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Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XVII

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XVII

Iban ya despuntando los primeros albores de la mañana cuando acudí a la plaza de Armas, despertando a los milicianos, que dormían echados en sus capotes, mezclados con los Dragones encarnados y amarillos, con los fugitivos del llano, con los ganados que mugían y balaban, y con los efectos de toda especie introducidos en la ciudad por los dueños de haciendas. En medio de tal desorden, iba ya logrando poner mi escasa fuerza en orden, cuando vi acudir hacia mí, a escape tendido, un dragón amarillo, cubierto de sudor y de polvo, y, adelantándome a su encuentro, supe con espanto, a las pocas y entrecortadas palabras que pronunció, que mis temores se habían realizado, que la insurrección se había propagado por las vegas del Acul y que los negros habían puesto sitio al castillo de Galifet, donde se habían refugiado la milicia y los hacendados blancos. Y aquí convendrá decir que el castillo de Galifet era de muy poca importancia, pues en Santo Domingo se le daba aquel pomposo nombre a cualquier fortín de campaña.

No había, pues, ni un momento que perder. Busqué cuantos caballos me fué dable para montar mi tropa, y sirviéndome el dragón de guía, llegamos a la hacienda de mi tío hacia las diez de la mañana. Apenas eché una mirada sobre aquellos magníficos plantíos, convertidos en un mar de llamas que despedían de su seno espesas olas de humo, entre las cuales cruzaban, arrebatados como leves chispas por el viento, gruesos troncos de árboles vomitando fuego. El espantoso crujir del incendio, como que respondía a los aullidos lejanos de los negros rebeldes, a quienes alcanzaba a oír, aunque no a divisar. Sólo me acusaba un pensamiento, del que no podía distraerme la pérdida de tantas riquezas de que hubiera sido dueño: ¡el salvar a María! Después de conseguirlo, ¿qué me importaba el resto? Sabía que estaba encerrada en el castillo, y mi única súplica a Dios era la de llegar a tiempo. Sólo esta esperanza me alentaba en mis penas y me daba las fuerzas y los bríos de un león.

Por fin, a una vuelta del camino, se descubrió el castillo de Galifet, con el estandarte tricolor ondeando aún en sus murallas, defendidas por un vivo fuego de fusilería. Solté un grito de placer:

—¡A galope, amigos; riendas sueltas y meted espuelas!—dije a mis compañeros.

Y, redoblando el paso, nos arrojamos a campo a traviesa hacia el castillo, a cuyas plantas se veía la habitación de mi tío, desmantelada, pero en pie aún e iluminada por los rojizos reflejos del incendio, que todavía no había hecho en ella presa, pues el viento soplaba de la mar y estaba aislada de cualquier otro edificio.

Una multitud de negros guarecidos en la casa se mostraban a la vez en el ventanaje todo y aun en los techos, y sus armas y antorchas relucían en medio de los incesantes disparos que hacían al castillo, mientras otro y más numeroso tropel de sus camaradas subía, caía y volvía a subir de nuevo por los muros de la fortaleza, rodeados de escalas. Aquellas oleadas de negros, sin cesar rechazados y sin cesar asomando sobre aquellos cenicientos paredones, se asemejaban a un enjambre de hormigas que procuran ascender por la concha de una gruesa tortuga, y de cuyas molestias se liberta de rato en rato el tardo animal con una sacudida.

Tocábamos, por fin, en las obras avanzadas del fuerte, y con la vista fija en el asta de bandera, animé a mis soldados, invocando el nombre de sus familias, recogidas cual la mía al amparo de aquellos muros, en cuyo socorro íbamos. Una aclamación general me respondió, y, formando mi reducido escuadrón en columna, estaba pronto a dar la voz de carga contra el tropel de los asaltantes. En este momento, un grito agudo salió del recinto de la fortaleza; un espeso remolino de humo envolvió todo el edificio, extendiendo por algún espacio sus vaporosos pliegues en derredor de las murallas, de donde salía un rumor semejante al de un horno encendido, y, alzándose luego en el aire, nos dejó ver el castillo de Galifet, dominado por una bandera roja, anuncio de la cabal catástrofe.