Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XXXIII
XXXIII
Los otros dos presos habían asistido, más muertos que vivos, a este espantoso prólogo de su propia tragedia. Su actitud humilde y acongojada hacía notable contraste con la entereza, un tanto fanfarrona, del carpintero, y temblaban todos sus miembros.
Biassou los miró a uno después de otro, con su aire de raposa, y luego, entreteniéndose con prolongar su agonía, entabló con Rigaud una conversación sobre las diversas especies de tabaco, asegurando que el de la Habana no era bueno sino para fumar en cigarros, y que para tomar en polvo no había tabaco como el de España, del que Bouckmann le había enviado dos barriles cogidos en casa de M. Lebattu, hacendado en la Tortuga. En seguida, dirigiéndose de golpe al ciudadano general C...:
—¿Qué te parece?—le preguntó.
Esta consulta inesperada desconcertó al ciudadano, que respondió balbuciente:
—Mi general; en ese punto, me fío en el parecer de su excelencia.
—¡Adulación!—replicó Biassou—. Tu sentir es lo que pretendo averiguar, y no el mío. ¿Sabes que haya mejor tabaco de polvo que el de M. Lebattu?
—Por cierto que no, excelentísimo señor—dijo C..., con cuya turbación se divertía Biassou.
—Mi general, su excelencia, excelentísimo señor—repuso el caudillo con apariencias de enojo—. ¿Eres tú acaso un aristócrata?
—Nada de eso—exclamó el ciudadano general—. Soy patriota de 1791, de los puros, y entusiasta negrófilo...
—¿Negrófilo?—le interrumpió el generalísimo—. ¿Qué quiere decir eso?
—Amigo de los negros—tartamudeó, en respuesta, el ciudadano.
—No basta ser amigo de los negros—replicó Biassou con severidad—; hay que serlo también de los pardos.
Ya hemos manifestado que Biassou era salto-atrás.
—De los pardos era lo que quise decir, mi general—repuso humildemente el negrófilo—. Yo estoy relacionado con todos los más famosos partidarios de los negros y de los mulatos...
Biassou, gozoso de poder humillar a un blanco, le volvió a cortar la palabra:
—¡Negros y mulatos! ¿Qué significa eso? ¿Quieres venir a insultarnos con esos nombres odiosos inventados por el desdén de los blancos? Aquí no hay sino negros y pardos, ¿lo entiende usted, señor hacendado blanco?
—Es un mal hábito contraído desde la infancia—respondió C...—; perdonadme: no he tenido intención de ofender a vuestra excelencia.
—Deja tus excelencias, que te repito que no me gustan esas mañas de aristócratas.
C... trató de disculparse de nuevo y empezó en tono balbuciente otra explicación:
—Si me conocieras, ciudadano...
—¡Ciudadano! Pues ¿quién te imaginas que soy?—gritó Biassou enfurecido—. Aborrezco esa jerigonza de los jacobinos, ¡y quisiera saber si eres alguno de ellos! ¡Acuérdate que estás hablando con el generalísimo de las tropas del Rey! ¡Ciudadano! ¡Vaya, el insolente!
El pobre negrófilo no sabía ya cómo hablarle a una persona que tanto desechaba el tratamiento de excelencia cuanto el título de ciudadano, el lenguaje de los aristócratas cuanto el de los patriotas. Estaba aterrado. Biassou, cuya cólera era fingida, se divertía sobremanera en contemplar sus ahogos.
—¡Ay!—dijo por fin el ciudadano general—, ¡y cuán mal me juzgáis, insigne defensor de los imprescriptibles derechos de una mitad del linaje humano!...
En el apuro de aplicar ningún dictado sencillo a este encumbrado personaje, que aparentaba rehusarlos todos, acudió a una de aquellas perífrasis sonoras de que solían valerse con sumo gusto los revolucionarios para reemplazo del nombre y título de la persona a quien se dirigían.
Biassou le miró de fijo y le preguntó:
—¿Conque tanto cariño profesas a los negros y a los pardos de toda especie?
—¿Si les profeso?—exclamó el ciudadano C...—. Soy corresponsal de Brissot y de...
Biassou le interrumpió, soltando su risa acostumbrada.
—¡Ja!... ¡ja!... Mucho me regocijo de encontrarme en ti con un amigo de nuestra causa. ¡En tal caso, habrás de aborrecer a los inicuos hacendados blancos que castigaron nuestra justa insurrección con los suplicios más crueles, y pensarás, como nosotros, que no los negros, sino antes los blancos, son los verdaderos rebeldes, puesto que se ponen en rebeldía contra la humanidad y los dictados naturales! ¡Habrás entonces de abominar a tales monstruos!
—¡Los abomino!—respondió C...
