Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XVI
XVI
Aturdido con el cañoneo de los fuertes, el clamor de los fugitivos y el lejano ruido de los edificios desplomados, no sabía hacia qué punto encaminar mi tropa, cuando nos encontramos en la plaza de armas con el capitán de los Dragones amarillos, que nos sirvió de guía. No me detendré, señores, en describir el cuadro que ofrecía la campiña incendiada. Bastantes hay que han pintado estos primeros desastres del Cabo, y mi ánimo necesita pasar de ligero por tales recuerdos, que encierran en sí fuego y sangre. Me contentaré así con decir que los negros insurgentes eran ya dueños del Dondon, de la Madriguera Roja, de la aldea de Onanaminte y hasta de los desgraciados plantíos del Limbé, lo que me llenó de zozobra, a causa de su proximidad al distrito del Acul.
Corrí precipitado al palacio del gobernador, M. de Blanchelande, donde todo se hallaba en la mayor confusión, incluso la cabeza del dueño, y le pedí órdenes, suplicándole encarecidamente que proveyera a la seguridad del Acul, que se tenía ya por amenazado. Estaban con él M. De Rouvray, mariscal de campo, y uno de los más ricos hacendados de la isla; M. De Touzard, teniente coronel del regimiento del Cabo; algunos miembros de ambas asambleas, general y provincial, y muchas personas de viso en la colonia, y en el momento de mi entrada, esta especie de consejo estaba en deliberación con extraordinario desorden.
—Señor gobernador—decía un miembro de la asamblea provincial—, demasiado cierto es eso. Son los esclavos y no la gente de color libre. Ya hace largo tiempo que lo teníamos anunciado y predicho.
—Ustedes lo decían, pero sin creer en ello—respondió agriamente un miembro de la asamblea colonial, llamada general—. Lo decían para ganarse crédito a expensas nuestras; pero tan lejos estaban de creer en un levantamiento formal, que las intrigas de su asamblea fueron las que desde 1789 inventaron aquella famosa y ridícula rebelión de tres mil esclavos en los montes del Cabo, rebelión en la que se redujeron los muertos a un guardia nacional, y aun ése murió a manos de sus propios compañeros.
—Repito—repuso el provincial—que vimos más claro, y la causa es muy sencilla. Nosotros nos quedamos aquí para observar los negocios de la colonia, mientras su asamblea de ustedes se fué a Francia en busca de aquella risible pompa, que acabó en una reprimenda de la representación nacional; ridiculus mus.
El diputado de la asamblea general respondió con amargo desdén:
—Todos hemos sido reelectos unánimemente por nuestros conciudadanos.
—Ustedes—replicó el otro—han dado causa con sus exageraciones a que se paseara por las calles la cabeza del infeliz que entró en un café sin la cucarda tricolor, y de que se ahorcara al mulato Lambert con pretexto de una petición que empezaba por estas palabras inusitadas: “En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.”
—¡Falso!—exclamó el de la general—. Eso proviene de la lucha de los principios con los privilegios, de los jorobados y de los torcidos.
—¡Ya me lo tenía yo tragado que usted era un independiente!
A semejante apodo del diputado de la asamblea provincial, su adversario respondió con aire de triunfo:
—Eso es declararse usted un plumero blanco, y le felicito por la confesión.
Quizá la disputa hubiese pasado aún más adelante si el gobernador no se metiera de por medio.
—Vamos, señores, ¿qué tiene nada de eso que ver con el peligro inminente que nos amenaza? Aconséjenme ustedes en vez de insultarse los unos a los otros. He aquí los partes que me han llegado a las manos. La rebelión estalló esta noche, a las diez, entre los negros del ingenio de Turpin. Los esclavos, acaudillados por un negro inglés, a quien llaman Bouckmann, han arrastrado tras sí a los de las fincas de Clément, Trémès, Flaville y Noé. Han incendiado todas las haciendas y asesinado a los amos, cometiendo crueldades inauditas. Un solo hecho bastará para que puedan ustedes comprender de lleno tales horrores: ¡el cadáver de un niño ensartado en una lanza les sirve de bandera!
Una exclamación general interrumpió a M. De Blanchelande.
