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Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XL

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XL

No sé, a decir verdad, señores, a qué expongo semejantes ideas, pues no son de aquellas que se comprenden o se explican, sino que es necesario haberlas sentido. Yo las probé. Tal era el estado de mi mente en el momento en que los guardias de Biassou me entregaron a los negros de Morne-Rouge, y como me parecían espectros que me pasaban a manos de otros espectros, dejé sin asomo de resistencia que me atasen por la cintura al tronco de un árbol. Trajéronme por alimento algunas batatas cocidas en agua, y comí por aquella especie de instinto maquinal que la bondad divina concede al hombre sumido en la amargura de sus pensamientos.

Había, por fin, llegado la noche, y mis guardias se retiraron a sus chozas, excepto cinco o seis que permanecieron junto a mí de vigilantes, sentados o tendidos alrededor de una hoguera que tenían encendida para guarecerse del frío nocturno. Al cabo de algunos breves instantes, quedaron todos sumidos en profundo sueño.

La postración física en que me encontraba contribuyó no poco a las vagas imágenes que me confundían la mente. Recordaba los días tranquilos y siempre idénticos que pocas semanas antes pasaba al lado de María, sin entrever siquiera en el porvenir otra posibilidad que la de una dicha eterna, y comparábalos entonces con el día que acababa de transcurrir, día en que tantas y tan extrañas cosas se habían mostrado a mi vista, como para hacerme dudar de la existencia, y en que tres veces me vi próximo a morir y escapé, sin tener aún la vida en salvo. Meditaba en el porvenir inmediato, comprendido en el breve recinto de una mañana, sin más perspectiva que la desgracia y una muerte ya próxima, por fortuna, y me parecía lidiar con alguna horrenda pesadilla. Preguntábame a mí propio si era posible que cuanto había pasado hubiese pasado; que lo que me rodeaba fuese el campamento del sanguinario Biassou; que hubiese perdido a María para siempre, y que aquel prisionero custodiado por seis bárbaros, atado y dispuesto para una muerte segura, aquel prisionero, a quien veía al resplandor de una hoguera de forajidos, fuese yo en mi misma persona. Y no obstante todos mis esfuerzos para evitar el asedio de una idea, mucho más dolorosa aún, mi corazón se tornaba a María. Examinaba con angustia su suerte y estirábame entre mis ligaduras como para volar a su socorro, confiado siempre en que habría de disiparse el horrible sueño y en que Dios no consentiría en derramar sobre el destino del ángel que me había concedido por esposa, todos aquellos horrores de que la imaginación retrocedía espantada. El doloroso encadenamiento de mis ideas me representaba luego a Pierrot, y la rabia me volvía insensato: las arterias de las sienes querían reventar con la sangre agolpada, y yo me odiaba, me maldecía, me despreciaba a mí propio por haber confundido en algún tiempo mi amistad hacia Pierrot con mi amor a María, y, sin tratar de explicarme qué motivo le impulsara a lanzarse en las corrientes del río Grande, lloraba de no haberle exterminado. Él había ya muerto, yo iba también a morir, y lo único que lamentaba en esta pérdida de ambas vidas era haber perdido asimismo mi venganza.

Todas estas emociones me agitaban en una especie de letargo, entre dormir y velar, en que había caído a efectos del cansancio; y no sé cuánto tiempo habría durado, cuando me arrancó de repente de él el eco de una voz varonil, que cantaba en acento claro y distinto, pero aún lejano: “Yo, que soy contrabandista.” Abrí los ojos, estremecido; pero todo estaba a obscuras, durmiendo los negros y el fuego moribundo. Nada más oí, y pensando que fuese una ilusión del sueño, mis pesados párpados volvieron a cerrarse. Volvílos a abrir con precipitación, porque la voz había empezado de nuevo a resonar, cantando con tristeza, y ya más de cerca, esta copla de un romance español:

En los campos de Ocaña
prisionero caí;
llévanme a Cotadilla,
¡desdichado que fuí!

Ahora ya no cabía sueño: ¡era la voz de Pierrot! Un momento después volvió a alzarse entre el silencio de las tinieblas, y repitió a mis oídos la conocida canción: “Yo, que soy contrabandista”. Un perro corrió alegre y juguetón a echarse a mis pies, y este perro era Rask. Levanté los ojos. Un negro se veía delante de mí, mientras la luz de la hoguera arrojaba al lado del perro su sombra colosal, y este negro era Pierrot. El ímpetu de venganza me arrebató, y la sorpresa me tenía inmóvil y mudo. ¿Velaba por ventura? ¿Se aparecían los muertos? Esto no era ya un sueño, sino una aparición. Aparté horrorizado la vista, y a este ademán dejó él caer la cabeza sobre el pecho.

—Hermano—susurró en voz baja—, me habías prometido no dudar jamás de mí cuando me oyeras esta canción; dime, hermano, ¿has olvidado tus promesas?

La ira me volvió la palabra.

—¡Monstruo!—exclamé—. ¡Te hallé, al fin, verdugo, asesino de mi tío, raptor de María!, ¿te atreves a llamarme hermano? ¡Mira, no te me acerques!

Y, olvidando que estaba atado sin facultad para hacer casi el menor movimiento, bajé como involuntariamente la vista hacia la cintura para buscar mi espada. Tan visible intención le lastimó, y, con acento conmovido, pero de blandura, me replicó:

—No, no me acercaré; eres desgraciado, y me compadezco de ti, aunque tú no me tienes lástima a mí, ¡que soy aún más desgraciado!

Encogíme de hombros, y, conociendo él aquella muda queja, prosiguió con aspecto melancólico:

—¡Sí, tú has perdido mucho; pero yo he perdido más que tú!

En esto, el ruido de su voz despertó a los seis negros que me vigilaban, quienes, al ver una persona extraña, se levantaron con presura, corriendo a las armas; mas luego que hubieron fijado sus miradas en Pierrot, lanzaron un grito de júbilo y sorpresa y cayeron postrados en tierra, golpeando el polvo con sus frentes.

Pero ni el homenaje que los negros tributaban a Pierrot, ni las caricias que Rask repartía entre su amo y yo, mirándome con desasosiego, como sorprendido de mi frío recibimiento, nada me hacía impresión en aquel instante. Estaba enteramente entregado a los transportes de mi rabia, que las ligaduras hacían impotente.

—¡Oh!—exclamé al cabo, llorando de ira, bajo el peso de las trabas que me retenían—. ¡Oh, y cuán desgraciado soy! Yo lamentaba que ese infame hubiese hecho justicia de sí propio; yo le juzgaba muerto, y sentía mi perdida venganza, y hele aquí ahora que viene a mofarse de mí con su presencia; hele aquí vivo, ante mis ojos, sin que pueda tener el placer de coserle a puñaladas. ¡Oh! ¡Quién me libertaría de estos execrables lazos!

Pierrot se volvió hacia los negros, que seguían en adoración a sus plantas.

—Compañeros—les dijo—, soltad al prisionero.