Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo VI

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VII

VI

Había mi tío mandado levantar a las orillas de un precioso riachuelo, que bañaba sus tierras, una glorieta de enramada en medio de una espesa arboleda. Allí solía venir María todas las tardes a respirar la pura brisa del mar, que se alza diariamente en Santo Domingo durante la estación más calurosa, y cuya frescura aumenta o disminuye con el ardor mismo del día; y yo tenía cuidado de adornar todas las mañanas este asilo con mis propias manos y de depositar en él las más hermosas flores. Un día María corrió hacia mí, llena de susto, para anunciarme que, habiendo entrado en la glorieta como de costumbre, encontró, con terror y sorpresa, arrancadas y pisoteadas por el suelo cuantas flores había yo colocado por la mañana; y en su vez, un gran ramo de caléndulas silvestres y recién cogidas puesto en el lugar mismo donde solía ella sentarse. No había vuelto aún de su sorpresa cuando oyó el sonido de una guitarra entre los árboles vecinos, y después una voz, que no era la mía, empezó a entonar con acento suave una canción que le había parecido española, pero de la cual su turbación, y quizá el pudor virginal, no le habían permitido entender otra cosa que su nombre, con frecuencia repetido. Entonces acudió a una huída precipitada, sin que por fortuna encontrara estorbo.

Este relato me llenó de indignación y celos. Mis primeras sospechas se dirigieron al mestizo con quien acababa de tener tan serio altercado; pero en la perplejidad en que me veía, determiné no dar paso alguno de ligero, y consolé a la pobre María, prometiéndole vigilar por su seguridad sin descanso hasta que llegara el momento, ya próximo, en que me fuera lícito protegerla sin disfraz.

Suponiendo, pues, que el atrevido, cuya insolencia había asustado a María a tal extremo, no habría de contentarse con aquella primera tentativa para declararle lo que adiviné ser su amor, resolví aquella misma noche, en cuanto se hubiesen entregado todos al descanso, ponerme de acecho junto a la porción del edificio donde descansaba mi prometida. Escondido en la espesura de las cañas de azúcar y armado de un puñal, me puse en espera y no aguardé largo tiempo en vano. Hacia la media noche, un preludio melancólico y mesurado, que turbó de repente el silencio, a pocos pasos de mí, fijó desde luego mi atención. Semejante ruido obró en el ánimo como una sacudida eléctrica: ¡era una guitarra y estaba bajo las mismas ventanas de María! Furioso y blandiendo el puñal, me lancé hacia el sitio de donde salían los sonidos, rompiendo con mis pisadas los frágiles tallos de las cañas, cuando de repente me sentí agarrar por una fuerza, a mi parecer prodigiosa, y vine a tierra; el puñal me le arrancaron de las manos y le vi brillar sobre mis sienes. Al tiempo mismo, dos ojos encendidos relumbraron entre la obscuridad pegados a los míos, y dos andanadas de dientes, blancos como el marfil, que pude entrever a través de las tinieblas, se abrieron para dejar escapar en acento de cólera estas palabras: Te tengo, te tengo[1].

Más atónito aun que temeroso, forcejeaba yo en vano con mi formidable adversario, y ya la punta del puñal penetraba por mis vestiduras, cuando María, sobresaltada en su sueño por el sonido de la guitarra y el tumulto de nuestros pasos y clamores, apareció de súbito a la ventana. Reconoció mi voz, vió brillar un puñal y lanzó un grito de dolor y de angustia. Aquel grito penetrante paralizó en cierto modo el brazo de mi victorioso antagonista; se contuvo cual si le hubiese vuelto estatua algún hechizo; recorrió incierto por algunos instantes la superficie de mi pecho con el puñal, y al cabo, arrojándolo de sí, exclamó en francés:

—No, no, que lloraría ella demasiado.

Al concluír estas palabras, desapareció por entre las cañas, y antes que yo, magullado por aquella lucha tan extraña y desigual, tuviese tiempo de incorporarme, ningún rumor, ningún vestigio indicaban o su presencia o el rastro de sus huellas.

Muy difícil me fuera explicar lo que pasó por mí al volver de mi primer asombro entre los brazos de María, para quien me había perdonado la existencia el mismo individuo que amenazaba disputarme su tesoro. Más que nunca me sentía irritado contra este inesperado rival, y corrido de deberle la vida. En el fondo del negocio—me decía mi amor propio—, a María es a quien exclusivamente se la debo, pues que el imperio de su voz fué lo que hizo caer el puñal; pero, con todo, no podía ocultárseme a mis propios ojos que había algo de generoso en el sentimiento que movió a mi desconocido rival al perdonarme. Mas ese rival, ¿quién era? Me confundía en sospechas, que se desvanecían las unas a las otras. No podía ser el mestizo en quien se fijaron primero mis celos, porque estaba muy lejos de poseer aquella fuerza extraordinaria, y, además, su voz era diferente. El individuo con quien luché se me figuró que iba desnudo hasta la cintura, y esta especie de traje no lo usaban en la colonia sino los esclavos; pero no podía ser un esclavo. Sentimientos cual los que le habían inducido a arrojar el puñal no juzgaba que pudiesen pertenecer a un ente de esta clase, y, además, me repugnaba bajo todos conceptos la idea de tener a un esclavo por rival. ¿Quién sería, pues? Determiné callarme y observar.


  1. Víctor Hugo, que posee y aprecia en cuanto valen el lenguaje y la literatura castellana, emplea a menudo en esta obra voces y frases en español, a cuya categoría pertenecen las que van aquí en letra bastardilla y cuantas de la misma se encuentren más adelante. Sin embargo, como hablar un idioma extranjero con propiedad dista mucho de ser fácil empresa, el autor suele cometer incorrecciones, según es dado al lector reconocer; pero movidos del deseo de conservar a la historia su colorido original en cuanto posible fuere, nos hemos resuelto a conservar dichas frases excepto en aquellos casos donde la irregularidad de expresión era demasiado chocante. Sirva esto de aviso en general para lo sucesivo—N. del T.