Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XXXVIII

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XXXVIII

Biassou parecía meditabundo, y cuando, terminada la revista y dadas sus órdenes postreras, se retiraron los rebeldes a sus chozas, me dirigió al fin la palabra en tales términos:

—Ya has podido juzgar a tu despacio, joven, de mi ingenio y poderío, y he aquí llegada la hora de que vayas a participárselo a Leogrí.

—No ha consistido en mí que tarde tanto—le respondí con indiferencia.

—Razón tienes—replicó Biassou.

Y aquí se detuvo un instante, como para observar qué efecto iban a producir en mí las siguientes palabras:

—Y, además, de ti penderá el que nunca llegue.

—¿Cómo es eso?—exclamé pasmado—. ¿Qué quieres tú decir?

—Sí—prosiguió Biassou—; en tus propias manos tienes tu vida, y si quieres, puedes salvarla.

Este arrebato de clemencia, el primero y el último, sin duda alguna, que Biassou haya jamás sentido, me pareció un prodigio. El obí, como yo, lleno también de sorpresa, saltó del asiento donde por tan largo rato había permanecido inmóvil y en actitud extática, al estilo de los faquires indios. Se puso frente a frente del generalísimo y alzó la voz lleno de ira:

¿Qué dice el excelentísimo señor mariscal de campo? ¿No se acuerda de lo que me ha prometido? Ni él ni el bon Giu pueden ya disponer de esta vida, que me pertenece.

En aquel momento, al oír su acento de cólera, juzgué de nuevo tener algún recuerdo de aquel maldito hombrecillo; mas fué una sensación vaga y pasajera, que no me iluminó el entendimiento.

Biassou, sin alterarse, se levantó, habló con el obí en voz baja, señalándole a la bandera negra en que ya había yo reparado, y, tras algunos minutos de conversación, meneó el zahorí la cabeza de arriba abajo, cual en señal de consentir, y los dos recobraron sus antiguos puestos y actitudes.

—Escucha—me dijo entonces el generalísimo, sacando del bolsillo los otros despachos de Juan Francisco, que tenía allí metidos—. Nuestros negocios van mal. Bouckmann acaba de morir en un encuentro; los blancos han exterminado en la comarca de Cul-de-Sac a dos mil negros levantados; las tropas de la colonia siguen atrincherándose y cubriendo todos los llanos de puntos fortificados, y, por culpa nuestra, hemos desaprovechado una ocasión de apoderarnos del Cabo, que no se volverá a presentar tan de pronto. Por el lado de Levante, el camino principal está cortado por un río, y los blancos, para defender el paso, han establecido una batería flotante sobre pontones y dos reductos, a cada orilla. Al Sur hay otro camino real, que atraviesa ese país montañoso llamado el Haut-du-Cap, y lo tienen también cuajado de tropas y de artillería. Por la parte de tierra, la posición está asimismo bien fortificada, con parapetos en que han trabajado todos los habitantes, con añadidura de buenos caballos de frisa. Por consiguiente, el Cabo se halla al abrigo de nuestras embestidas. La emboscada en las gargantas de Doma-Mulatos no produjo el éxito que nos prometíamos, y a tantos reveses se junta la fiebre de Siam, que devasta el campamento de Juan Francisco. Así que el gran almirante de Francia opina[1], y yo participo de su sentir, que sería conveniente entrar en tratos con el gobernador Blanchelande y la Asamblea colonial. He aquí la carta que sobre este particular vamos a remitir a la Asamblea; escucha:


Señores diputados:

“Grandes infortunios han afligido a esta rica e importante colonia, en los que nos hemos visto nosotros envueltos, y nada más nos queda que alegar por excusa. Algún día vendrá en que nos haréis toda la justicia que nuestra situación se merece. Debemos quedar comprendidos en la amnistía general que el Rey Luis XVI ha proclamado para todos indistintamente.

“Si no, como el Rey de España es un Rey bueno, que nos trata muy bien y que nos manifiesta recompensas[2], seguiremos a su servicio con celo y lealtad.

