Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XLI
XLI
Pronto quedó obedecido. Los negros, que me custodiaban se apresuraron ahora a cortar las cuerdas de mis ligaduras, y me encontré en pie y libre; pero quedéme inmóvil, porque el pasmo me tenía a su vez encadenado.
—No es esto solo—repuso Pierrot arrancándole a uno de los negros su cuchillo y ofreciéndomelo—. Puedes cumplir tu deseo. Dios no permita que te dispute el derecho de disponer de mi vida. Por tres veces la salvaste, y es ya muy tuya; hiere, si quieres herirme.
No había ni amargura ni queja en el tono de su voz, que estaba tan sólo triste y resignada.
Aquella inesperada puerta que le abría a mi venganza el ente mismo a quien ella se consumía por alcanzar, tenía en sí algo de demasiado extraño y demasiado fácil. Conocí que ni todo mi encono contra Pierrot, ni todo mi amor hacia María, eran capaces de inducirme a un asesinato; y, además, fueran cuales fuesen las apariencias, cierta voz oculta me clamaba en lo hondo del corazón que un enemigo y un culpado no habría venido a ofrecerse en semejante manera a la venganza y al castigo. ¿Lo diré, por fin? Había en el imperioso prestigio de que aquel ser extraordinario se hallaba cercado cierta cosa que a mí mismo, y a pesar mío, me subyugaba en aquel instante. Aparté, pues, el puñal diciendo:
—¡Vil! Yo consentiría en matarte en combate, pero no en asesinarte. ¡Defiéndete!
—¡Que me defienda!—replicó asombrado—. ¿Y de quién?
—De mí.
Hizo un ademán de pasmo.
—¡De ti! Es lo único en que no me cabe obedecerte. ¿Ves tú aquí a Rask? Puedo degollarle y me dejará que lo haga sin defensa; pero no podré forzarle a que pelee contra mí: no lo entendería; y yo, que soy para contigo como Rask, no te entiendo.
Hizo aquí una breve pausa, y añadió en seguida:
—Leo en tus ojos el odio como en algún tiempo pudiste tú leerlo en los míos. Sé que has padecido muchos infortunios: te han muerto a tu tío, han incendiado tus campos, degollado a tus amigos, saqueado tu morada, devastado tus haciendas; pero no he sido yo, sino los míos. Escúchame: cierto día te dije que los tuyos me habían causado muchos males, y me respondiste que tú no eras; ¿qué hice yo entonces?
Se le despejó el semblante, aguardando que me arrojase en sus brazos; yo le miré con ferocidad.
—Niegas tu parte en cuanto los tuyos han hecho—díjele enfurecido—, y no mientas lo que tú propio hiciste en mi contra.
—¿Qué?—me preguntó.
Me acerqué a él con violencia, y mi voz, al hablarle, retumbó cual un trueno:
—¿Dónde está María? ¿Qué has hecho de María?
A este nombre cruzó una nube por su frente, y pareció un momento como desconcertado. Al cabo, rompiendo el silencio, me respondió:
—¡María! ¡Sí, tienes razón!... Pero hay demasiados oídos que nos escuchen.
Su turbación, y tales palabras como tienes razón, encendieron un infierno de celos en mi ánimo, e imaginéme que eludía mis preguntas. En aquel instante me miró con semblante de franqueza, y dijo con emoción profunda:
—No sospeches de mí, te lo suplico, y en otro lugar te lo explicaré todo: quiéreme como yo te amo, con confianza.
Aquí se detuvo un instante para observar el efecto de sus palabras, y añadió enternecido:
—¿Puedo llamarte mi hermano?
Pero mi cólera y mis celos habían recobrado todo su ímpetu, y estas palabras tan tiernas me parecieron hipócritas y no hicieron sino exasperarme.
—¡Miserable, ingrato!—exclamé—. ¿Te atreves a recordarme aquellos tiempos?
Me interrumpió, diciendo con los ojos arrasados en lágrimas:
—¡No soy yo el ingrato!
—¡Pues bien—le repliqué arrebatado—, habla!, ¿qué has hecho con María?
—En otro lugar, en otro lugar—me contestó—; aquí hay otros oídos que escucharían nuestras palabras, y, además, no me creerías sin darte pruebas, y el tiempo urge. El día va despuntando, y tengo que sacarte de aquí. Escucha, todo ha concluído, y pues que recelas de mí, bien harías en acabarme con el puñal; mas aguarda un poco antes de ejecutar lo que llamas tu venganza, porque primero tengo que ponerte en libertad. Vamos a ver a Biassou.
Semejante conducta y tales discursos encubrían algún misterio que no alcanzaba a comprender. A pesar de todas mis preocupaciones contra aquel hombre, conocía que a su voz me vibraban las fibras del corazón y que me dominaba algún inexplicable poderío; me sentí titubear entre el deseo de venganza y la compasión, entre los recelos y la más ciega confianza, y, por último, me resolví a seguirle.