—Eso es lo que pasa por las afueras—continuó—. En lo interior de la población, todo anda trastornado. Muchos vecinos del Cabo han dado muerte a sus esclavos porque el miedo los ha hecho crueles; los más compasivos o más valientes se han contentado con encerrarlos bajo llave. La población blanca pobre acusa de tales desastres a los pardos de color, y varios mulatos estuvieron para caer víctimas del furor popular; de modo que, para libertarlos, les he dado a todos por refugio una iglesia, donde están custodiados por un batallón. Por fin, ahora, para probar que no son cómplices de los negros, los pardos me piden armas y que se les señale un punto de defensa.
—No se haga tal—prorrumpió una voz, que luego reconocí por la del hacendado sobre quien recaían sospechas de no tener muy limpia la sangre, y que tuvo poco antes conmigo un desafío—. No se arriesgue usted, señor gobernador, a darles armas a los mulatos.
—Pues qué, ¿no quiere usted batirse?—le dijo con aspereza uno de los concurrentes.
Pero él, no dándose por entendido, prosiguió:
—Los mulatos son nuestros peores enemigos, y los únicos de temer. Confieso que una rebelión era de esperar; pero de su parte, y no de la de los esclavos. ¿Acaso los esclavos son nada de por sí?
El pobre hombre creía, con tales invectivas contra los mulatos, destruir en el ánimo de los blancos que le oían la idea de que perteneciese a aquella casta tan degradada; pero era demasiado ruin su intento para que se le lograse, como lo dió a entender un murmullo de desaprobación.
—Sí, señor—dijo el anciano general Rouvray—; sí, señor; los esclavos son algo, porque son cuarenta contra tres, y en mal lance nos veríamos si no tuviéramos para hacer frente a los negros y a los mulatos otros blancos que los de su especie de usted.
El hacendado se mordió los labios.
—Mi general—repuso el gobernador—, ¿qué opina usted de la petición de los mulatos?
—Darles armas, señor gobernador, y correr a todo trapo—respondió M. De Rouvray.
Y luego, encarándose con el pobre sospechado, añadió:
—Ya lo oye usted, caballero, y es tiempo de que vaya a tomar sus armas.
El hacendado, humillado, salió del aposento dando indicios de una ira reconcentrada. Mientras tanto, los clamores de angustia que resonaban por toda la ciudad se oían crecer de momento en momento en la estancia del gobernador y recordaban a los circunstantes el motivo de la conferencia. M. De Blanchelande entregó a uno de sus ayudantes una orden escrita de prisa con lápiz, y rompió el lúgubre silencio en que todos escuchaban aquel espantoso rumor:
—Señores, ya se les va a dar armas a los pardos; pero aún nos quedan muchas disposiciones por tomar.
—Es preciso convocar la asamblea provincial—dijo el diputado de la misma, que tenía la palabra en el momento que yo entré.
—¡La asamblea provincial!—repuso su antagonista el de la colonial—. ¿Qué significa tal asamblea?
—¡Porque usted es diputado de la asamblea colonial!—repuso el plumero blanco.
El independiente le interrumpió:
—No conozco la colonial mejor que la provincial. No hay más asamblea que la general, ¿entiende usted, señor?
—Pues bien—replicó el plumero blanco—: yo os digo que la asamblea nacional de París es la única.
—Convocar la asamblea provincial—repetía, riendo, el independiente—; como si no hubiera sido disuelta desde el momento en que la general decidió celebrar sus sesiones aquí.
Una reclamación universal salió del auditorio, fatigado de tan ociosas disputas.
—Mientras ustedes, señores diputados, se entretienen en pamplinas semejantes—dijo un refaccionista—, ¿qué se hace de mi algodonal y el plantío de cochinilla?
—¿Y de mis cuatrocientas mil matas de añil que tengo en el Limbé?—añadió un hacendado.
—¿Y de mis esclavos, pagados a treinta pesos, uno con otro?—prorrumpió el capitán de un buque negrero.
—Cada minuto que se pierde—proseguía otro hacendado—me cuesta, con el reloj y el arancel en la mano, diez quintales de azúcar, que, a diez y siete pesetas el quintal, hacen ciento treinta libras, y diez sueldos en moneda de Francia.
