Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo LIII
LIII
—¡Camaradas!—clamó una voz de trueno.
Todos se volvieron: era Bug-Jargal, de pie, erguido al borde de la grieta, con una pluma roja ondeándole en la frente.
—¡Camaradas!—repitió—. ¡Deteneos!
Los negros se postraron, y él prosiguió:
—Yo soy Bug-Jargal.
Los negros golpearon el polvo con sus frentes, lanzando gritos cuyo intento y significado era difícil en extremo discernir.
—¡Desatad al preso!—gritó el caudillo.
Entonces el enano pareció despertar del estupor en que le había sumido tan súbita e inesperada aparición, y detuvo con empeño el brazo de los negros, próximos a cortar mis ligaduras.
—¿Cómo?—exclamó—. ¿Qué quiere decir eso?
Y luego, alzando la cabeza hacia Bug-Jargal, le preguntó:
—Caudillo de Morne-Rouge, ¿qué te conduce a este lugar?
Bug-Jargal respondió:
—Vengo a dar órdenes a mis hermanos.
—En efecto—dijo el enano con rabia reconcentrada—, negros de Morne-Rouge son los que hay aquí. Mas ¿con qué derecho—añadió—vienes a dictar órdenes sobre mi prisionero?
El caudillo repitió:
—Yo soy Bug-Jargal.
Y los negros golpearon con sus frentes el pavimento.
—Bug-Jargal—repuso Habibrah—no puede deshacer lo que Biassou dispone. Biassou me ha regalado este blanco; yo quiero que muera, y morirá. Vosotros—dijo volviéndose a los negros—obedecedme. Lanzadle en el abismo.
A la voz poderosa del obí se incorporaron los negros y dieron un paso adelante; en aquel instante vi segura la muerte.
—¡Soltad al preso!—exclamó Bug-Jargal.
Y con la rapidez de un relámpago me encontré libre. Mi sorpresa era igual a la rabia del obí, que quiso abalanzárseme, pero los negros le detuvieron. Entonces desahogó su encono en imprecaciones y amenazas.
—¡Demonio! ¡Rabia! ¡Infierno de mi alma! Pues qué, infames, ¿rehusáis obedecerme, desconocéis mi voz? ¡Para qué perdería yo el tiempo en hablar con este maldito! ¡Debiera haberle arrojado sin demora a los peces del báratro! Por apetecer una venganza completa, ¡la pierdo toda! ¡Oh, rabia de Satanás! Escuchadme vosotros: Si no me obedecéis, si no lanzáis a lo hondo de la sima a este blanco execrable, yo os hecho mi maldición. El cabello se os volverá blanco; los mosquitos y las cucarachas os devorarán en vida; las piernas y los brazos se os troncharán como endebles juncos; el aliento os quemará la garganta como arena abrasada; os moriréis luego, y después de la muerte vuestras almas estarán condenadas a dar vueltas sin descanso a una piedra de molino, tamaña cual un monte, allá en la luna, donde hace mucho frío.
Semejante escena produjo sobre mí un singular efecto. Unico de mi especie en aquella gruta húmeda y sombría, rodeado de aquellos negros, que se asemejaban a los demonios; suspendido, por decirlo así, sobre un abismo sin fondo; ya amenazado por aquel espantoso enano, cuyos extravagantes ropajes apenas podían distinguirse a los inciertos reflejos de la luz; ya protegido por aquel otro negro gigante, que asomaba en el solo resquicio por donde me era dado descubrir el cielo, me parecía estar a las puertas del infierno, aguardando incierto la pérdida o la salvación de mi alma y asistiendo a una lucha encarnizada entre mi ángel protector y el espíritu maligno.
Los negros se veían amedrentados con las maldiciones del obí, y, queriendo aprovecharse de su incertidumbre, exclamó:
—¡Quiero que muera este blanco! ¡Me obedeceréis, y morirá!
Bug-Jargal respondió con majestad:
—¡El blanco ha de vivir! Yo soy Bug-Jargal; mi padre era rey en la tierra de los Kakongos y administraba justicia en el umbral de su morada.
Los negros volvieron a postrarse en tierra, y su caudillo prosiguió:
—Hermanos, id y decidle a Biassou que no enarbole en la cumbre del monte la bandera negra que ha de anunciar a los blancos la muerte de este mismo cautivo, porque este cautivo le ha salvado la existencia a Bug-Jargal y Bug-Jargal quiere que viva.
Entonces se incorporaron, y Bug-Jargal arrojó su penacho en medio de ellos. El principal del piquete cruzó los brazos al pecho, recogió luego el penacho con ademanes de respeto y en seguida se alejaron sin proferir palabra. El obí desapareció con ellos en las tinieblas de la galería subterránea.
No intentaré, señores, pintar la situación en que me encontraba. Clavé los ojos humedecidos en Pierrot, que a su vez me contemplaba con extrañas muestras de agradecimiento y orgullo.
—¡Alabado sea Dios!—dijo al cabo—. ¡Todo se ha salvado! Hermano, vuélvete por donde has venido, y abajo me encontrarás en el valle.
Hizo un gesto con la mano y desapareció.