Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XLVI

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XLVI

El gozo que los primeros transportes de la amistad habían hecho brillar en sus mejillas se desvaneció, y su fisonomía cobró un aspecto de tristeza tan singular cuanto enérgico.

—Escúchame—dijo en tono de frialdad—: mi padre era rey en el Kakongo; administraba justicia a sus súbditos en el umbral de su morada, y a cada fallo bebía, según es costumbre de los reyes, una copa colmada con el vino de sus palmas. Allí vivíamos felices y poderosos. Pero vinieron los europeos, y me enseñaron esos fútiles adornos del saber que te causaron tal sorpresa. Su caudillo era un capitán español que le prometió a mi padre Estados más vastos y mujeres blancas; mi padre le siguió con toda su familia... ¡Hermano, nos vendieron!

Se le hinchó al negro el pecho de cólera, y sus ojos brotaban chispas; tronchó maquinalmente un tierno arbolillo que estaba a su lado, y después continuó, sin parecer ya dirigirse a mí:

—El señor del país del Kakongo tuvo un dueño, y su hijo se afanó trabajando como esclavo en los surcos de Santo Domingo. Para domarlos con mayor facilidad separaron al padre anciano del león mancebo. Arrancaron a la esposa del lado de su esposo para sacar más ganancia uniéndolos con otros. Las tiernas criaturas buscaban a la madre que las crió a sus pechos, al padre que las bañaba en el torrente, y no encontraron sino a tiranos y bárbaros, y durmieron revueltas entre los perros.

Calló, y sus labios seguían moviéndose sin hablar; sus miradas andaban desatentadas. Por fin me agarró del brazo con violencia.

—Hermano, ¿lo oyes? Me han vendido, he pasado de un dueño a otro como un vil animal. ¿Te acuerdas del suplicio de Ogé? Pues en aquel día volví a ver a mi padre, pero entre los martirios de la rueda.

Yo me estremecí, y él prosiguió:

—¡Mi esposa la prostituyeron a los blancos! Escucha, hermano: ha muerto y me ha pedido venganza. ¿Te lo confesaré?—continuó titubeando y bajando los ojos—. He sido criminal: he amado a otra... Pero sigamos adelante.

Todos los míos me instaban por que los libertase y me vengara; Rask era el confidente que me traía sus mensajes.

Yo no podía satisfacerlos, porque también me encontraba en los calabozos de tu tío. El día en que obtuviste mi perdón, salí para arrancar a mis hijuelos de las garras de un amo feroz; llegué, hermano, y el postrero de los descendientes del rey del Kakongo acababa de expirar bajo el azote de un blanco; los otros le habían precedido en la misma jornada.

Aquí cortó el hilo de su discurso y me preguntó con indiferencia:

—Hermano, ¿qué hubieras tú hecho?

Este terrible cuento me había helado de horror y no pude responder a su pregunta sino por un gesto de amenaza. Él me comprendió, se sonrió con amargura y prosiguió en estos términos:

—Sus esclavos se levantaron contra el amo y castigaron el asesinato de mis hijos. Me eligieron por cabeza, y ya tú bien sabes los destrozos que ocasionó esta rebelión. Supe que los esclavos de tu tío se preparaban a seguir el ejemplo, y llegué al Acul la noche misma en que la insurrección se aproximaba. Tú estabas ausente; tu tío yacía en su lecho cosido a puñaladas; los negros iban ya incendiando las haciendas, y no pudiendo aplacar su furor porque creían vengarme quemando la morada de tu tío, hube de contentarme con salvar lo que subsistía de tu familia. Entré en el castillo por el boquete que tenía dispuesto, y entregué a los cuidados de un negro fiel a la nodriza de tu mujer. Más afanes pasé por salvar a tu María: había corrido hacia la parte incendiada de la fortaleza en busca de su hermano el más niño, único que escapó de la matanza, y estaba rodeada de negros próximos a darle muerte. Me presenté y les mandé que me dejaran tomar venganza por mis propias manos: obedecieron y se retiraron; agarré a tu mujer en los brazos, confié el niño a Rask y los conduje a entrambos a esta gruta, de cuya existencia y sendero era sabedor yo solo. Hermano, he aquí mi crimen.

Más y más penetrado a cada vez de arrepentimiento y de gratitud, quise volver a arrojarme a los pies de Pierrot; pero él me contuvo, como ofendido.

—Vamos—me dijo tras un momento de silencio y agarrándome de la mano—; toma a tu mujer y echemos a andar los cinco.

Yo le pregunté con sorpresa adónde quería conducirnos.

—Al campamento de los blancos—me respondió—. Este asilo ya no es seguro, porque mañana, al amanecer, van a atacar los blancos las posiciones de Biassou, y no hay duda de que incendiarán el bosque. Y, además, no tenemos un momento que perder, porque diez cabezas están pendientes de la mía; podemos darnos prisa, porque tú estás libre; lo debemos, porque yo no lo estoy.

Tales palabras acrecentaron mi sorpresa, y le pedí aclaración.

—Pues qué—contestó con ademán de impaciencia—, ¿no has oído decir que Bug-Jargal estaba prisionero?

—Sí; mas ¿qué tienes tú que ver con ese Bug-Jargal?

A su vez pareció sorprendido, y respondió con gravedad:

—Yo soy Bug-Jargal.