—La colonial, a que usted llama general—continuó uno de los contendientes, dominando el bullicio a fuerza de pulmones—, es una usurpadora. Que se quede en Puerto Príncipe fabricando y expidiendo decretos para dos leguas en cuadro de territorio, y que nos deje aquí en sosiego. El Cabo está bajo la jurisdicción del Congreso provincial del Norte, y de nadie más.
—Yo sostengo—respondió el independiente—que su excelencia el señor gobernador no goza de derecho para convocar otra asamblea que la general de los representantes de la colonia, presidida por M. De Cadusch.
—Pues ¿adónde está ese presidente?—preguntó el plumero blanco—. ¿Adónde está su asamblea? Ni cuatro individuos han llegado, mientras la provincial entera se halla presente. ¿Querría usted, por casualidad, representar en su sola persona a toda una asamblea y a toda una colonia?
Esta rivalidad de entrambos diputados, fieles órganos de sus corporaciones respectivas, exigió de nuevo la intervención del gobernador.
—¿Adónde van ustedes a parar, señores, con sus sempiternas asambleas provincial, general, colonial, nacional?... ¿Servirá de mucho para ilustrar a esta corporación invocar así el nombre de otras tres o cuatro?...
—¡Voto a Dios!—gritó con voz de trueno el general Rouvray, dando una fuerte palmada en la mesa del Consejo—, ¡y qué endemoniados parlanchines! ¡Mejor quisiera habérmelas a voces con un cañón de a veinticuatro! ¿Qué se nos da de esas dos asambleas que se disputan el paso como dos compañías de granaderos al subir a la brecha? Pues bien, señor gobernador: lo mejor será convocarlas a ambas, y yo organizaré con ellas dos batallones para salir a campaña contra los negros. Veremos si hacen tanto ruido con los fusiles como con la lengua.
Después de esta áspera rociada, volviéndose hacia mí, que estaba a su lado, me dijo a media voz:
—¿Qué quiere usted que haga un gobernador nombrado por el rey entre dos asambleas de Santo Domingo que se pretenden soberanas? Los habladores y los abogados son quienes lo echan todo a perder aquí, como en la metrópoli. Si yo tuviera la honra de ser el señor teniente general, pondría de patas en la calle a toda esa canalla, diciéndoles: El rey, reina, y yo mando; enviaría a Barrabás la responsabilidad hacia esos llamados representantes, y con diez cruces de San Luis, prometidas a nombre de Su Majestad, encerraría en un abrir y cerrar de ojos a todos los rebeldes en la isla de la Tortuga, habitación en algún tiempo de otros bandidos semejantes, los piratas. Joven, acuérdese usted de lo que le digo. Los filósofos engendraron a los filántropos, quienes procrearon a su vez a los negrófilos, los que nos van dando a luz los matablancos, que así se llamarán mientras se les busca un nombre griego-latino. Esas fingidas ideas liberales con que se embriagan en Francia son un veneno bajo la latitud de los Trópicos. Convenía tratar a los negros con blandura, pero no llamarlos a una emancipación tan repentina. Todos los horrores que se ven hoy en Santo Domingo provienen de la sociedad patriótica de Massiac, y la insurrección de los esclavos no es más que un golpe de rebote de la toma de la Bastilla.
Mientras que el veterano me explicaba sus opiniones políticas, respirando franqueza y convencimiento, seguían los tempestuosos debates. Un hacendado del corto número que participaba del frenesí revolucionario, y que tomaba el título de ciudadano general C..., porque había servido de caudillo en algunas escenas de carnicería, exclamó:
—Antes se necesita dar ejemplos que pelear. Las naciones exigen lecciones terribles: atemoricemos, pues, a los negros. Yo soy quien apaciguó los levantamientos de junio y julio poniendo en la entrada de mi finca cincuenta cabezas de negros clavadas cada cual en una estaca y colocadas como árboles a estilo de alameda. Que cada uno dé su cuota para la proposición que voy a hacer, y defendamos las murallas del Cabo con los negros que aún nos quedan.
—¿Cómo?... ¡Qué imprudencia!—empezaron todos a decir.
