Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XXX

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XXX

Otro nuevo espectáculo y género nuevo de charlatanismo y alucinamiento excitó mi curiosidad; a saber: la curación de los heridos. El obí, que ejercía en el ejército el doble cargo de médico para las dolencias del alma y del cuerpo, había empezado a visitar los pacientes. Se había desnudado de sus atavíos sacerdotales y llevaba junto a sí un gran cajón con compartimientos, donde iban sus drogas y herramientas, aunque, a decir verdad, poco usaba de sus instrumentos quirúrgicos; y excepto una lanceta de espina de pescado, con la que practicaba con suma habilidad una sangría, le tuve por muy torpe en el asunto, manifestando gran embarazo en manejar las tenazas que le servían de pinzas y el cuchillo que hacía de bisturí. La mayor parte del tiempo se contentaba con recetar cocimientos de naranjas silvestres, de zarzaparrilla o raíz de China, con algunos sorbos de aguardiente de cañas añejo. Su remedio favorito y, según él decía, soberano, constaba de tres copas de vino tinto mezclado con polvos de nuez moscada y la yema de un huevo duro, cocido entre el rescoldo. De este específico se servía para curar cualquier especie de llaga o dolencia. Fácil es de conocer que semejante medicina era tan irrisoria como el culto divino de que se fingía sacerdote, y es de calcular que el muy corto número de curas hijas del acaso no le hubieran bastado para conservar la confianza de los negros si no hubiera añadido los sortilegios a sus drogas y tratado de obrar con tanta más violencia sobre la imaginación de sus pacientes cuanto menor era su influjo verdadero sobre los males. Así es que ya se contentaba con tocar sus heridas haciendo algunos gestos místicos, ya valiéndose con tino de aquel resto de sus antiguas supersticiones, que mezclaba con su catolicismo reciente, metía en la llaga una piedrecita fetiche envuelta en hilas, y el herido atribuía a la piedra los saludables efectos de su cubierta. Si le anunciaban que alguno de los heridos bajo su cuidado había muerto, o de las resultas del daño original, o aun quizá de su propio desatinado método de cura, respondía en tono solemne:

—Ya lo tenía yo previsto: era un traidor que en el incendio de tal hacienda salvó a un blanco, y su muerte es un castigo.

Entonces, la caterva de atónitos rebeldes le aplaudía, más enconada aún en sus sentimientos de odio y de venganza. El charlatán se valió aún de otro sistema curativo que me chocó por su extrañeza. Era el paciente uno de los jefes negros, herido de bastante gravedad en el postrer encuentro, y, después de haber examinado la lesión y de hacer la cura lo mejor que pudo, exclamó, subiendo al altar:

—Todo esto no vale nada.

Desgarró luego tres o cuatro hojas del misal, las quemó a la luz de los cirios robados de la iglesia del Acul y, mezclando estas cenizas del papel consagrado con unas cuantas gotas de vino echadas en el cáliz, dijo al herido:

—Bebe, que aquí va la salud[1].

Bebió el otro, lleno de fe, clavando sus estúpidas miradas en el juglar, que tenía elevadas sobre él las manos, cual invocando la bendición celeste, y quizá el convencimiento de que estaba ya sano contribuyó no poco a lograr la cura.


  1. Este remedio se usa todavía con bastante frecuencia en Africa, especialmente por los moros de Trípoli, que suelen echar en sus brebajes la ceniza de una página del libro de Mahoma. A este filtro atribuyen ellos virtudes soberanas. Un viajero inglés, no sé cuál, llama a esta bebida infusión de Alcorán.