Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XLV

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XLV

Echó con esto de nuevo a andar, y Rask, que durante nuestra conversación había hecho varias tentativas de proseguir la jornada, volviéndose luego para mirarnos y como para preguntar por qué nos deteníamos; Rask, digo, continuó alegre su camino. Nos enmarañamos a través de una selva virgen, y a la media hora tropezamos con una verde pradera, bañada por las cristalinas aguas de un manantial que brotaba entre las peñas y cercada en torno de frondosos árboles, cuyos gruesos y robustos troncos eran el vivo testimonio de los pasados siglos. Una gruta, cuya cenicienta boca teñía de verde una multitud de enredaderas, clemátides, lianas, jazmines, daba salida al prado; Rask corrió a ladrar a la entrada; pero Pierrot le hizo una seña, y, agarrándome por la mano, sin pronunciar una sola palabra, me introdujo en la gruta.

Una mujer estaba adentro, con la espalda vuelta a la luz y sentada en una estera de juncos; al ruido de nuestros pasos volvió el rostro, y... amigos, era mi María.

Llevaba aún, como el día de nuestra boda, un vestido blanco, y adornaba todavía sus cabellos la corona de azahar, último tocado virginal de la tierna esposa, emblema de pureza que aún no habían desprendido mis manos de sus sienes. Me vió, me conoció, lanzó un grito y cayó entre mis brazos, moribunda de júbilo y de sorpresa; yo estaba fuera de mí mismo.

A este grito, una vieja, llevando un niño en los brazos, acudió de otra estancia en lo más profundo de la gruta: era la nodriza de María, con el más niño de los hijos de mi desgraciado tío. Mientras tanto, Pierrot había ido a buscar agua del manantial, y salpicó con algunas gotas el semblante de María, que, al sentir su frescura, volvió en sí, y, entreabriendo los ojos:

—¡Leopoldo!—dijo—. ¡Leopoldo mío!

—¡María!...—le respondí, y el resto de mis palabras se perdió en el arrullo de un beso.

—¡Oh, siquiera no en mi presencia!—exclamó una voz penetrante.

Alzamos luego la vista, y era Pierrot. Allí estaba, asistiendo a nuestras caricias como a un suplicio. Hinchados los pulmones, respiraba apenas, temblaban todos sus miembros y gruesas gotas de un sudor helado le chorreaban por la frente. De súbito escondió el semblante entre las manos, y salióse huyendo de la gruta, repitiendo en acentos terribles:

—¡Siquiera no en mi presencia!

María se medio incorporó entre mis brazos, y, siguiéndole con la vista, exclamó:

—¡Dios eterno! Leopoldo mío, parece como si nuestros amores le atormentaran. ¿Me amará, por ventura?

El grito del esclavo me había anunciado que era mi rival; la exclamación de María anunciaba que también era mi amigo.

—María—le respondí, y un gozo inefable se derramó en mi alma, a la vez que una mortal pesadumbre—. ¡María! Pues qué, ¿lo ignorabas?

—Y lo ignoro aún—me respondió, cubierta de casto rubor—. ¿De veras? ¿Me ama? Jamás lo hubiera conocido.

La estreché a mi corazón con delirio, exclamando:

—Encuentro a mi esposa y a un amigo; ¡cuán feliz soy y cuán criminal! Había sospechado de él.

—¡Cómo!—prosiguió María con asombro—. ¿Dudabas de él? ¿De Pierrot? ¡Ah, sí, eres muy criminal! Por dos veces le debes mi vida, y aun quizá—añadió, bajando los ojos—le debes más aún. A no ser por su socorro, el caimán del río me habría devorado; a no ser por su socorro, los negros... Pierrot fué quien me arrancó de entre sus manos cuando iban ya, sin duda, a inmolarme como a mi desgraciado padre.

Aquí suspendió la voz para soltar el llanto.

—¿Y por qué razón—le pregunté—no te envió luego Pierrot a la ciudad del Cabo, donde estaba tu esposo?

