Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo LII
LII
Los negros se detuvieron en este sitio, y conocí que era llegada la hora de morir.
Entonces, próximo a la sima en donde me arrojaba un acto, por decirlo así, de mi libre albedrío, la imagen de la ventura, a que había breve espacio antes renunciado, vino a acosarme cual un pesar y casi cual un remordimiento. Suplicar era indigno de mí; pero dejé escapárseme una queja.
—Amigos—les dije a los negros que me rodeaban—, ¿sabéis que es cosa triste perecer a los veinte años, cuando se está lleno de robustez y de vida, cuando se goza el amor de los que amamos y cuando se dejan tras sí ojos que no cesarán de llorar hasta cerrarse para siempre?
Una carcajada espantosa acogió mi lamento, saliendo de los labios del obí. Aquella especie de espíritu maligno, aquel ente impenetrable, se me acercó de súbito.
—¡Ja, ja, ja! ¿Conque sientes perder la vida? ¡Alabado sea Dios! Mi único temor era que no tuvieses miedo a la muerte.
Eran la misma voz, la risa misma que tanto me habían cansado en vanas conjeturas.
—¿Quién eres, miserable?—le pregunté.
—Vas a saberlo—me contestó con acento terrible.
Y apartando el sol de plata que le adornaba el negruzco pecho, añadió:
—Mira aquí.
Me incliné hacia él, y en el seno velloso del obí había grabados dos nombres en letras blanquecinas, horribles y perpetuas señales que imprime un hierro ardiente en el cutis de los esclavos. Uno de estos nombres era el de Effingham; el otro, el de mi tío, el mío propio: D’Auverney. Quedé mudo de sorpresa.
—Pues bien, Leopoldo d’Auverney—me preguntó el obí—, ¿no te declara tu nombre el mío?
—No—repliqué, asombrado de oírme llamar así y procurando en vano aclarar mis recuerdos—. Esos dos nombres jamás han estado juntos sino en el pecho del bufón, y el pobre enano ha muerto. Además, fué fiel a nuestra familia; así, ¡tú no puedes ser Habibrah!
—¡El mismo soy!—exclamó con una voz espantosa.
Y, levantando la sangrienta gorra, se arrancó el velo. El diforme rostro del enano doméstico se ofreció a mi vista; mas el aire de sandia alegría que le era común se había trocado en una expresión amenazadora y siniestra.
—¡Dios eterno!—prorrumpí, herido de asombro—. Pues qué, ¿todos los muertos reviven? Este es Habibrah, el bufón de mi tío.
El enano llevó la mano al puñal, y dijo en tono sepulcral y apagado:
—¡Sí, su bufón y... su homicida!
Retrocedí, lleno de espanto.
—¡Su homicida! ¡Infame! ¿Así le pagaste tantas bondades?
—¡Bondades! Ultrajes, dirás—me respondió interrumpiéndome.
—¿Y tú, infame—proseguí—; tú fuiste quien le dió el golpe mortal?
—¡Sí, yo fuí!—replicó, dando una horrible expresión a sus facciones—. ¡Yo le clavé el cuchillo tan hondo en el corazón, que apenas tuvo tiempo de salir de los brazos del sueño para caer en los de la muerte! Clamó en voz débil: “Habibrah, ven”, y ya estaba Habibrah a su cabecera.
Su atroz relación, su aún más atroz serenidad, me horrorizaron.
—¡Vil! ¡Cobarde asesino! ¿Así habías olvidado los favores que a ti solo te dispensaba? Tú, que comías junto a su mesa, que dormías junto a su lecho...
—¡Como un perro!—dijo Habibrah con ímpetu—. ¡Sí, como un perro! ¡Ah, demasiado me acuerdo de tales favores, que eran otras tantas afrentas! Pero me vengué de él, y ahora voy a vengarme de ti. Escúchame. ¿Te imaginas acaso que porque sea mulato, enano y feo, no soy yo un hombre? ¡Ah! También tengo un alma, y un alma más enérgica y más grandiosa que esa alma de tímida doncella que voy a arrancarte ahora del cuerpo. Me dieron de regalo a tu tío como un mico, y yo servía para sus placeres y para dar pábulo a su desprecio. Me quería, sí, ya lo has dicho. Ocupaba yo un lugar en su corazón entre su mona y su papagayo, ¡hasta que me abrí otro hueco más espacioso con mi puñal!