“Vemos que, con arreglo a la ley de 28 de septiembre—de 1791—, la Asamblea nacional y el Rey os conceden facultad para decretar definitivamente acerca del estado de las personas no libres y de la condición política de los hombres libres de color. Nosotros defenderemos los decretos de la Asamblea nacional y los vuestros, si están revestidos de los requisitos legales, hasta derramar la última gota de nuestra sangre. Sería conveniente que declararíais por un decreto, sancionado por el señor general, que formáis intento de ocuparos en la suerte de los esclavos. En sabiendo, por conducto de sus jefes, a quienes daríais noticia de estos trabajos, que son el objeto de vuestras tareas, quedarían satisfechos, y en breve tiempo se recuperaría el equilibrio roto.

“No contéis, sin embargo, señores representantes, en que consintamos en armarnos por el beneplácito de asambleas revolucionarias. Nosotros somos súbditos de tres reyes. El Rey del Congo, señor natural de todos los negros; el Rey de Francia, que representa a nuestros padres, y el Rey de España, que representa a nuestras madres. Estos tres reyes son los descendientes de los tres reyes magos que, guiados por una estrella, vinieron a adorar el Dios-hombre. Si sirviéramos a las Asambleas, tal vez nos veríamos arrastrados a hacer la guerra contra nuestros hermanos, los súbditos de estos tres reyes, a quienes hemos jurado fidelidad.

“Además, no sabemos lo que se quiere decir por la voluntad de la nación, puesto que desde que el mundo reina no hemos ejecutado sino la de un rey. El príncipe de Francia nos quiere y el de España no cesa de darnos socorro. Les ayudamos y nos ayudan: ésta es la causa de la humanidad. Y luego, aun cuando nos faltaran estas Majestades, pronto habríamos tronado un Rey.

“Tales son nuestras intenciones, mediante las cuales consentiremos en hacer la paz[3].—Firmado, Juan Francisco, general; Biassou, mariscal de campo; Desprez, Manzeau, Toussaint, Aubert, comisionados ad hoc.”

—Ya ves—añadió Biassou, concluída que fué la lectura de este documento de la diplomacia negra, que se me quedó estampado en la memoria palabra por palabra—; ya ves, digo, que estamos de paz. Ahora bien: esto es lo que pretendo de ti. Ni Juan Francisco ni yo nos hemos educado en las escuelas de los blancos, donde se aprende a charlar bien; sabemos pelear, pero no escribir, y, sin embargo, no quisiéramos que hubiera en nuestra carta a la Asamblea nada que pudiese excitar la burla orgullosa de nuestros antiguos dueños. Tú me parece que has aprendido esta frívola ciencia que a nosotros nos falta; así, pues, corrige en nuestro oficio cuantas faltas hicieran reír a los blancos, y a este precio te concedo la vida.

Había en este empleo de corrector de las faltas de ortografía diplomática de Biassou algo de demasiado repugnante a mi orgullo para que yo titubease un solo momento. Y, además, ¿qué se me daba de la vida? Rehusé, pues, su oferta.

Pareció sorprenderse.

—¿Cómo es eso?—exclamó—. ¿Prefieres morir a hacer unos cuantos garabatos con la pluma en un pedazo de pergamino?

—Sí—le repliqué.

Mi determinación pareció como que le desagradaba, y, después de meditar por un breve espacio, me dijo:

—Escúchame, muchacho atolondrado; quiero ser menos terco que tú y te concedo de plazo hasta mañana por la tarde para que te resuelvas a obedecerme. Mañana, al ponerse el sol, volverán a traerte a mi presencia, y piensa en complacerme. Adiós, que la almohada es fuente de buenos consejos. Acuérdate que entre nosotros recibir la muerte es algo más que el morir.

El sentido de estas últimas palabras, acompañadas de una horrenda carcajada, no era, por cierto, equívoco, y los tormentos que Biassou acostumbraba inventar para sus víctimas acababan de explicarlas.

—Candi—prosiguió Biassou—, llévate al prisionero y entrégale a la custodia de los negros de Morne-Rouge, porque quiero que aún vea asomar por una vez el sol, y mis soldados quizá no tendrían tanta paciencia como para aguardar que pasasen veinticuatro horas.

El mulato Candi, comandante de sus guardias, me mandó atar los brazos a la espalda, y, agarrando un soldado el cabo de la cuerda, nos salimos de la cueva.


  1. Ya se ha dicho que Juan Francisco se daba este título.—N. del A.
  2. Esta frase carece a propósito de sentido para dar una idea de falta semejante en el original francés.—N. del T.
  3. Parece que, en efecto, se le remitió a la Asamblea esta carta, tan ridículamente característica.—N. del A.