Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XII
XII
Todos estos pormenores exaltaron mi imaginación juvenil, mientras María, llena de gratitud y compasión, participaba y aplaudía mi entusiasmo; y de tal manera se granjeó Pierrot nuestra simpatía, que me determiné a verle y servirle de ayuda. Empecé, pues, a pensar en los medios de hablarle.
Aunque en extremo joven, era yo, como sobrino de uno de los hacendados más opulentos del Cabo, capitán de milicias en la parroquia del Acul. El castillo de Galifet estaba entregado a nuestra custodia y a la de un destacamento de dragones amarillos, cuyo jefe, por lo común un suboficial, tenía el mando de la fortaleza. Sucedió cabalmente que el comandante a la sazón era hermano de un hacendado pobre, a quien tuve la fortuna de poder hacerle importantes favores, y pronto, por lo tanto, a sacrificarse por mí...
En esto, todo el auditorio interrumpió a D’Auverney, nombrando a Tadeo.
—Lo han adivinado, señores—repuso el capitán—; y ahora les será fácil comprender que no me costó trabajo lograr que me diera entrada en el calabozo del negro. Como capitán de milicias, tenía yo derecho para visitar el castillo; pero, a fin de no inspirar sospechas a mi tío, encendido aún en cólera, tuve cuidado de ir a la hora en que dormía su siesta. Los soldados, también con excepción de los centinelas, estaban entregados al sueño, y sin que nadie nos observara, llegué, guiado por Tadeo, a la puerta del calabozo. Tadeo la abrió y se retiró, y yo me entré adentro.
El negro estaba sentado porque su estatura no le permitía permanecer erguido, y no se hallaba solo, pues un enorme perrazo se levantó en seguida y vino hacia mí gruñendo.
—¡Rask!—gritó el negro.
Y el cachorro calló y volvió a echarse a los pies de su amo, donde acabó de devorar algunos miserables alimentos.
Yo iba vestido de uniforme, y la luz que difundía en el reducido calabozo una claraboya era tan escasa que Pierrot no alcanzaba a distinguir quién yo fuese.
—Estoy pronto—me dijo con tono sereno.
Y al acabar estas palabras se medio incorporó, y volvió a repetir:
—Estoy pronto.
—Yo creía—le dije, sorprendido con la soltura de sus movimientos—que tenías grillos.
La emoción me puso la voz trémula, y él pareció no reconocerla. Entonces empujó con el pie algunos escombros, que dieron un sonido metálico, y respondió:
—¡Los grillos! Los he roto.
Y había en el acento con que pronunció tales palabras algo como que daba a entender: “No he nacido para arrastrar cadenas.”
Yo repuse:
—Tampoco me habían dicho que tuvieses un perro.
—Yo le he dado entrada—replicó.
A cada paso crecía mi admiración. La puerta del calabozo estaba cerrada por la parte exterior con triples cerrojos, y la claraboya, que apenas tendría seis pulgadas de ancho, estaba resguardada con dos barras de hierro. Pareció como que comprendía mis cavilaciones, porque, levantándose en cuanto la bóveda, demasiado baja, se lo permitía, movió de su puesto sin esfuerzo un enorme sillar, situado debajo de la claraboya; arrancó las rejas, enclavadas en la pared por encima de esta piedra, y abrió de esta manera un boquete por donde podían entrar dos hombres sin estorbo, y que estaba al andar de una arboleda de plátanos y cocoteros, que cubre el morro adonde el fuerte estaba adosado.
La sorpresa me dejó mudo, y, en esto, un rayo de luz, entrando por la abertura, iluminó de súbito mi semblante. El preso dió un salto como si hubiese puesto por azar el pie sobre una serpiente, y golpeó con la frente las piedras de la bóveda. Una mezcla indescifrable de mil encontrados afectos, una muestra extraña de odio, de cariño y de doloroso asombro, lucieron rápidamente en sus ojos; pero recobrando por un esfuerzo repentino el dominio sobre sus pensamientos, la fisonomía, cuando más no fuera, volvió en menos de un instante al anterior sosiego, y, clavando su vista en la mía, me contempló cara a cara como a un desconocido, diciendo:
—Puedo vivir aún dos días sin comer.
