Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XXIX

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XXIX

Concluída la ceremonia, el obí se volvió hacia Biassou con una respetuosa reverencia, y entonces, levantándose aquel caudillo, dijo en francés, encarándose conmigo:

—Nos acusan de no tener religión; pero ya ves tú que eso es una calumnia y que somos buenos católicos.

No sé si hablaba irónicamente o de buena fe; mas, al cabo de un momento, hizo que le trajesen un vaso de vidrio lleno de maíz negro, y puso encima unos cuantos granos de maíz blanco, y en seguida, alzando el vaso por encima de su cabeza para que mejor alcanzase a verlo todo el ejército, exclamó:

—Hermanos, vosotros sois el maíz negro, y vuestros enemigos los blancos son el maíz blanco.

En esto meneó el vaso, y cuando casi todos los granos blancos hubieron desaparecido escondidos entre los negros, prorrumpió en decir con aire de inspiración y triunfo:

Guette blan si la la[1].

Otra aclamación, que retumbó en los ecos de la montaña, acogió la parábola del caudillo, y Biassou prosiguió, mezclando con frecuencia en su mal francés frases o españolas o criollas:

—El tiempo de la mansedumbre ha pasado. Por demasiado largo período hemos aguantado en paz como los carneros, con cuya lana comparan nuestros cabellos los blancos; seamos ahora implacables como los jaguares y panteras de la región de donde nos arrancaron. La fuerza sola adquiere derechos, que todo le pertenece al que se muestra esforzado y sin compasión. San Lobo[2] tiene dos fiestas en el almanaque, y el Cordero Pascual no tiene más de una... ¿No es así, padre capellán?

El obí hizo una reverencia afirmativa.

—Han venido—repuso Biassou—, han venido los enemigos de la regeneración de la humanidad, esos blancos, esos hacendados, esos dueños, esos hombres de negocios, verdaderos demonios vomitados por las furias infernales. Han venido con insolencia, cubiertos, ¡gente vana!, de armas, de plumajes y de ropajes magníficos a la vista, y nos despreciaban porque éramos negros y estábamos desnudos. Pensaban, en su orgullo, dispersarnos con tanta facilidad como estas plumas ahuyentan esos negros enjambres de mosquitos y maringuinos.

Y, al acabar esta comparación, tomó de manos de un esclavo blanco uno de aquellos abanicos que se hacía llevar detrás de sí, y comenzó a sacudirlo con mil gestos vehementes; luego continuó:

—... Pero, hermanos, nuestro ejército se arrojó sobre ellos como las moscas sobre un cadáver; cayeron con sus lucidos uniformes a los golpes de estos brazos desnudos, que juzgaron sin bríos, no sabiendo que la buena madera está más dura cuando le quitan la corteza. Ahora tiemblan esos tiranos aborrecibles: yo gagné peur[3].

Un aullido de gozo y de triunfo respondió a este grito de su jefe, y la caterva toda siguió repitiendo por largo período:

Yo gagné peur!

—Negros criollos y congos—añadió Biassou—, venganza y libertad. Gente de sangre mixta, no os dejéis ablandar por las seducciones de los diablos blancos. Vuestros padres están entre sus filas, pero vuestras madres están entre las nuestras. Y luego, hermanos de mi alma, jamás os han tratado como padres, sino como amos; tan esclavos erais como los negros. Cuando apenas un miserable harapo cubría vuestros miembros abrasados por el Sol, vuestros bárbaros padres se pavoneaban con muy buenos sombreros y llevaban chaquetas de mahón los días de faena, y los días de fiesta, vestidos de barragán o de terciopelo, a diez y siete cuartos la vara. ¡Maldecid a esos entes desnaturalizados! Pero como los santos mandamientos del bon Giu los protegen, no maltratéis a vuestro propio padre; y si le encontráis entre los contrarios, nada os estorba, amigos, para que no os digáis mutuamente: Touyé papa moé, ma touyé quena toué[4]. ¡Venganza! Gente del Rey: libertad para todos los hombres. Este grito tiene eco en todas las islas: nació en Quisqueya[5] y resonó en Tabago y en Cuba. Un capitán de ciento veinticinco negros cimarrones de las Montañas Azules, un negro de Jamaica, Bouckmann, en fin, fué quien primero alzó el pendón entre nosotros. Un triunfo ha sido su primer acto de fraternidad con los negros de Santo Domingo. Sigamos tan glorioso ejemplo, con la tea en una mano y el hacha en la otra. No haya compasión para los blancos, para los dueños. Matemos las familias, arruinemos sus plantíos, no dejemos en sus haciendas un árbol siquiera sin tener las raíces hacia el cielo. ¡Trastornemos la tierra para que se trague a los blancos! ¡Animo, pues, hermanos y amigos! Pronto iremos a pelear y exterminarlos. Triunfaremos o moriremos en la empresa. Vencedores, gozaremos a nuestra vez de todos los deleites de la vida; si morimos, iremos al cielo, donde los santos nos esperan; al paraíso, donde cada bravo tendrá ración doble de aguardiente y un peso en plata al día.

Esta especie de sermón soldadesco, que a ustedes, señores, no les parecerá más que risible, produjo entre los rebeldes un efecto maravilloso. Verdad es que los extraños gestos de Biassou, el acento inspirado de su voz, el extraordinario sarcasmo que cortaba a veces sus palabras, infundían a su arenga no sé qué oculto poderío de seducción. El arte con que entreveraba con sus declamaciones pormenores a propósito calculados para halagar las pasiones o el interés de los insurgentes, añadía cierto grado de fuerza a aquella elocuencia, tan adecuada para aquel auditorio.

No intentaré pintar qué grado de tétrico entusiasmo se manifestó en el ejército tras la alocución de Biassou. Fué un concierto discordante de clamores, de aullidos y de lamentos. Golpeábanse unos el pecho, sacudían otros sus mazas y sables, muchos permanecían de rodillas en actitud de inmóvil éxtasis. Las negras se desgarraban el seno y los brazos con las espinas de pescado que les servían para peinar sus cabellos. Las guitarras, los timbales, las cajas y los balafos mezclaban su estrépito con las descargas de fusilería. Era, por fin, aquello una algazara infernal.

Hizo Biassou un gesto con la mano, y el tumulto cesó luego como por encanto, y cada negro fuese en silencio a ocupar su puesto. Tan severa disciplina a que había doblegado Biassou a sus iguales, por el mero ascendiente de su ingenio y voluntad firme, me llenaron, por decirlo así, de admiración. Todos los soldados de aquel ejército parecían hablar y moverse al impulso del caudillo como las teclas del órgano ceden a los dedos del músico.


  1. Mirad lo que son los blancos para con vosotros—N. del A.
  2. Santo francés de quien no creemos que se haga mención en nuestra tierra.—N. del T.
  3. Tienen miedo, en dialecto criollo.—N. del A.
  4. Mata a mi padre y yo mataré al tuyo, execrables palabras que se oyeron, en efecto, en boca de algunos mulatos.—N. del A.
  5. Nombre antiguo de Santo Domingo que significa Tierra Grande. Los naturales le llamaban también Haití.—Nota del autor.