Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XXXII

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XXXII

Y para arrancarme un instante a los perplejos pensamientos en que me había sumido tan extraña escena, apenas bastó el nuevo drama que se siguió en mi presencia a la ridícula farsa representada por Biassou y el obí ante sus atónitas gavillas.

Habíase vuelto a colocar Biassou en su asiento de caoba, con el obí a su derecha y Rigaud a su izquierda, sobre los dos cojines que hacían juego con el trono del principal cabeza. El obí, con los brazos cruzados sobre el pecho, parecía absorto en profunda meditación; Biassou y Rigaud estaban mascando tabaco, y un ayudante había venido a saber del mariscal de campo si se mandaba desfilar al ejército, cuando tres corros de negros alborotados llegaron a una a la entrada de la cueva con furiosos clamores. Cada cual traía un prisionero, que quería entregar a disposición de Biassou, no tanto por saber si le acomodaría perdonarles, cuanto para averiguar qué especie de muerte o de suplicios era su antojo que padecieran. Demasiado lo anunciaban sus siniestros gritos:

Mort! Mort!—decían algunos.

—¡Mueran! ¡Mueran!—repetían otros; y

Death! Death!—respondían algunos negros ingleses, quizá de los secuaces de Bouckmann, que habían ya acudido a incorporarse con los negros españoles y franceses de Biassou.

El mariscal de campo les impuso silencio, y con un gesto mandó adelantar los tres cautivos al umbral de la gruta, y de ellos reconocí a dos con viva sorpresa. Era el uno aquel ciudadano general C..., aquel filántropo corresponsal de todos los negrófilos del universo, que había emitido contra los negros un parecer tan cruel en casa del gobernador; era el otro aquel blanco hacendado, de dudosa estirpe, que manifestaba tal repugnancia hacia los mulatos, entre quienes le contaban los blancos; el tercero aparentaba pertenecer a la categoría de artesanos blancos y llevaba un mandil de cuero con las mangas arremangadas hasta el codo. Los tres habían sido cogidos, cada cual por separado, procurando ocultarse en la sierra.

El artesano sufrió primero su interrogatorio:

—¿Quién eres?—le dijo Biassou.

—Santiago Belin, carpintero del hospital de los Padres Religiosos en el Cabo.

Alguna sorpresa, mezclada de vergüenza, asomó en el rostro del generalísimo del país conquistado.

—¡Santiago Belin!—repitió mordiéndose los labios.

—Sí—repuso el carpintero—. ¿Pues qué, me desconoces?

—Empieza tú—dijo el mariscal de campo—por reconocerme y acatarme.

—¡Yo no saludo a mis esclavos!—replicó el carpintero.

—¡A tu esclavo! ¡Miserable!, ¿qué dices?—exclamó el generalísimo.

—Sí—contestó el carpintero—. Yo fuí tu primer amo, aunque ahora finjas hacerte desconocido, y acuérdate, Juan Biassou, de que te vendí por trece pesos fuertes a un comerciante de Santo Domingo.

Las facciones de Biassou se contrajeron con violento despecho.

—Pues qué—prosiguió el blanco—, ¿te avergüenzas ahora de haberme servido? ¿No sabes que Juan Biassou debería honrarse de haber pertenecido a Santiago Belin? Tu propia madre, ¡loca de vieja!, ha barrido muchas veces mi tienda; pero al postre se la vendí al señor mayordomo del hospital, y, como estaba tan decrépita, no quiso darme más que treinta y dos pesetas. Esta es tu historia y la suya; pero parece que a vosotros los negros y mulatos se os han subido los humos a la cabeza y que se te ha borrado de la memoria cuando servías de rodillas a tu amo Santiago Belin, carpintero en el Cabo.

Biassou le había estado escuchando con aquella risa sarcástica que le daba el aspecto de un tigre.

—Bien está—dijo.

Y en seguida, encarándose con los negros que habían traído al maestro Belin, añadió:

—Agarrad dos bancos, dos tablas y una sierra, y llevaos a ese hombre. Santiago Belin, carpintero en la ciudad del Cabo, dame las gracias por haberte proporcionado una muerte de carpintero.

Y sus carcajadas acabaron de explicar con qué atroces suplicios iba a castigar el orgullo de su antiguo dueño. Yo me estremecí; pero Santiago Belin ni aun pestañeó, y, volviéndose, le dijo con jactancia:

—Sí, debo estarte agradecido de algo, pues te vendí por trece pesos, y está visto que saqué de ti mucho más de lo que valías.

Entonces se lo llevaron.