Hice un gesto de horror al reparar entonces en lo descarnado de su aspecto, y él prosiguió:
—Mi perro no quiere comer sino de mi mano, y si yo no hubiera agrandado la claraboya, se habría muerto de hambre el pobre Rask. Más vale que sea yo el que muera y no él, porque, al cabo, de cualquier modo he de morir.
—¡No!—exclamé—. ¡No perecerás tú de hambre!
No me comprendió, y contestó, sonriéndose con amargura:
—Verdad es que hubiera podido vivir aún dos días sin comer; pero siempre estoy pronto, señor oficial, y mejor es hoy que mañana. Lo que pido es que no se le haga daño a Rask.
Entonces me apercibí de lo que daba a entender con su frase estoy pronto. Acusado de un crimen que se castigaba con pena de muerte, creyó que yo venía para conducirle al patíbulo, y aquel hombre, dotado de fuerzas colosales, le decía sereno a un mero niño Estoy pronto, cuando todos los medios de huída estaban a su arbitrio.
—Que no se le haga daño a Rask—repitió de nuevo.
A esto no pude contenerme:
—Pues ¿qué—le dije—, no sólo me tomas por tu verdugo, sino que hasta dudas de mi humanidad hacia este pobre perro, que ningún mal ha hecho?
Se enterneció y se le alteró la voz al decirme, alargándome la mano:
—Perdóname, blanco, porque quiero mucho a mi perro; y los tuyos—añadió después de una breve pausa—, los tuyos me han causado muchos males.
Le abracé, le apreté la mano, le saqué de su error y le pregunté:
—Pues qué, ¿no me conoces?
—Sabía que eres un blanco, y para los blancos, por buenos que sean, ¡es un negro tan poca cosa! Además, no me faltan razones para quejarme de ti.
—¿En qué?—repuse atónito.
—¿Pues no me has conservado por dos veces la vida?
Tan extraña acusación me movió a risa, y, apercibiéndose, añadió con amargura:
—Sí, debería guardarte rencor. Me has salvado de un caimán y de un amo blanco, y, lo que es peor, me has arrebatado el derecho de aborrecerte. ¡Oh, soy muy desgraciado!
La singularidad de sus ideas y su lenguaje no me movían ya casi a admiración, porque estaban en armonía consigo propio, y sin hacer alto en ello, le respondí:
—Mucho más te debo de lo que tú a mí, porque te debo la vida de mi futura esposa, de María.
Padeció como si fuese una conmoción eléctrica.
—¡María!—dijo con voz apagada.
Y dejó caer la cabeza entre las manos, que se retorcían con violencia, mientras penosos gemidos querían como reventarle el pecho. Confieso que mis amortiguadas sospechas se despertaron, pero sin cólera ni celos. Estábamos ambos demasiado próximos, yo a la dicha y él a la muerte, para que semejante rival, aun siéndolo, pudiese excitar en mí otras ideas que las de afecto y lástima.
Levantó, por fin, la cabeza, y me dijo:
—Anda, no me lo agradezcas.
Y después de otra pausa, prosiguió:
—¡Y, sin embargo, yo no soy de sangre inferior a la tuya!
Esta frase revelaba un género de ideas que excitó vivamente mi curiosidad, y le insté que me manifestase quién era y lo que había padecido; pero él se mantuvo en tétrico silencio. Con todo, mi acción le había afectado, y mis ofertas de servirle y mis instancias parece que vencieron su disgusto hacia la vida, porque salióse y volvió a entrar, trayendo en las manos algunos plátanos y un enorme coco, y, cerrando en seguida la abertura, se puso a comerlos. Conversando con él, noté que hablaba con soltura el francés y el español, y que su ingenio no parecía desprovisto de cultura; entre otras cosas, sabía algunas canciones españolas, que cantaba con suma expresión. Este hombre era tan inexplicable bajo otros mil conceptos, que hasta ahora no me había chocado la pureza de su lenguaje; pero cuando traté de investigar la causa, permaneció callado. Al fin nos separamos, dejando yo orden dada a mi fiel Tadeo para que tuviera con él todos los miramientos y atenciones posibles.