—Lo ha intentado—me replicó—; pero no fué posible. Teniendo que recelarse tanto de los negros como de los blancos, era dificilísima empresa. Además, ignorábamos lo que era de ti. Algunos decían que te habían visto caer muerto; pero Pierrot me aseguraba que no era así, y no estaba bien convencida, porque, en tal caso, algún indicio secreto me lo hubiera avisado, y si la muerte te hubiese alcanzado, también yo hubiera muerto en el instante mismo.

—¿Y Pierrot te condujo a este lugar?

—Sí, Leopoldo mío; él único era sabedor de esta gruta solitaria, y como había salvado a la par que a mí a los restos de mi familia, mi pobre nodriza y mi hermanito, nos trajo aquí escondidos. Te aseguro que es una estancia muy agradable, y si no fuese por los estragos de la guerra, para quien no hay asilo secreto, me alegraría ahora, que estamos arruinados, de vivir aquí contigo, y Pierrot proveería a nuestras necesidades. Venía él a menudo a visitarme; traía una pluma rojiza en la cabeza, y siempre me consolaba y me hablaba de ti, y me aseguraba que volvería a verte. Con todo, como no le había visto en tres días, ya comenzaba a tener inquietud, cuando volvió contigo. ¡Pobre Pierrot! ¿Conque fué a buscarte?

—Sí—le respondí.

—Pero, entonces, ¿cómo es dable—repuso ella—que esté enamorado de mí? ¿Estás seguro?

—¡Ahora lo estoy!—repliqué—. Él es quien, a punto de clavarme el puñal, se dejó vencer por el temor de afligirte; él quien te entonaba cánticos de amor en la glorieta del río.

—¡De veras!—prosiguió María con inocente sorpresa—. ¡Conque es tu rival! ¡Aquel tunante de las flores se ha convertido en el buen Pierrot! No puedo creerlo. Tenía conmigo un aire tan humilde, tan respetuoso, ¡más aún que cuando era esclavo! Verdad es que solía mirarme a veces con un aire muy extraño; pero no era más que de tristeza, y yo lo atribuía a mis desgracias. ¡Si supieras con qué apasionado ardor hablaba de mi Leopoldo! Su amistad era casi tan vehemente como mi amor.

Estas explicaciones de María me colmaban a la vez de júbilo y de pena.

Recordé con cuánta crueldad había tratado al generoso Pierrot, y sentí toda la fuerza de sus tiernas y mansas quejas: “¡No soy yo el ingrato!”

En este mismo instante volvió a entrar Pierrot; su fisonomía tenía un aspecto sombrío y doloroso. Parecía como un reo que le traen del potro, pero que regresa triunfante. Se adelantó hacia mí con paso mesurado, y, señalándome al puñal que tenía en el cinto, me dijo con acento grave:

—Se pasó la hora.

—¡La hora! ¿Qué hora?—le pregunté.

—La que me habías concedido de plazo, porque la necesitaba para conducirte aquí. Entonces te supliqué que me perdonases la vida, y ahora imploro de ti que me la arranques.

Las más dulces emociones del corazón, el amor, la amistad, la gratitud, se reunían en el momento mismo para destrozarme el pecho, y caí a los pies del esclavo sollozando amargamente, sin poder proferir una palabra. Él me levantó con precipitación, y

—Qué haces?—me dijo.

—Tributarte el homenaje que te mereces: ya no soy digno de una amistad como la tuya. Tu agradecimiento no puede llegar al colmo de perdonar mi ingratitud.

Duró por algún tiempo en sus facciones una expresión de aspereza, y parecía como que estaba experimentando una violenta lucha; dió un paso hacia mí, y luego echóse atrás; abrió los labios y guardó silencio. Mas este intervalo fué breve, y extendió los brazos, diciendo:

—¿Puedo ahora llamarte hermano mío?

No le respondí sino estrechándome contra su corazón; él añadió, tras una corta pausa:

—Tú eres bueno; pero la desdicha te había vuelto injusto.

—Encontré a mi hermano—le respondí—, y ya no seré por más tiempo desdichado; pero soy muy criminal.

—¡Criminal! Hermano, yo lo he sido también, y más que tú. ¡Pero tú ya no eres desgraciado, y yo... yo lo seré para siempre!