Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XLIII

De Wikisource, la biblioteca libre.

XLIII

Crecía en esto el estrépito por afuera, y Biassou se mostraba desasosegado. Más tarde supe que procedía este rumor de los negros de Morne-Rouge, quienes recorrían el campamento anunciando la llegada de mi libertador y el intento de sostenerle, fuese cual fuera el motivo de su visita a Biassou. Rigaud había venido a participar al generalísimo esta circunstancia, y el temor de un funesto rompimiento fué lo que indujo al astuto caudillo a hacer, como en efecto hizo, una especie de aparente concesión a los deseos de Pierrot.


—Si somos algo severos con los blancos—dijo con evidente despecho—, Vuestra Alteza lo es bastante con nosotros, y me agravia en particular con achacarme el ímpetu del torrente. Pero, al cabo, ¿qué podría hacer ahora para satisfacerle?

—Ya lo he dicho, señor Biassou—replicó Pierrot—: que me dejen llevarme a este cautivo.

Biassou se quedó por unos instantes pensativo, y después exclamó, dando a sus facciones cuanta expresión de sinceridad le fué dable.

—Vamos, quiero probarle a Vuestra Alteza cuán grande es mi deseo de complacerle. Permítame sólo que hable dos palabras con él en secreto, y en seguida el prisionero quedará libre.

—¿De veras?... Que por eso no quede—replicó Pierrot.

Y su semblante, hasta entonces lleno de altivez y desagrado, se encendió de júbilo. Alejóse luego unos pocos pasos, y Biassou, llevándome a un rincón apartado de la gruta, me dijo en voz baja:

—No puedo concederte la vida sino bajo una condición, y ya la sabes; ¿consientes?

Y me enseñó el despacho de Juan Francisco. El consentir me hubiera parecido ruindad, y así, le contesté:

—No, no consiento.

—¡Ah!—continuó con su acostumbrado sarcasmo—. ¡Conque sigues siempre tan terco! ¡Parece que te confías mucho en tu protector! ¿Sabes quién es, por acaso?

—Sí—le repliqué con violencia—, es un monstruo como tú, y, además, más hipócrita.

Se incorporó con un movimiento de sorpresa, y clavó los ojos en mí como para descubrir en los míos si hablaba de veras.

—¡Pues qué!—me dijo—, ¿no le conoces?

—No reconozco en él—respondí con desprecio—sino a un esclavo de mi tío que se llama Pierrot.

Biassou soltó una risa de mofa:

—¡Ja... ja...! ¡Vaya un caso curioso! El pide tu vida y tu libertad, y tú le das el dictado de un monstruo como yo.

—¡Qué me importa!—le contesté—. Si disfrutara de un momento de libertad, no sería para pedir mi vida, sino la suya.

—¿Qué significa esto?—dijo Biassou—. Hablas con aire sincero y no supongo que te entretengas en jugar con la existencia. Algo hay aquí que no comprendo. Un hombre a quien tú odias, te protege, y cuando él implora por tu vida, ¡apeteces su muerte! Al cabo, nada me va en ello. Deseas un momento de libertad, y es lo único que puedo concederte; así, te permitiré que le acompañes si primero me empeñas tu palabra de honor de venir a entregarte en mis manos dos horas antes de ponerse el sol. ¿No es cierto que eres francés?

¿Lo confesaré, señores? La vida me era una carga, y me repugnaba recibirla por don de manos de Pierrot, objeto por tantos motivos de mi odio; no sé tampoco si ayudaría a mi resolución la certeza de que Biassou no soltaría su presa tan fácilmente ni consentiría en mi libertad; en fin, no apetecía sino disponer a mi albedrío de algunas horas para acabar de cerciorarme antes de morir del destino de mi adorada María y de mi suerte. La palabra que me pedía Biassou, confiado en el honor de un francés, era medio seguro y fácil de conseguirlo, y mi palabra se la di.

Habiéndome ligado de esta suerte, el general se acercó a Pierrot y dijo con tono sumiso:

—Señor, el prisionero blanco queda a disposición de Vuestra Alteza y en libertad de ir en su compañía.

Jamás había observado pintarse tanto gozo en los ojos de Pierrot.

—Gracias, Biassou—exclamó alargándole la mano—; gracias, porque acabas de hacerme un servicio que te autoriza de aquí en adelante para exigir cuanto de mí apetezcas. Por ahora, sigue disponiendo hasta mi vuelta de mis hermanos de Morne-Rouge.

Entonces se volvió hacia mí, diciendo:

—Pues que estás libre, ven.

Y me arrastró tras sí con singular energía.

Biassou nos miró salir con un asombro que se distinguía aun al través de las muestras de respeto con que despidió a mi compañero.