Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XLIV

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XLIV

Ansiaba yo por quedarme a solas con Pierrot. Su turbación cuando le pregunté por la suerte de María, la insolente ternura con que osaba pronunciar su nombre, habían arraigado aún más los gérmenes de execración y celos que brotaron en mi pecho cuando le vi arrebatar por medio de las llamas en el castillo de Galifet a aquella que apenas podía aún llamar mi esposa. ¿Qué se me daba, pues, de las generosas reconvenciones con que había amonestado al sanguinario Biassou en mi presencia, ni del afán que se tomaba por mi vida, ni de aquel sello extraordinario que se veía impreso en todas sus acciones y palabras? ¿Qué se me daba de aquel misterio que le envolvía, que me le presentaba vivo ante los ojos cuando había presenciado su muerte, que me le ofrecía cautivo de los blancos cuando le vi sepultarse en las aguas del Río Grande, que transformaba al esclavo en Alteza y en libertador al prisionero? De todo este caos incomprensible, la única cosa para mí evidente era el infame rapto de María, un ultraje que vengar, un crimen a que imponer castigo. Los extraños sucesos que había ya presenciado, apenas bastaban para hacerme suspender un tanto el juicio, y aguardaba con impaciencia el momento de obligar a mi rival a explicarse. Este momento llegó al fin.

Habíamos cruzado por entre las triples filas de negros, que, postrados a nuestro paso, exclamaban con asombro, y sin que yo pudiese entender si hablaban de Pierrot o de mí:

—¡Milagro! Ya no está prisionero.

Habíamos traspasado los últimos límites del campamento; habíamos perdido de vista entre los árboles y peñascos los postreros centinelas de Biassou; Rask corría gozoso, adelantándose, y luego volvía a nuestro encuentro; Pierrot caminaba con rapidez; yo, por fin, le detuve entonces y le dije:

—Escúchame ahora, que ya es excusado el ir más lejos. Los oídos que temías ya no están a nuestro alcance ni pueden recoger nuestras palabras; habla, pues: ¿qué has hecho de María?

Una violenta emoción me ahogaba casi la trémula voz; él me miró con dulzura, respondiendo:

—¿Siempre lo mismo?

—¡Sí, siempre, siempre!—exclamé arrebatado—. Te haré la misma pregunta hasta que ambos exhalemos el postrer aliento. ¿Dónde está María?

—¿Conque nada logra disipar tus dudas de mi buena fe? Pronto lo sabrás.

—¡Pronto, monstruo!—le repliqué—. ¡Ahora, ahora mismo quiero saberlo! ¿Dónde está María? ¿Dónde está María?... ¿Me oyes? Respóndeme, o juega tu vida a trueque de la mía. ¡Defiéndete!

—Ya te he dicho que eso no puede ser—prosiguió con tristeza—. El torrente no lucha con su manantial, y mi vida, que has salvado por tres veces, no puede disputarte a ti la vida. Además, aun cuando yo quisiera, es imposible, porque no tenemos más que un cuchillo para los dos.

Y, hablando así, sacó un puñal de su cinto, y alargándomelo:

—Toma—me dijo.

Estaba fuera de mí. Agarré el puñal y le hice brillar sobre su pecho, pero no dió señales de rehuir el golpe.

—¡Infame!—exclamé—. No me obligues a un asesinato. Te envainaré en el corazón este acero si no me dices luego dónde está mi mujer.

Entonces me respondió sin cólera:

—Eres árbitro de hacerlo; pero te suplico de rodillas que me concedas una hora más de vida y que vengas tras mí. Desconfías de quien te debe tres existencias, del que apellidabas tu hermano; pero atiéndeme: si dentro de una hora persistes en tus recelos, eres dueño de matarme; siempre estarás a tiempo, pues ves que no trato de defenderme. Te lo ruego en nombre de María... de tu esposa—añadió con un penoso esfuerzo—; dame una hora más de plazo, y cuando así te imploro, no es por mi bien, créelo, sino por el tuyo propio.

Tenían sus acentos una expresión inefable de persuasión y de pesar. Algo parecía advertirme en secreto de que quizá era sincero; que el apego a la vida no alcanzaba para infundir en su voz aquella penetrante ternura, aquella dulzura en sus ruegos. Cedí de nuevo a aquel imperio secreto que ejercía sobre mí y que me avergonzaba entonces de confesar.

—Vamos—le dije—, te concedo esta hora de prórroga y estoy pronto a acompañarte.

Quise devolverle el puñal, pero me respondió:

—No, guárdatelo, porque recelas de mí, y sígueme, sin que perdamos más tiempo en balde.