—Ustedes no me comprenden, señores—repuso el ciudadano general—. Hagamos un cordón con cabezas de negros que rodee la ciudad desde el castillo de Picolet hasta la punta del Caracol, y sus compañeros los insurgentes no se atreverán a acercarse. En circunstancias como las presentes es menester sacrificarse por el bien general, y yo lo haré el primero. Quinientos negros me quedan sumisos, y los pongo a disposición de la Junta.
La propuesta se recibió con un movimiento general de horror y voces unánimes de “¡Horrible! ¡Abominable!”
—Medidas de esa naturaleza son las que lo han arruinado todo—dijo otro hacendado—. Si no se hubieran dado tanta prisa en ajusticiar a los insurgentes de junio y julio, se habría podido coger el hilo de la conspiración, y no que ahora el verdugo lo ha cortado con su hacha.
El ciudadano C... observó por algunos instantes el silencio propio de un despechado, y luego empezó a refunfuñar entre dientes:
—Pues, con todo, me tenía y me tengo por persona no sospechosa. Soy amigo de todos los negrófilos del mundo, y corresponsal de Brissot y de Pruneau de Pomme-Gouge en Francia; de Hans Sloane, en Inglaterra; de Magaw, en América; de Pezll, en Alemania; de Olivarius, en Dinamarca; de Wadstrohm, en Suecia; de Peter Paulus, en Holanda; de Avendaño, en España, y del abate Pedro Tamburini, en Italia.
A medida que adelantaba en su catálogo de negrófilos, iba alzando la voz, y, por último, concluyó con decir:
—¡Pero aquí no se entiende pizca de filosofía!
M. De Blanchelande pidió por tercera vez que se recogieran los votos.
—Señor gobernador—dijo una voz—, mi parecer es que nos embarquemos todos en el Leopardo, que está en la bahía.
—Que se pregone la cabeza de Bouckmann—dijo otro.
—Que se le envíe un aviso al gobernador de la Jamaica—dijo el tercero.
—Sí, para que nos mande otra vez el risible socorro de quinientos fusiles—respondió un diputado de la provincial—. Lo mejor será enviar una consulta a Francia y aguardar la respuesta.
—¡Aguardar!, ¡aguardar!—prorrumpió M. De Rouvray con energía—. Y los negros, ¿aguardarán? Y la llama, tan vecina, que va a devorar a la ciudad, ¿aguardará también? M. De Touzard, mande usted tocar generala; agarre artillería y salga con sus granaderos y cazadores contra el grueso de los rebeldes. Usted, señor gobernador, establezca campamentos en todas las parroquias de Levante y guardias de observación en Trou y en Vallieres, y yo me encargo de las vegas del castillo del Delfín. Dirigiré los trabajos; mi abuelo, que era maestre de campo del regimiento de Normandía, ha servido a las órdenes del señor mariscal de Vauban; yo he estudiado a Folard y Bezont, y tengo un poco de práctica en defender un país abierto. Además, como las vegas del fuerte del Delfín, rodeadas casi por el mar y las fronteras españolas, parecen una península, se defenderán en cierta manera por sí solas. Igual ventaja presenta la península del Muelle. En fin, aprovechémonos de todo, y manos a la obra.
El lenguaje enérgico y positivo del militar de experiencia acalló de repente toda la discordancia de votos y de opiniones. El general acertaba, y aquel instinto que cada cual posee para distinguir lo que le conviene, reunió todos los pareceres al de M. De Rouvray; y mientras el gobernador le manifestaba en un apretón amistoso de la mano cuánto agradecía el valor de sus consejos, bien que dados a modo de orden, y la importancia de su auxilio, el resto de la concurrencia reclamaba la pronta ejecución de dichas medidas. Los únicos dos diputados de entrambas asambleas rivales aparentaban disentir del asenso general, y cada cual en su rincón hablaba entre dientes de usurpación de facultades por parte del poder ejecutivo, de resoluciones atropelladas y de exigir la responsabilidad.
Yo aproveché la coyuntura para arrancarle a M. De Blanchelande las órdenes que con tal anhelo solicitaba, y salí, a fin de reunir mi tropa y ponerme de nuevo en marcha hacia el Acul, no obstante el cansancio de que todos, excepto yo, daban muestras.