnolias, con sus enormes flores; allí, inmensas catalpas lucían sus recortadas y brillantes hojas entre los dorados racimos del ébano falso, entrelazados con las azules aureolas de aquella especie de madreselva silvestre que apellidan los negros coalí. Frescos cortinajes de bejucos escondían entre su verdor los descarnados peñascos de las vecinas laderas. El aire estaba impregnado de suaves olores, que por dondequiera se exhalaban de este suelo virgen, y formaban un delicioso aroma, cual debió respirarle el primer hombre entre las rosas primeras del paraíso. Así caminábamos, mientras tanto, por un sendero, a lo largo del torrente y contra el curso de sus ondas, hasta que, con sorpresa mía, terminó esta senda en un peñón tajado, a cuyos pies reparé una abertura en forma de arco, por donde brotaban las aguas. Un sordo estruendo y un viento impetuoso salían por aquel respiradero natural. Los negros tomaron a la izquierda, por un camino desigual y tortuoso, que parecía la rambla de un torrente de largo tiempo atrás ya seco. Una bóveda, medio cegada por las zarzas, acebos y espinos silvestres, que crecían y se cruzaban a su boca, se nos apareció entonces, y bajo la bóveda resonaba un rumor semejante al que despedía de sí el arco que vi en el fondo del valle. Los negros me empujaron adentro, y al momento de dar el primer paso por el subterráneo, se me acercó el obí y me dijo con extraño acento:

—He aquí lo que tengo ahora que vaticinarte: dos somos, y sólo uno volverá a salir por esta bóveda y a hollar esta senda.

Yo desdeñé responderle, y seguimos avanzando por entre las tinieblas. El rumor sin cesar crecía, y ya no se escuchaba el ruido de nuestros pasos. Supuse que sería el estrépito de una catarata, y no me engañé, en efecto.

Después de andar diez minutos por la obscuridad, llegamos a una especie de terrado interior formado por la naturaleza en las mismas entrañas del monte. La parte principal de este terrado, labrado en forma de medio círculo, estaba inundado por las aguas del torrente, que se despedían con espantoso rugido de las venas de la montaña.

Como cubierta de esta sala subterránea, la bóveda de piedra formaba una especie de cúpula entapizada de hiedra amarillenta, y por encima reinaba en casi toda su anchura una grieta, por donde penetraba la luz del día, y cuyo borde se coronaba de verdes arbustos, dorados en aquel instante por los rayos del sol, ya próximo a su ocaso.

Al extremo norte del terraplén, el torrente se lanzaba con estrépito a un abismo, en lo hondo de cuya sima flotaban, en dudosos cambiantes y sin vencer la obscuridad, las vagas vislumbres que penetraban por la hendedura. Sobre el precipicio se inclinaba un árbol anciano, que mezclaba las ramas de su copa con las espumas y el rocío de la cascada, y asomaba sus nudosas raíces por entre las peñas, como una vara más abajo del borde.

Aquel árbol, bañándose así las sienes en el torrente y alargando, cual un brazo descarnado, sus raíces a través del abismo, estaba tan desnudo de verdor y de hojas que no era posible conocer su especie.

Ofrecía, en verdad, un fenómeno singular: sólo la humedad, que aspiraba sin cesar por el extremo inferior, le impedía perecer, cuando la violencia de la catarata tronchaba sin intermitencia los nuevos vástagos y le obligaba a conservar perpetuamente los mismos ramos.