Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XIII
XIII
Todos los días regresaba a verle a la misma hora; pero su causa me inspiraba grandes temores, pues, a pesar de todos nuestros ruegos, mi tío se obstinaba en acusarle. No le oculté mis inquietudes a Pierrot, pero él me escuchaba siempre con indiferencia.
A menudo entraba Rask mientras estábamos juntos, llevando por collar una gran hoja de palma. El negro se la desataba, leía los caracteres desconocidos que venían allí grabados y la rompía en seguida. En cuanto a mí, estaba ya enseñado por la experiencia a no hacerle preguntas ociosas.
Un día que entré sin que, al parecer, hiciese alto en mí, estaba vuelto de espaldas hacia la puerta del calabozo, cantando con tono melancólico la canción española Yo, que soy contrabandista. Cuando hubo concluído, se volvió precipitadamente y me dijo:
—Hermano, prométeme, si en algún tiempo desconfías de mí, disipar todas tus sospechas si me oyes cantar esta tonada.
Su aire era imponente, y sin entender muy a las claras lo que significaban tales palabras: si en algún tiempo desconfías de mí, le juré cuanto apetecía. Tomó entonces la cáscara del coco que cogió el día de mi primera visita, y que desde aquel momento conservaba, la llenó de vino de palmas, me incitó a llevármela a los labios y luego bebió todo el licor de un solo trago. Desde aquel momento ya no me dió otro nombre que el de hermano.
Mientras tanto, yo empezaba a concebir algunas esperanzas. Mi tío se había apaciguado un tanto, y los regocijos para celebrar mi próximo casamiento con su hija le habían inclinado el ánimo a ideas de mayor blandura. A cada paso le hacía presente que Pierrot no llevaba intenciones de ofenderle, sino de estorbarle un acto de severidad quizá excesiva; que ese negro, por su atrevida pelea con el caimán, había salvado a María de una muerte segura; que le debíamos ambos, él a su hija y yo a mi esposa; que, además, Pierrot era el más vigoroso de sus esclavos—porque no soñaba ya en obtener su libertad, sino que se contentaba con su vida—; que él, a solas, trabajaba tanto como otros diez negros cualesquiera; y, en fin, que sobraba con sus brazos para poner en movimiento los cilindros de un molino de azúcar. Mi tío me escuchaba y aun me daba a entender que quizá haría desistimiento de la queja. Sin embargo, no le hablé al negro de mis esperanzas, queriendo gozar del placer de anunciarle su libertad por entero si la conseguía; pero lo que causaba admiración era el ver que, creyéndose próximo a la muerte, no se aprovechaba de los medios de fuga de que disponía. Cuando se lo manifesté, respondió con frialdad:
—Juzgarían que tengo miedo.