Yo me estremecí al escuchar tales palabras, y el enano prosiguió:
—¡Sí, yo soy, yo mismo: mírame bien a la cara, Leopoldo d’Auverney! Bastantes veces reíste de mí, y ahora puede haber llegado la hora de estremecerte. Y dime: ¿tú me recuerdas la vergonzosa predilección de tu tío hacia el ente a quien llamaba su bufón? ¡Bon Giu! ¡Qué predilección! Si entraba en vuestro aposento, me acogían mil risas desdeñosas: mi estatura, mi deformidad, mis facciones, mi ridículo ropaje, todo, hasta las lastimosas debilidades de mi naturaleza, todo era objeto de escarnio y mofa para tu execrable tío y sus execrables amigos. Y a mí, ni siquiera me era lícito callarme. ¡Oh, rabia! ¡Tenía que mezclar mi risa con las carcajadas que yo excitaba! Respóndeme, ¿crees tú que humillaciones semejantes sean un título al agradecimiento de criatura alguna humana? ¿No confiesas tú que tanto valen como los tormentos de los otros esclavos, como el trabajar sin descanso, los ardores del sol, las argollas de hierro y el látigo de los capataces? ¿No te imaginas que alcanzan para hacer brotar en el corazón de un hombre las simientes de un odio ardiente, implacable, eterno, como el sello de infamia que mancilla mi seno? ¡Oh!, para tamaño padecer, ¡cuán breve y fugaz fué mi venganza! ¡Oh! ¡Y por qué no pude hacerle padecer a mi odioso tirano cuantos tormentos renacían para mí a cada hora de cada día que volaba! ¡Por qué no pudo, antes de morir, conocer la amargura del orgullo herido y sentir cuán abrasadora huella dejan las lágrimas de vergüenza y despecho en un rostro condenado a perpetua risa! ¡Ay, y cuán duro es haber estado aguardando por tan largo espacio la hora del castigo, y contentarse al cabo con una puñalada! ¡Si siquiera hubiese podido saber cuál brazo le hería! Pero tenía demasiado anhelo por escuchar su postrer estertor, y le clavé demasiado pronto el cuchillo; murió sin conocerme, y el ímpetu de mi furor dejó burlada mi venganza. Esta vez, al menos, será más completa. Tú me ves, y bien, ¿no es cierto? Verdad que te costará trabajo distinguirme bajo el nuevo aspecto en que me presento a tus ojos. Siempre me habías visto risueño y satisfecho, y ahora, que nada le impide a mi alma retratarse en mis facciones, en nada debo asemejarme. Tú no me conocías sino de máscara: ¡he aquí mi rostro!
Y era espantoso.
—¡Monstruo!—exclamé—. ¡Te equivocas! ¡Aún queda algo del saltimbanco en la atroz fealdad de tu semblante y de tu alma!
—¡No hables de atrocidad!—me dijo Habibrah—. Recuerda las crueldades de tu tío.
—¡Infame!—le contesté indignado—. Aun cuando fuese cruel, ¿éralo, por ventura, contigo? Te condueles de la suerte de los infelices esclavos; pues ¿por qué ejercías contra tus hermanos el influjo que te daba la debilidad hacia ti de tu señor? ¿Por qué no trataste jamás de ablandarle en sus arrebatos ni de interceder por los tuyos?
—¿Ablandarle? Mucho lo hubiera llorado. ¿Impedirle yo a un blanco que se manchara de un crimen? ¡Oh, no, no, a buen seguro! Al contrario, le incitaba a redoblar sus malos tratamientos hacia los esclavos, para adelantar la hora de la rebelión, para que el exceso de opresión provocase al fin la venganza. Aparentando injuriar a mis hermanos, los favorecía.
Me quedé atónito al contemplar tan profunda combinación, hija del odio.
—Pues bien—añadió el enano—: ¿te parece que he sabido calcular y llevar a cabo? ¿Qué juzgas del necio Habibrah, del bufón de tu tío?
—Acaba lo que tan bien empezaste—le respondí—. Mátame, pero date prisa.
Se puso a pasear por el terrado, restregándose las manos de gozo.
—¿Y si no quiero darme prisa? ¿Y si busco saborear a mi despacio tus angustias? Mira: cuando te vi prisionero en el campamento de los negros, me debía Biassou toda mi parte de botín en el último saqueo, y yo no le pedí en pago sino tu vida. Me la concedió gustoso, y ahora me pertenece y me entretengo en jugar con ella. No te apures, que pronto irás a hacer compañía a las ondas de la cascada en lo profundo de ese abismo; pero antes tengo que darte una nueva. He descubierto el asilo en que se hallaba escondida tu mujer, y hoy le he sugerido a Biassou la idea de incendiar el bosque, que estará ya ardiendo. Así, tu familia yace aniquilada. Tu tío pereció a hierro, tú vas a morir en el agua y tu María a perecer en el fuego.
—¡Infame, infame!—exclamé, haciendo ademán de arrojarme sobre él.
Entonces se volvió a los negros, diciendo:
—¡Atadle, pues se adelanta a sí mismo su hora!
Empezaron luego los negros a atarme en silencio, con cuerdas que traían prevenidas, cuando de repente se me figuró oír los ladridos lejanos de un perro, si bien achaqué el ruido a una ilusión nacida del rugir de la cascada. Los negros acabaron de atarme y me acercaron al borde de la sima en que iba a hundirme; el enano, con los brazos cruzados, me contemplaba rebosando en gozo y triunfo su hórrido semblante, y yo levanté los ojos a la grieta en el techo de la caverna para evitar su odiosa presencia y para ver por una vez aún la luz pura del cielo. En este instante mismo resonó un ladrido más fuerte y más distinto, y la enorme cabeza de Rask apareció por la hendedura. Me estremecí; el enano gritó:
—¡Vamos!
Y los negros, que no habían hecho alto en el ladrido, se prepararon a lanzarme en el abismo...