—Pues bien—repuso Biassou—: ¿qué te parecería de un hombre que, para sofocar las postreras tentativas de los esclavos, hubiese puesto cincuenta cabezas de negro a los costados de la alameda de su hacienda?
La palidez de C... llegó a ser horrible.
—¿Qué pensarías de un blanco que hubiese propuesto hacer un cordón alrededor de la ciudad del Cabo con cabezas de negros?...
—¡Perdón! ¡Perdón!—dijo el ciudadano general aterrorizado.
—¿Y en qué te amenazo?—respondió Biassou con suma frialdad—. Déjame acabar... ¿Un cordón de cabezas de negros desde el castillo de Picolet al cabo Caracol? ¿Qué te parece? ¡Responde!
Las palabras ¿en qué te amenazo? habían hecho recobrar alguna esperanza a C..., quien pensó que acaso sabría Biassou tales horrores sin tener averiguado su autor; y así, respondió luego con alguna entereza, a fin de disipar cualquier sospecha que le fuese adversa:
—Me parece que son unos crímenes atroces.
Biassou soltó su carcajada.
—¡Bueno va! ¿Y qué castigo le impondrías al culpable?
Aquí el desdichado C... titubeó.
—Vamos—repuso Biassou—-, ¿eres amigo de los negros o no lo eres?
Entre ambas alternativas, prefirió el negrófilo la que menor peligro presentaba, al parecer, y no viendo ningún intento hostil contra su persona en el semblante de Biassou, contestóle en voz apagada:
—Merece la pena de muerte.
—Muy bien respondido—dijo Biassou con mucho sosiego, arrojando el tabaco que tenía en la boca para mascar.
En esto, su aspecto de indiferencia había infundido algunos ánimos al infeliz negrófilo, y haciendo un esfuerzo para desvanecer cuantos recelos pudieran abrigarse contra su persona, comenzó una arenga en términos tales:
—Nadie hace votos más ardientes que los míos por el triunfo de vuestra causa. Yo soy corresponsal de Brissot y de Pruneau, de Pomme-Gouge, en Francia; de Magaw, en América; de Peter Paulus, en Holanda; del abate Tamburini, en Italia...
Y proseguía explayándose en esta letanía filantrópica, que estaba pronto siempre a entonar y que le había yo oído recitar en casa del gobernador, en circunstancias diversas y con diverso fin, cuando Biassou le atajó los vuelos:
—¡Y qué se me da a mí de todos tus corresponsales! Dime, y con eso sobra, dónde tienes tus almacenes y tus depósitos, porque mi ejército necesita abastecerse. Muy ricas han de ser tus haciendas y muy fuerte tu casa de comercio si tienes giro con los comerciantes de todo el mundo.
El ciudadano C... se atrevió con timidez a hacer una observación:
—Héroe de la humanidad, no son comerciantes, sino filósofos, filántropos y negrófilos.
—¡Vaya!—dijo Biassou moviendo la cabeza—. ¡Cátense ustedes ahí que vuelve a esos demonios de palabrotas ininteligibles! Pues bien, hombre: si no tienes almacenes ni depósitos que darnos a saquear, ¿para qué sirves?
Semejante pregunta mostraba una vislumbre de esperanza, a la que se asió C... con ahinco.
—Ilustre guerrero—respondió luego—, ¿tenéis en vuestro ejército algún economista?
—¿Qué cosa es eso?—le preguntó el caudillo.
—Es—dijo el prisionero, con tanto énfasis cuanto su terror le permitía—, es un hombre necesario por excelencia; el único que sabe tasar en su respectivo valor los recursos materiales de un imperio, clasificarlos por el orden de su importancia, beneficiarlos y acrecentarlos combinando sus orígenes y resultados, y distribuirlos con tino cuales otros tantos arroyos fecundantes, que aumentan los caudales del río de la utilidad general, el que viene, a su vez, a confundirse en el mar de la prosperidad pública.
—¡Caramba!—dijo Biassou, inclinándose hacia el obí—. ¿Qué diantres quiere decir con esa cáfila de vocablos, ensartados unos detrás de otros como las cuentas de tu rosario?
El obí se encogió de hombros en ademán de persona que no entiende y que desprecia. Sin embargo, el ciudadano C... proseguía así la relación:
—Yo he estudiado... dignaos escucharme, valeroso caudillo de los valientes regeneradores de Santo Domingo; yo he estudiado a los grandes economistas, a Turgot, a Raynal y a Mirabeau, el amigo del pueblo. He puesto su teoría en práctica, y poseo la ciencia indispensable para el gobierno de las monarquías o de los Estados cualesquiera.
—El economista no es económico en cuanto a palabras—dijo Rigaud con su sonrisa suave y burlona.
Biassou exclamó mientras tanto:
—Y dime, hablador descomunal, ¿tengo yo Estados que gobernar, por ventura?
—Todavía no, hombre grande—replicó C...—; pero puede venir el caso, y, además, mi ciencia se humilla, sin mengua de su dignidad, a entrar en los pormenores necesarios para la administración de un ejército.
—Yo no administro mi ejército, señor hacendado, sino lo mando—dijo el generalísimo, interrumpiéndole de nuevo con viveza.
—Pues está muy bien—expuso el ciudadano—; vos haréis de general y yo de intendente militar. Tengo conocimientos especiales en el ramo de la cría del ganado vacuno...
—¿Y te imaginas tú que nosotros criamos ganados?—replicó Biassou en su tono sarcástico—. Cuando se nos acabe el de la colonia francesa, cruzaré los cerros de la frontera e iré a recoger los bueyes y carneros que se crían en los grandes hatos de los inmensos llanos de Cotuy, de la vega, de Santiago y en las márgenes del Yuna, y si necesario fuere, también iré a buscar los que pacen, en la península de Samana y en las vertientes de la Sierra de Cibos, desde la embocadura del río Neibe hasta más allá de Santo Domingo. Además, tendré un gozo verdadero en ir a castigar a esos malditos españoles que entregaron a Ogé. Ya ves que no ando escaso de víveres ni tengo para qué valerme de tu ciencia, necesaria por excelencia.
Tan decisiva declaración desconcertó al pobre economista, que se agarró, sin embargo, a la postrer tabla de salvación.
—Mis estudios—dijo—no se limitan a la cría del ganado, y tengo otros varios conocimientos especiales que podrán ser de sumo provecho: enseñaré el método de beneficiar el alquitrán y las minas de carbón de piedra.
—¡Qué me importa eso!—contestó Biassou—. Cuando me hace falta carbón, mando quemar tres leguas enteras de monte.
—También explicaré para qué objetos es más adecuada cada especie de madera—prosiguió el prisionero—. El chicarón y la sabieca, para las quillas; las yabas, para los cascos; el níspero, para los palos; los guayacos, los cedros...
—¡Que te lleven todos los demonios de los diez y siete infiernos!—exclamó en español Biassou, ya impacientado.
—¿Qué se le ofrece a mi bondadoso protector?—dijo, todo trémulo, el economista, que no entendía achaque de español.
—Escúchame—repuso Biassou—; yo no tengo necesidad de buques, y en toda mi comitiva no queda más que un empleo vacante, que no es siquiera el de mayordomo, sino el de ayuda de cámara. Vea, pues, el señor filósofo si le conviene. Estas son las condiciones. Me servirás de rodillas, me traerás la pipa y el calalú[1] y andarás tras de mí con un abanico de plumas de pavo real o de papagayo, como los dos pajes que estás viendo. ¿Eh?, responde. ¿Quieres servirme de ayuda de cámara?
El ciudadano C..., que sólo pensaba en salvar la vida, hizo una reverencia, inclinándose hasta el suelo con infinitas muestras de agradecimiento y gozo.
—¿Conque lo aceptas?—preguntó Biassou.
—¿Y podía poner siquiera en duda mi generoso amo que yo titubeara un momento ante tan insigne favor cual el de servirle en su persona?
A semejante respuesta, el diabólico sarcasmo de Biassou cobró un aire de triunfo. Cruzó los brazos, se puso erguido, respirando orgullo, y repeliendo con el pie la cabeza del blanco postrado ante sus plantas, exclamó en alta voz:
—¡Quería probar hasta dónde llega la vileza de los blancos después de haber presenciado hasta dónde alcanza su crueldad! A ti, ciudadano C..., te debo el doble ejemplo. ¡Bien te conozco! ¿Cómo has podido ser tan necio que no lo percibieras? Tú fuiste quien presidió en las justicias de junio, julio y agosto; tú, quien plantaste cincuenta cabezas de negros en la entrada de tu hacienda; tú, quien quería degollar a los quinientos esclavos que después de la rebelión tenías aprisionados, y colocar un cordón de cabezas de esclavo en la ciudad, desde el castillo de Picolet hasta la punta del Caracol. Tú, si hubieras podido, habrías hecho un trofeo de mi cabeza, y ahora te considerarías por muy dichoso si yo quisiese admitirte de criado. No, no; quiero cuidar de tu honor más que lo haces tú mismo, y no te impondré tal ultraje. ¡Prepárate para la muerte!
Hizo un gesto, y los negros pusieron junto a mí al desgraciado negrófilo, que, sin poder proferir una sola palabra, había caído ante sus pies como herido del rayo.
- ↑ Guiso de los criollos.—N. del A.